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Authors: Ezequiel Teodoro

El manuscrito de Avicena (53 page)

BOOK: El manuscrito de Avicena
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Silvia se incorporó con el manuscrito en una mano y un recipiente en la otra. Contenía un líquido rojizo. En ese momento Álvarez se abalanzó contra ella con todo su cuerpo, ni a David ni a Javier les dio tiempo a intervenir. Cuando inmovilizaron a Álvarez era tarde. La esposa del médico había caído sobre los frascos y éstos reventaron esparciendo su contenido. Además había derramado el producto elaborado con la fórmula del manuscrito. No podían hacer nada, Alex estaba condenada.

En ese instante oyeron de nuevo el sonido inconfundible de unos pasos que se acercaban. Ya los tenían encima.

Alex boqueó ante la impotencia del médico. Se moría. No puede, no debe. El doctor Salvatierra tiró de ella con desesperación hasta el lugar donde se había vertido el líquido rojizo, empapó su camisa y la restregó por la herida, luego la volvió a humedecer y la escurrió sobre sus labios.

—Está muerta, papá.

Los pasos doblaron el último recodo de la escalera y aparecieron dos árabes. Llevaban las manos levantadas sobre su cabeza. Detrás otras dos personas les apuntaban con sus armas de fuego.

—Somos del MI6 —dijo Sawford.

El médico permanecía arrodillado junto a Alex, a su lado Silvia, de pie, mantenía el manuscrito en la mano. La esposa del doctor Salvatierra lo dejó deslizar entre sus dedos hasta caer al suelo. El médico lo vio sobre una baldosa roja, luego dirigió una mirada a Alex. Para su sorpresa, su pecho ascendía y descendía lentamente, volvía a respirar. Cogió precipitadamente el manuscrito y lo arrojó sobre el líquido derramado.

Después tomó con cariño una de las manos de Alex y sonrió al ver cómo se borraba la tinta del documento.

Una semana más tarde Javier revisaba el informe que debía entregar a sus superiores. Álvarez había sido expedientado y seguramente acabaría abandonando el cuerpo. A Eagan y a Sawford también les sancionarían, pensó el agente del CNI, aunque probablemente no iría más allá de una reprimenda. Al fin y al cabo disponían de buenos contactos. Recordó un momento a Alex. Se había librado por poco. Debía llamarla un día de estos.

Sonó el teléfono de su mesa. Un mensajero traía un sobre. Javier recelaba. ¿Quién podría? Nada en el remite. Tomó el abrecartas y lo rasgó, no existía peligro, ya había pasado por los rayos X. En el sobre un billete para San Petersburgo y una nota:
No desaproveches la vida, ve a buscar a tu familia.
Javier sonrió. El doctor Salvatierra era un buen amigo.

Epílogo

1965 de la Era Cristiana... 1385 de la Hégira...

Aquel día Aymán volvió del colegio transformado. Con apenas catorce años era el más aventajado de la clase. Estudioso, buen compañero, colaborador en las tareas de casa hasta donde lo exigía su condición masculina, pero aquella mañana todo cambió. Alguien le había prestado un libro:
Jalones en el camino,
de un tal Said Qutb. Hablaba de la pureza islámica, de la hostilidad de Occidente, de la necesidad de volver a las raíces, a las tres primeras generaciones desde Mahoma.

El texto le hizo plantearse distintas ideas, a cual más subversivo va según la ideología imperante en el Egipto de aquella época. En su inocencia, no se guardó de oídos ajenos y habló de sus nuevas teorías, y con ello se atrajo las miradas acusadoras de unos cuantos, aunque también, y sin él saberlo, algunos hermanos en esa misma fe conocieron de su existencia.

Meses después y tras varias reprimendas de sus profesores, Aymán tropezó con un desconocido en el zoco que parecía estar muy interesado en él. El individuo le llamaba por su nombre y le preguntaba por sus inclinaciones teológicas y sociales. Él se enorgullecía. Durante varias semanas, el muchacho frecuentó al desconocido, un joven que no superaba la veintena de años y que decía llamarse Mahdi.

Uno de esos días, cuando abandonaba el colegio, Mahdi le salió al encuentro y le preguntó si quería conocer a personas con las que teorizar sobre el Islam. Aymán se entusiasmó. Esa misma tarde, Mahdi lo acompañó al barrio viejo de El Cairo. Allí, entre tintoreros y perfumistas, entraron en una pequeña casita de barro sin ventilación ni luz. Alguien prendió unas velas y se formó un pasillo iluminado que dirigía hacia una especie de ábside como el de las mezquitas. Allí un hombre vestido con una túnica blanca de seda le preguntó su nombre.

