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Authors: Ezequiel Teodoro

El manuscrito de Avicena (43 page)

BOOK: El manuscrito de Avicena
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—Pero la cita dice palabras, no palabra.

El médico confirmó mientras reflexionaba. ¿Qué podía significar? ¿Eran varias palabras? ¿En qué idioma? No disponían de tiempo para detenerse en esos detalles y el doctor Salvatierra lo sabía. Sacudió la cabeza apesadumbrado y se sentó, sentía que aquello se acababa.

—Vamos, doctor, no te rindas, seguro que encontramos la solución —Alex no se iba a dar por vencida—. ¡Javier, la linterna!

El agente se giró y la miró con extrañeza.

—¿Cómo la linterna? ¿Y ese?

—Nos hace falta aquí.

Javier permaneció en silencio. Desde donde estaba no podía ver a Alex ni al médico, la luz no alcanzaba hasta allí, si le entregaba la linterna el desconocido tendría ventaja sobre ellos, él debía conocer perfectamente la iglesia. No iba a dejar a oscuras la nave, sin vigilancia estaban perdidos.

—¡Toma! —El agente apuntó a Alex con la linterna y le arrojó la PDA—. Apáñate con esto.

La pantalla de la PDA apenas iluminaba y además no contaban con tiempo. Aún así, Alex se agachó junto a la pila bautismal y comenzó a buscar en la base de piedra. Examinaba uno a uno los ocho lados mientras el médico permanecía sentado observándola, sin conocer qué trataban de averiguar no llegarían a ninguna parte, se lamentaba el doctor.

Una vibración interrumpió el trabajo de Alex. Era un correo electrónico en la PDA. Miró a Javier, el agente no se había percatado, seguía atento a cualquier movimiento que se produjera, temía, imaginaba la inglesa, que en cualquier momento intentasen atacarles, y no le falta razón.

—Tienes un mensaje en tu móvil.

Javier asintió sin darle importancia, qué más daba en una situación como esa, podrían matarlos en este momento, ¿por qué se preocupaba por un mensaje? Se volvió de pronto.

—Puede ser de la oficina, envié un correo con la imagen escaneada. Ábrelo. —Javier regresó de nuevo a su vigilancia, de reojo creyó percibir el movimiento de una sombra mientras hablaba con Alex y ahora no estaba seguro.

La inglesa pulsó el icono del mensaje y éste se desplegó.

«Agente Dávila al aumentar la imagen hemos descubierto que algunas letras se han borrado con el paso del tiempo. El resultado de nuestro estudio es el siguiente:

AOUESTEDIUEX

LÀOÙEST8DIUEX».

Como supone es francés.
Là où est huit diuex,
Ahí dónde es ocho dioses».

—¡Lo tenemos!

El médico se irguió en un movimiento que a Alex le pareció sorprendente para su edad y, sobre todo, para su estado anímico, y se acercó hasta la pila bautismal.

—Comienza por la imagen del manuscrito hacia la derecha, la izquierda es el pecado. Busca un ocho, tenemos que encontrar un ocho.

Alex se arrodilló e inició la búsqueda con la mirada del doctor persiguiéndola, sin embargo, acabó una vuelta completa a la pila bautismal sin hallar el ocho ni ningún otro número. De rodillas giró la cabeza hacia atrás para ver al médico, éste mantenía la vista fija en algún punto en concreto de la pila, Alex siguió la dirección de su mirada, ¿qué había encontrado? Sus ojos se detuvieron en la imagen del manuscrito, no había nada que ver, una serie de letras y ningún ocho. Acercó la pantalla de la PDA y forzó un poco la vista, ahí estaba, en una esquina, muy pequeño, no era un ocho sino ∞ el símbolo del infinito.

—¡Lo hemos encontrado! —Gritó Alex.

—No puede ser. ¿Cómo va a ser?

—¿El qué? Hemos encontrado la pista que nos daba la frase, además no resultaba muy lógico eso de ocho dioses.

