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Authors: Ezequiel Teodoro

El manuscrito de Avicena (44 page)

BOOK: El manuscrito de Avicena
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Habían pasado algunos años desde que ambos cruzaran sus miradas por última vez. El presidente del Gobierno estaba más gordo, lucía de hecho una oronda barriga y papada, y aunque mantenía aún su oscuro pelo rizado, la frente se mostraba bastante despejada. El abad, sin embargo, permanecía igual que cinco años atrás, quizá con algunas arrugas más y algo menos de cabello, pero indudablemente la vida frugal del monasterio había conservado su espíritu y su cuerpo en las mismas condiciones.

—Padre, qué placer verle. En estas circunstancias, claro. —El abad guardó silencio—. Imagino que sabrá a qué he venido. ¿Conoce el decreto de desamortización que el Gobierno ha promulgado?

El monje asintió.

—Pues a qué esperamos. Su congregación debe disolverse pacíficamente y todos los bienes que alberga el monasterio han de pasar a la Hacienda Pública. En poco tiempo saldrán a subasta —calló un segundo y después sonrió— o permanecerán en manos del Gobierno.

El hermano Gerard había decidido huir a Francia. Su padre fue un soldado español que volvió del ejército napoleónico con una francesa enfermiza y un crío que no dejaba de berrear. Ocho meses después la madre falleció y el padre entregó su hijo al monasterio. Aquel soldado lo había visitado frecuentemente durante su niñez, y en aquellos encuentros le hablaba de sus tíos y abuelos, que vivían de la producción de uva para fabricar caldos que luego vendían en las ferias de la comarca; y también le contaba bonitas historias sobre una coqueta villa llamada Roquettes, donde al parecer aquel pobre soldado vivió el único momento de su existencia en que verdaderamente fue feliz. Ese, pues, habría de ser su destino.

Siguiendo la recomendación de sus superiores, se había despojado del hábito y ahora vestía una sencilla camisola y unos pantalones de tejido crudo amarrados a la cintura con un trozo de cuerda. En los pies calzaba las sandalias de esparto del monasterio y al hombro llevaba un zurrón con queso, pan blanco, varios libros y la copia del manuscrito. Lo que no había podido evitar era la tonsura de la cabeza. Escogió el camino de Burgos y anduvo sin descanso hasta que se topó con una iglesia y la casa del cura, levantó de la cama al eclesiástico y le rogó que ocultara los libros que portaba hasta que alguien los reclamara para el Monasterio de Silos.

Acabada su primera misión, se sentó a comer en unas piedras. Después volvió al camino con la esperanza de encontrar algún carro que le llevara a cambio de unos reales, pero el mal tiempo, los bandidos y la guerra carlista no invitaban a recorrer las rutas. La lluvia caía a plomo y embarraba la carretera de tierra, obligándole a andar con mayor lentitud, el frío se le calaba en los huesos. Aunque el monje estaba acostumbrado a los tiempos tormentosos de Castilla, más extremos cuanto más al norte, temblaba bajo el agua que descargaba el cielo, empapándole el cabello ralo, la cara, las ropas y el calzado como si estuviera de nuevo en el monasterio a la hora del baño matutino, cuando el hermano Romualdo le arrojaba cubos y cubos de agua del deshielo para purificar su alma.

Los aullidos de los lobos en los montes cercanos le daban pavor. De niño, el hermano cocinero le relató las extrañas historias que circulaban acerca de un niño amamantado por lobas que vagaba por los bosques para atacar a los incautos. Aquellos relatos le inquietaron cuando chiquillo, ahora volvían a su cabeza para aterrorizarle.

Mendizábal se sentía cansado. Llevaba toda la noche haciéndole preguntas al abad en su despacho, y éste se había empecinado en respuestas vacuas que no conducían a parte alguna. Cuando el político se encontró con la biblioteca vacía casi le dio un síncope, no entendía cómo pudieron trasladar las decenas de miles de volúmenes que albergaba en tan corto período de tiempo. El rostro del abad también acusaba la fatiga de la noche en vela.

—Sé que su labor consistía en mantener a resguardo el documento de Avicena. Si no lo posee usted, o lo ha ocultado o lo ha entregado a alguno de sus monjes —dijo, siguiendo el mismo discurso que había repetido una y otra vez a lo largo de las últimas horas—. Si estuviera aquí ya lo habríamos encontrado, ¿dónde lo ha enviado?

Mendizábal se esforzaba en controlar su rabia. Llevaba dos décadas detrás del manuscrito y hacía unas horas creía que ya lo podía tocar; eso le confería, pensaba, derecho a la ira. Con todo temía la reacción de la reina si dañaba al abad, entre los carabineros se contaba gente de todo pelaje, y no se atrevía a verse perjudicado por la acusación de alguno de sus propios hombres.

—Padre, venimos hablando desde hace muchos años. Sé que usted es fiel a sus creencias y principios, yo también lo soy, pero está perjudicando al mundo. Ese documento que ocultan desde hace ochocientos años podría hacer mucho bien a la humanidad. Ya no existe peligro de que los mahometanos lo utilicen contra los cristianos, ahora sólo puede favorecernos.

