El manuscrito de Avicena (41 page)

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Authors: Ezequiel Teodoro

BOOK: El manuscrito de Avicena
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Casi· sin proponérselo, Javier había dado con la casa matriz. La iglesia poseía dos alturas y había sido rematada con un tejado a dos aguas. Su construcción debió efectuarse a lo largo de al menos un siglo puesto que se conformaba como una amalgama de distintos estilos, desde el románico al gótico tardío. Además, desde la conclusión de la obra fueron introduciendo modificaciones que alteraron el aspecto más o menos uniforme de sus comienzos. La sensación que inspiraba al médico era de un reducto más que de un lugar santo, probablemente por la época en la que se levantó, en la que las iglesias eran utilizadas para resguardarse de los enemigos. Detrás, entre la iglesia y la colina, se encontraba la torre, con seis ventanales en cada una de sus fachadas.

Donde la madre se asienta sobre Roma.

La siguiente frase extraída del libro era aún más enigmática que la anterior.

—Creo que para encontrar el significado debemos entrar en la iglesia —sugirió la inglesa.

Se dirigieron al pórtico de entrada, un arco de medio punto cerrado por una cancela de hierro forjado y flanqueado por cuatro ventanas, también rematadas por arcos de medio punto y enrejados con idéntico dibujo al de la puerta. El lugar por el que se accede al interior está situado ante una pequeña explanada con un retorcido árbol de mora apuntalado con maderas y cemento. Parte del patio que antecede la entrada a la iglesia está cubierto de césped, con grandes parchetones desnudos por la acción del tiempo. A la sombra del árbol yace una losa con un dibujo poco definido, tal vez una espada, tal vez una cruz. Javier se detuvo un momento ante lo que sin duda era una tumba. Esa espada/cruz de nuevo.

Empujó la verja y se adentraron en una especie de antesala previa al verdadero acceso a la iglesia, una enorme puerta de roble macizo. Alex caminaba en medio de sus dos compañeros. Se detuvieron ante la puerta, Javier buscó en uno de los bolsillos de su chaqueta y sacó algo que el médico no alcanzó a ver.

—Es una ganzúa.

El agente se agachó para observar la cerradura.

—Está muy oxidada, será difícil.

No existía demasiado espacio para trabajar, de modo que el doctor Salvatierra se alejó de la puerta y se sentó en el suelo apoyándose contra la pared mientras Javier manipulaba la cerradura.

—Alex ven aquí un momento.

La inglesa apenas había abierto la boca desde lo de la trampilla. Sólo el hallazgo de la virgen parecía haberla traído de vuelta; el médico intuía que debió ser duro para ella. La joven se acomodó a su lado.

—No hemos tenido tiempo para hablar. ¿Cómo te encuentras?

—Cansada y triste.

—¿Triste?

Alex asintió. Haber caído por aquel pozo negro y estar a punto de morir no hubiera sido suficiente, fue su memoria la que la dañó. Recordar durante aquellos segundos su existencia junto a su padre, volver a verle, sentir su presencia, no estaba preparada ni lo esperaba.

—Alex, yo he pasado por algo parecido, créeme. —La joven lo miró con perplejidad—. Perdí a un hijo hace cuatro años; desapareció, así, sin más. Silvia y yo jamás supimos qué ocurrió con él, si se marchó o fue secuestrado. Nunca lo averigüé.

Alex puso su mano sobre la del médico.

—Pero es mucho peor porque la culpa fue toda mía. Le exigí demasiado, le empujé a hacerlo... —El doctor hablaba sin posar sus ojos en ningún punto en concreto, ahondando en su propia memoria, después calló de repente, pareció recordar a Alex allí a su lado, y se giró para mirarla directamente—. ¿Cómo era tu padre contigo?

—Tenía siempre mucho trabajo, viajaba de acá para allá, a excavaciones, a museos, aunque siempre regresaba a casa para estar conmigo. Los veranos eran espectaculares, una vez me llevó a Egipto para leer jeroglíficos recién descubiertos en un templo, en otra ocasión viajamos a Mongolia, donde le habían encargado traducir unos escritos de un dialecto del mongol, el baarin; recorrimos toda Asia central. —La joven sonreía con un punto de nostalgia en la retina.

—Entonces puedes decir que disfrutasteis el uno del otro. Quédate con eso Alex, muchos no tenemos tanta suerte.

Javier les interrumpió.

—Ya está. Me ha costado, pero he conseguido abrir la puerta sin cargármela.

El médico se levantó con dificultad ayudado por Alex. Estaban intranquilos, no sabían qué podían encontrar ahí dentro. Javier empujó las puertas y entraron. Fuera había atardecido y la luz apenas se filtraba por las ventanas de coloridos cristales, de modo que la nave se encontraba en penumbra. Se adentraron acompañados por el eco ruidoso de sus pasos.