—Me llamo Aymán Al-Zawahirí.

—Hoy has sido convocado a nuestra presencia porque sabemos que eres un buen creyente —Aymán no pudo evitar sonreír—. Alá ha depositado en nosotros una dura misión: traer la pureza de nuevo al Islam. ¿Quieres compartir con nosotros este trabajo?

El muchacho asintió.

—Debes responder de palabra —insistió el hombre. Aymán creía que debía ser algo así como el jefe del grupo, aunque no se detuvo a pensar demasiado en ello.

—Sí —dijo al fin.

—Bien, a partir de ahora formas parte de una hermandad llamada los Hashishin. Yo soy el
Viejo de la Montaña,
cargo que tú podrás ejercer algún día si Alá te considera digno —Aymán permanecía en silencio—. A partir de ahora te enseñaremos las condiciones para alcanzar el camino de la luz y la pureza dentro del Islam. Pero sólo podrás compartir nuestra existencia con tus hermanos de los Hashishin. Nadie puede conocernos, no aún.

Asintió.

—Y, algo más importante, debes conocer el objetivo primordial de nuestra hermandad.

El muchacho miró a un lado y otro, buscando a Mahdi, y no veía nada, sólo el camino de las velas permanecía iluminado, sumiendo en sombras el resto de la habitación.

—Presta atención —le advirtió el hombre—. ¿Sabes quién es Ibn Sina?

Aymán se encogió de hombros. Recordaba algo del colegio, aunque no estaba muy seguro.

—Fue uno de los grandes hombres de la antigüedad —prosiguió el
Viejo de la Montaña
sin detenerse a esperar contestación—. Hizo grandes cosas, pero la más grande, la que conferiría al Islam el poder que nos ha arrebatado Occidente aún está por descubrir.

Aymán prestó mayor atención. Era como una de aquellas historias que su abuelo relataba sobre épocas pasadas que tanto le hacían pensar.

—Ibn Sina escribió una fórmula mágica. Nuestra misión... —prosiguió el hombre—, tu misión, Aymán Al-Zawahirí, será encontrarla. A ello dedicarás tu vida.

Agradecimientos

A mi esposa, Lourdes, y mis hijos, Javier y Paula. Vosotros habéis sido mi principal sostén durante todo este tiempo. A mi amigo, escritor y maestro el premio nacional de Teatro, Germán Ubillos. Su dedicación, sus palabras de ánimo en esta larga travesía y sobre todo su cariño, me han ayudado decididamente a encauzar mi primera novela. A José Alfonso Hernando, Eduardo Vicario y Nunci Hernando, por aquella tarde tan maravillosa que paseamos por Valdeande. Sin vuestro conocimiento no hubiera sido lo mismo. A los monjes del Monasterio de Silos, y en especial al hermano bibliotecario, cuya sensibilidad detectó pronto lo que yo andaba buscando, incluso antes que yo mismo. Sin él, el capítulo de Mendizábal no existiría. Al imán de la Mezquita de Sidi Embarek en Ceuta, Ahmed Liazid, por aquella fantástica tarde de verano de conversación pausada sobre el Islam e Ibn Sina. A mi editor, Carmelo Segura, con el que he disfrutado de largas y placenteras conversaciones sobre el mundo editorial, siempre tan difícil y complicado. Gracias por tu pasión por los libros. Y a mis amigos, compañeros y familia por aguantar estoicamente mis monólogos sobre
El Manuscrito de Avicena
. Gracias por vuestras palabras de aliento y por vuestra curiosidad. En memoria de las víctimas de la violencia de cualquier tipo: terrorista, de género, hambre...

Ezequiel Teodoro
nació en Ceuta y es periodista desde hace dieciséis años. Ha cultivado el relato breve desde la adolescencia, publicando en una lección de relatos de la Escola d'Escriptura del Ateneu barcelonés y en diversas páginas literarias de Internet. Desde que inició su andadura profesional ha trabajado o colaborado en distintos medios de comunicación de carácter local y nacional (
El Periódico de Ceuta, COPE, El Faro de Ceuta, El Pueblo de Ceuta, Europa Press
, así como en distintas revistas de información). En los últimos años ha ejercido su profesión en el Gabinete de Prensa del Ministerio de Fomento.
El Manuscrito de Avicena
es su primera novela.

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