Era un razonamiento que el abad conocía bien.

—El mal no sólo proviene de los que no conocen a Cristo. También puede venir de quienes lo conocen y lo traicionan.

—Nosotros no hemos traicionado a Cristo, quizá sí a la Iglesia, a esta Iglesia que posee poder y riqueza, que cobra indulgencias a opulentos señores y condena al pecado de la miseria a quienes no comulgan con sus creencias. ¿No me diga que usted sí cree en esa Iglesia?

—Yo creo, Excelencia, en la Iglesia del amor a Cristo, la he vivido toda mi vida. Ni su Excelencia ni nadie me harán profesar otras ideas.

Mendizábal se sentía cada vez más colérico.

—No comprende que podríamos alumbrar al mundo.

El abad le miró a los ojos.

—Excelencia, ¿de verdad creéis que le dejarán hacerlo? No seáis ingenuo. Se utilizaría para la guerra, para la acumulación de poder, para el enaltecimiento de los enemigos del Señor. Sus intenciones pueden ser buenas, no sus debilidades. Lo veo en el fondo de su mirada —aseguró mientras lo observaba fijamente—, su Excelencia considera que hace el bien y no es puro, está contaminado por la política, por las ansias de expansión, por el miedo. No, su Excelencia tampoco sabría usarlo.

La cara de Mendizábal se desencajó en un rictus de cólera.

—Si yo no lo tengo, no lo tendrá nadie —gritó mientras empujaba al monje contra la ventana de su despacho.

El abad sintió miedo.

—No me importa lo que pueda pasar. Si no me da el manuscrito, usted será quien más pierda, ¿entiende?

Mendizábal estaba fuera de sí. Decenas de venillas rojas se dilataban en sus globos oculares, sus manos crispadas agarraban el hábito del monje y sus dientes se cerraban una y otra vez en un perturbado movimiento frenético. El abad transpiraba.

—Es la última... —Unos golpes en la puerta le interrumpieron y un sargento de carabineros entró sin esperar a ser llamado.

El presidente del Gobierno soltó al abad y trató de recomponerse.

—Excelencia, acaban de traer un mensaje urgente de Madrid.

Mendizábal lo tomó con violencia.
Señor Presidente, urge que regrese cuanto antes a Madrid. Los generales que usted y yo teníamos previsto licenciar tienen buenos amigos. Han logrado concertar una cita con la Reina Regente para la tarde de mañana. Si Su Majestad atiende sus requerimientos, podríamos vernos en un aprieto. Le ruego, por tanto, que vuelva lo antes posible. Firmado: Don Idelfonso Díez de Rivera, Ministro de la Guerra.

Mendizábal se giró hacia el abad.

—Debo regresar a Madrid pero esto no va a quedar así. En cuanto solucione algunos asuntos que reclaman mi presencia en la capital, volveré a entrevistarme con usted, padre. Entretanto permanecerá recluido.

Cogió su sombrero y salió del despacho con brusca rapidez. El abad se sentó ante la mesa de su escritorio, miró hacia la puerta abierta y suspiró.

—No habrá próxima vez.

Rayando el alba, en un llano ya casi a las puertas de la ciudad, el hermano Gerard se sentó en un tronco derribado, abrió el morral y sacó una navaja, queso, pan y un pellejo de medio litro de vino que había comprado en Burgos. Levantó el pellejo y se echó un trago largo, descansado, de esos que pueden durar toda una mañana, y no había terminado de bajar el cuero cuando sintió una voz canturreando.

Un hombre de mediana edad salía de entre los matorrales. De aspecto patibulario, con una cicatriz en el ojo derecho y una barba de pocos días, caminaba anudándose la cuerda que ataba sus pantalones. Al entrar en el claro, el individuo descubrió al monje. Su gesto fue de sorpresa, aunque de inmediato relajó los músculos de la cara.

—Buenos días nos dé Dios —saludó el hermano Gerard.

—Buenas días —replicó el desconocido, esgrimiendo una sonrisa medio desdentada, con raigones negros colgando de sus encías.

El individuo se acercó lentamente hasta llegar a unos pasos del hermano Gerard.

—¿No tendrá usted algo de
comé,
compadre? Hace día que recorro los campos de un sitio
pa
otro en busca faena. Ya sabe que la cosa está harto difícil
pa
un pobre.

El fraile dudó unos segundos y luego cogió el queso, lo partió por la mitad y se lo ofreció al desconocido.

—No puedo darte más.

El individuo abrió su boca en una sonrisa grotesca y, con gesto ansioso, se apoderó del queso y lo engulló sin apenas detenerse a tragar.

—¿No tendrá
má?

—Aún me queda mucho viaje —respondió el monje—. Quizá pueda darte algo de pan.

El desconocido asintió y el monje cortó el pan en dos pedazos y le entregó uno de ellos. Se lo metió en la boca y, antes incluso de tragar, volvió a hablar al hermano.