—No lo entiendes, no puede ser. El símbolo del infinito no fue usado hasta casi el siglo XVIII. ¡¿Cómo pudieron esculpirlo en la Edad Media?!

Alex no le contestó, quería acabar con aquello cuanto antes. Pulsó sobre el símbolo del infinito y oyó un clic seguido del movimiento de varios engranajes.

—Lo hemos encontrado, esto se mueve Javier.

Las piedras que circundaban la pila comenzaron a separarse, deslizándose una debajo de la otra hasta construir una escalera de caracol.

—¡Bajad! —Ordenó Javier desde la entrada.

La inglesa y el médico se precipitaron hacia la intensa oscuridad del subsuelo. Unos pasos por detrás les seguía Javier, afortunadamente el desconocido no había dado nuevas señales de vida. Cuando alcanzaron el piso inferior, volvieron a oír el mismo sonido que precedió a la apertura de las losas.

Estaban atrapados.

Capítulo XII

1836 de la Era Cristiana... 1252 de la Hégira...

El presidente del Gobierno sabía que a partir de esa firma la situación cambiaría inexorablemente. Los años de búsqueda, los callejones sin salida, todo se vería despejado una vez firmara el decreto de desamortización, al que ni siquiera la reina María Cristina había podido encontrar objeciones. Después, el secreto del manuscrito de Avicena estaría al alcance de su mano; no había vuelta atrás, ni para él ni para otros muchos que, como él, llevaban acechando largo tiempo las circunstancias apropiadas para variar los destinos de España.

Tomó la pluma, introdujo la punta en el tintero, retiró con un gesto la tinta sobrante y firmó con dos trazos. Su firma, en alguna ocasión se lo habían mencionado, era esquemática, reducida, demasiado insignificante para un hombre de su posición, aunque él no se detenía en esas minucias. Sus años en la logia le habían permitido adelantarse a méritos y posiciones, y ahora sólo se preocupaba de adquirir el conocimiento, como le habían enseñado sus hermanos en la luz.

Tras releer el documento, sonrió abiertamente, levantó la campanilla de su mesa y la agitó con suavidad. Enseguida pasó un ujier de largas patillas y casaca de paño azul.

—Lleve esto a Don Garcés, por favor.

El ujier cogió la carpeta que le ofrecía el presidente del Gobierno y se retiró con una reverencia exagerada. A Juan de Dios Álvarez Mendizábal le asqueaba la actitud servil; él, hijo de un comerciante venido a más, llevaba a gala no haberse inclinado jamás ante nobles o monarcas.

En ese momento le vino a la cabeza el abad. Hacía ya cinco años de su última visita al monasterio, sin embargo aún le recordaba como si hubiera sido el día anterior. Ojos enterrados entre tensos párpados y bolsas carnosas y azuladas, una calva amplia con unos pocos pelos en las sienes, manos de largos y pringosos dedos, dos finos labios humedecidos por la punta de una lengua que asomaba de tanto en tanto y un cuerpo espigado dentro de un hábito áspero y maloliente. Le odiaba. Odiaba su terquedad, su empecinamiento durante tantos años. En los tres últimos lustros le había impedido hacerse con el manuscrito hasta una decena de veces pero ahora, lo anticipaba con certera precisión, le devolvería el golpe. Sonrió y se dirigió a la ventana; en el patio, bajo el sol del mediodía, una escuadra de carabineros se ejercitaba en el uso de las armas.

Los monjes andaban muy atareados. Desde que se promulgó el decreto no habían disfrutado de un momento de descanso, todos debían colaborar en la mudanza de los libros; el hermano bibliotecario se encargaba de la clasificación de los códices y los monjes, una vez que preparaban su marcha, recibían diez volúmenes y buscaban un lugar dónde ocultarlos.

—¿Terminaremos a tiempo? —Preguntó el abad.

—Padre, llevamos días trabajando y aún no hemos sacado ni la décima parte de los libros. No creo que podamos trasladarlos todos antes de que lleguen las tropas del Gobierno —admitió el hermano bibliotecario.

La oscuridad ya se les echaba encima. El abad prendió el cabo de la única vela que descansaba sobre su mesa y apoyó la espalda en el respaldo de la silla, haciendo crujir la frágil madera.

—Quizá —añadió el hermano— deberíamos adelantar el traspaso.

—¿Tú crees? ¿No será mejor esperar a que todos abandonen el monasterio?

—Dios nos ha enviado una dura prueba, padre. Debemos hacer lo posible por cumplir con la misión que nuestros antecesores nos legaron.

Su superior le miró con ojos borrosos. Habían pasado ya veinte años desde que el anterior abad, su predecesor en el cargo, le citara en ese mismo aposento para hablar sobre el manuscrito. Después, ya con la responsabilidad de liderar la congregación, comenzó a sufrir el acoso de Mendizábal. Ahora, el Gobierno y el poder que le otorgaba la desamortización lo habían convertido en un enemigo muy peligroso.

—Tienes razón, hermano. Llama a tus sucesores y yo convocaré a los míos. Quiero que la transmisión se haga al mismo tiempo, tras la hora Nona.

—Se hará como ordene.

El hermano regresó a la biblioteca, donde aguardaban los monjes que aún no habían partido; se fijó en los centenares de libros que vestían los estantes y expresó una queja sorda, recogió diez volúmenes sin reparar en sus títulos, ya no había tiempo para efectuar un trabajo ordenado, y se los entregó al hermano boticario.

—Procura esconderlos en buen lugar, hermano.

En la penumbra de la biblioteca se veían pobremente las caras de los monjes pese a los cirios prendidos.

—Así lo haré. No te preocupes, mi primo canta misa en un villorrio de Asturias. Estoy seguro de que allí podré guarecerme hasta que Dios nos traiga de nuevo. No puede durar mucho tiempo, ¿verdad?

—Eso únicamente lo sabe Dios. Confío en que Él oiga nuestros ruegos.

Terminada la entrega al boticario, el hermano bibliotecario repitió la operación unas cuantas veces más. Después se limpió el sudor de la frente con la manga del hábito y se dirigió a los veinte o veinticinco frailes que no se habían marchado todavía de la biblioteca.

—Hermanos, ya casi es la hora Nona —elevó la voz—. Debo retirarme con los hermanos Gerard y Tomás. Aquellos que aún tengan las manos vacías escoged diez libros cualquiera y retiraos. Ya no podemos hacer nada más.

Los monjes salieron en un silencio tenso. Los últimos en abandonar la biblioteca fueron el hermano bibliotecario y los hermanos Gerard y Tomás; los tres monjes cruzaron la puerta este, que comunica con el claustro, y se dirigieron al ala de las celdas. El patio permanecía oscuro y nada se oía salvo el eco de sus pasos.

Una vez en la celda del hermano bibliotecario, los hermanos Gerard y Tomás se arrodillaron; el bibliotecario encendió una diminuta vela, cogió una Biblia y se situó ante ellos. El hermano Tomás sentía en sus rodillas el frío suelo pero no se movía.

—¿Aceptáis que vuestro único deber será desde ahora preservar la luz? —Preguntó el hermano bibliotecario

—Aceptamos —dijeron al unísono los dos monjes arrodillados.

—A partir de este momento seréis guardianes de la luz. —Dejó la Biblia sobre la mesa y cogió una bolsa de piel de cabra—. Hermano Gerard, tú serás el depositario de la copia.

Después se acercó al hermano Tomás, le susurró al oído unas palabras y el hermano Tomás asintió.

—Marchad tan pronto como estéis listos. Escoged dos caminos opuestos y nunca desveléis vuestro secreto. Cuando tengáis noticias de la recuperación de la congregación, regresad. Y si veis cerca la casa del Señor, escoged entre los clérigos un sucesor digno de vuestra mercancía, para que en su momento pueda transmitir su cometido al nuevo bibliotecario. Partid.