—Quizá me podría dar algo

de ese queso y ese pan, y también de ese vino.

El hermano Gerard dio un paso atrás.

—Hijo, te he cedido todo lo que estaba en mi mano. Debo guardar el resto para mi propia manutención, ¿lo entiendes, verdad?

—¿Hijo?

El monje enmudeció.

—¿No será
usté
uno de eso que huyen de los monasterios?

El hermano Gerard no sabía qué contestar a esa pregunta.

—Debo proseguir mi camino.

El individuo se metió la mano en los pantalones y sacó una faca herrumbrosa y mal afilada.

—Sigo teniendo hambre.

El monje miraba en todas direcciones pero no había nadie que pudiera auxiliarle.

—Te ruego que lo pienses bien. El Señor no protege a asesinos.

—Dile a tu
Señó
que me dé pan y vino. Y si no dámelo tú.

El hermano Gerard retrocedió un paso lentamente y su atacante adelantó dos. Ahora ambos estaban a un palmo de distancia. El individuo levantó la navaja con la mano derecha a la altura de la boca del monje.

—Hermano, irás al infierno.

El individuo rió, se limpió la boca y la nariz con el dorso de la manga y le puso el cuchillo en la garganta mientras con la otra mano asía fuertemente el morral. Los dos forcejaron unos segundos.

—¿No crees en el infierno, perro? —Preguntó una voz.

Todo fue muy rápido entonces. Un golpe, las manos sin fuerzas del desconocido, su cuerpo en el suelo. El monje mantenía aún agarrada la bolsa. Su salvador inclinó levemente la cabeza en señal de saludo y apuntó hacia el camino, donde esperaba un carruaje negro.

A esas horas matutinas el frío apretaba camino de Madrid. Mendizábal se encogía dentro de su abrigo y la tierra helada de Castilla se deslizaba con desgana a los lados del carruaje. Murmuró enfurruñado al acabar una calada violenta de un puro de fina factura, un poco por las sacudidas del carro un poco porque veía que se escapaba la última oportunidad de conseguir el manuscrito. Era el momento de pensar, de sobreponerse, o tal vez de actuar.

—Cochero —llamó a través de la ventanilla—. Desviémonos hacia Caleruega.

El cochero refrenó los caballos, buscó un lugar amplio para girar y reemprendió el camino. Mendizábal, en el interior, sonreía. Estaba seguro de que Esteban de Reguera le auxiliaría. ¿No habría de hacerlo cuando tanto compartieron? De Reguera era un pequeño burgués que había adquirido una buena porción de tierra en la comarca haría unos quince años. Por aquel entonces, Mendizábal era un hombre de negocios interesado en los libros de Silos y en las tierras de la zona. Una y otra cosa le llevaron a conocer a De Reguera, y ambos trabaron amistad.

—Excelencia, ¿a qué debo este inmenso honor?

De Reguera había sido avisado por dos carabineros que se adelantaron al carruaje, y esperaba algo emocionado ante el gran portalón metálico de su finca acompañado por dos hombres, seguramente criados.

—No seas rastrero, amigo Reguera. He venido a visitar a mi compañero de antiguas correrías. ¿O es que no te acuerdas ya?

—¡Cómo iba a olvidarlas! —Mendizábal bajó del coche apoyándose en el brazo de su antiguo amigo y se puso una mano a modo de visera para evitar el poco sol de mediodía que les iluminaba—. Si vuestra Excelencia era un peligro en aquellas tertulias de café, siempre tan incendiario y con tantas ganas de revolución.

—Tiempos felices los de la juventud. Pero quedaron atrás amigo Reguera, quedaron atrás. No hay que vivir del pasado, y menos ahora, con tanto trabajo, como te figurarás.

De Reguera y el presidente del Gobierno caminaban en dirección a la casa, una mansión sencilla de dos plantas y tejado a dos aguas, con un pozo en el patio delantero.

—Disculpe, Excelencia, el estado de mi hogar.

Mendizábal negó con la cabeza y se adentró en la casa.

—Acompáñeme al estudio, allí estaremos más cómodos y podremos recordar nuestras andanzas. —De Reguera señaló una habitación con una doble puerta entreabierta. Tras ella, alfombras, cojines, un hermoso butacón de fieltro rojo, varios tapices colgados de las paredes, una suntuosa biblioteca, y cuatro sillas de caoba alrededor de una mesa del mismo material; y sobre ella un plato con pastas, dos copas y una botella de jerez.

—Bueno, amigo Reguera —dijo Mendizábal una vez que se hubieron acomodado—te preguntarás qué hago yo a estas horas en este diminuto pueblo, en lugar de estar en Palacio.

De Reguera llenó las copas, alzó una de ellas y esperó a que el presidente cogiera la otra.

—Imagino que para brindar por los viejos tiempos, Excelencia.

Mendizábal sonrió.

—No, aunque también. —Elevó la copa y dio un trago largo. Cuando hubo terminado dejó la copa en la mesa y miró a su anfitrión—. He venido a ver a tu hijo.

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