A unos metros de distancia, en la celda del abad, se celebraba idéntico ritual.

—Hermano Francisco, serás el custodio del libro. En tus manos estará ocultarlo a ojos del mal en tanto Dios no se levante para convertir la espada en pan de vida y el odio en amor.

A continuación, el abad habló al hermano Andrés.

—Tú conservarás el nombre del lugar dónde el poder fue protegido. —Se aproximó al monje y susurró una palabra. Acabada la ceremonia, les dijo que debían escoger sendas divergentes y esperar a que Dios corrija las injusticias del hombre, trayéndolos nuevamente al monasterio.

Minutos más tarde, el abad y el hermano bibliotecario se cruzaron camino de la iglesia, ambos pretendían elevar sus plegarias al Altísimo por el bien de esta empresa. Los dos se miraron con ojos cansados.

—Ahora tenemos otra responsabilidad. No hemos podido sacar ni una cuarta parte de los libros, era imposible.

El abad asintió.

—No te apures, tengo la solución.

Tres horas después dos monjes trabajaban con rapidez para rematar el embaldosado mientras el abad y el bibliotecario les contemplaban inquietos. Habían acordado servirse de la cámara existente entre la bóveda de la botica y el suelo del archivo para construir un almacén secreto que ocultara los libros del Monasterio de Silos. Sólo ellos, los dos hermanos encargados de la faena y los otros veinte que colaboraron en el traslado sabrían de su existencia.

Acabado el enlosado, el abad conjuró a los dos monjes a guardar silencio. Luego se sujetó del brazo del hermano bibliotecario.

—Ahora, vayamos a rezar a la Iglesia, pues sólo nos queda esperar al Gobierno.

—¿Esperar? Debemos huir, padre. Únicamente quedamos vos y yo.

—Hermano, ambos somos demasiado mayores para comenzar una nueva vida.

El hermano bibliotecario sabía que los hombres de Mendizábal eran capaces de torturarles.

—Si así ocurre, el Señor sabrá alentarnos para permanecer fieles a sus enseñanzas. Si hemos de ser mártires por la fe, que así sea —sentenció el abad.

Sobre el monasterio enormes y negras nubes amenazaban con descargar. Los dos monjes cruzaron con lentitud el claustro acompañados por el crujido de las ramas del solitario ciprés del patio, azotadas por una débil y helada brisa de noviembre. Las figuras de los bajorrelieves de los muros parecían bailar ante las velas que portaban.

—Padre, ¿cuándo volveremos a ver corretear a los novicios por estos pasillos?

—Me temo que no tendremos ya ocasión —respondió el abad—. Nuestra senda, si el Señor nos lo permite, está más cerca ya de esta imagen —señaló el relieve de la Resurrección— que de la vida que nos precede.

Mientras pensaban en ello sintieron caer de repente una lluvia furiosa sobre el tejado. Cuando ya se decidieron a continuar hacia la iglesia, el ruido de las ráfagas de agua que aseteaban las tejas se tornó más grave, como si un millar de tamborileros rompieran sus pellejos en rápida cadencia. Cascos de caballos.

—Hermano, encomendémonos de nuevo al Señor. La hora del oprobio está avanzada.

Ya era noche cerrada cuando un veintena de carabineros a caballo alcanzaron las puertas del Monasterio de Silos escoltando un carruaje de negro azabache —salvo las ruedas, de un escarlata encendido—tirado por cuatro percherones grises. Dentro, dos monjes corrieron hasta el portalón, no convenía hacer esperar a los guardias, retiraron la tranca y dieron la bienvenida a los uniformados. Los carabineros, de chacó, levita y pantalón azul, casi negro, desmontaron; uno de ellos abrió la portezuela del carruaje y otro desplegó un paraguas. Un minuto después, el presidente del Gobierno gustaba de las entradas teatrales, Juan Álvarez de Mendizábal descendió del carro y se acercó al abad.

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