—Hay lámparas —Javier señaló tres enormes arañas colgadas del techo por largas cadenas de color negro—. Debe haber un interruptor en algún sitio.

Encendió su linterna y buscó en las paredes mientras Alex y el doctor Salvatierra permanecían en la entrada, acobardados ante las sombras que dominaban la iglesia.

—Aquí —descubrió el agente.

—No creo que funcione —contestó la inglesa con una voz que retumbó en las paredes ante su sorpresa.

—No lo sabremos hasta que lo hayamos pulsado.

El agente apretó el interruptor y una luz débil se encendió desvelando una claridad mortecina que proporcionaba un aspecto fantasmal a todo lo que tocaba.

—Ves como no hay que sacar conclusiones precipitadas —se burló desde donde estaba.

Ninguno de los tres se movió durante unos instantes. La sensación de fisgar en un santuario que parecía dormido hacía siglos les aturdía. El lado más alejado del presbiterio ofrecía una imagen horizontal, robusta, románica decidió Alex, pero los muros buscaban la verticalidad a medida que se acercaban hacia al altar, las columnas se ramificaban hasta transformarse en árboles de piedra que sostenían un techo de arcos apuntalados de magnífica factura gótica. Sobre el camarín un enorme retablo dorado de cuatro alturas y catorce escenas relacionadas con Cristo, la Virgen y algunos santos, probablemente nacidos en las inmediaciones de Valdeande, o eso le pareció a la inglesa. Lo más llamativo para Alex fueron las dos imágenes, pertenecientes a un indio americano y a un conquistador español, en sendos medallones que remataban el retablo en su cúspide. Tuvo que ser encargado por algún lugareño que prosperó en las Indias tras la conquista y regresó con una pequeña fortuna, pensó.

No habían finalizado su somera inspección del entorno cuando un sonido extraño les impresionó, Alex reconoció el mismo sonido que a ella le había atraído. Procedía de la torre.

—Yo he oído eso antes. En aquella casa. —Se apretó contra el cuerpo del médico.

—Lo único que quieren es asustarnos —dijo el médico—. Reconoce —agregó dirigiéndose a Alex— que con aquella trampa no te hubieran matado. Quizá un buen golpe y alguna contusión, eso sí, o como mucho una pierna rota, pero no era fácil que hubiera pasado de ahí.

—Es verdad —intervino Javier—. Además, el alero se desplomó justo antes de que pasáramos por debajo, sólo necesitaban unos segundos más para hacerlo caer sobre nosotros.

—Puede que tengáis razón —dijo Alex sin demasiada confianza. El razonamiento del doctor Salvatierra y del agente no la convencía. Allí había alguien que podía dañarles, no lo había hecho hasta ahora pero eso no quería decir que siempre tuvieran tanta suerte.

De pronto el sonido desapareció tal como había llegado a sus oídos. Aunque eso no les tranquilizó, se miraron expectantes. ¿Ahora qué?, parecían decirse con los ojos. El médico le apretó la mano a Alex, Javier se había acercado a ellos.

—Debemos empezar, es tarde —recordó el agente.

Sus pupilas se habían acostumbrado a la escasa luz eléctrica de las lámparas y ya apreciaban con claridad los contornos de los bancos, el perfil horizontal del altar, el muro de ladrillos que cerraba la iglesia bajo el coro, el propio coro, de madera oscura.

—Sí, sigamos con lo que nos ha traído —añadió el médico—, sea lo que fuere, aún no está aquí. Lo importante es que no nos separemos.

Luego, el doctor Salvatierra señaló el retablo sin decir ni una palabra más y se dirigió hacia allí con decisión. Alex y Javier le vieron alejarse hasta el fondo de la nave. Acto seguido, la inglesa se dio la vuelta y se fijó en la puerta, era mejor comenzar por el principio. La madera había perdido el brillo del barniz, desvió la mirada hacia los bancos más cercanos, también aparecían descuidados. Quien quiera que cuide de aquello no se preocupa de su conservación. Junto a la puerta descubrió una frase, en realidad una palabra, escrita en uno de los sillares de la pared, justo a la altura de sus ojos.
AOUESTEDIEUX.

—¡¿Podéis venir un momento?!

Javier se volvió, se había retirado unos metros, hasta situarse bajo el coro. Alex le hacía señales. Al agente le fastidiaba ese tono de exigencia en sus palabras pero gruñó una respuesta, algo así como ¡ya va! o ¡ahora! La inglesa no lo entendió aunque le vio acercarse.

—¿Qué puedes leer aquí? Podría ser castellano antiguo, no conozco tanto vuestra lengua, o tal vez francés.

—Aqueste... —dijo Javier—, no sé, no logro descifrarlo.

El médico continuaba ante el retablo.

—¡Doctor!

Alex prefería la opinión del médico. Confiaba más en este hombre que en cualquier otro, le había salvado la vida pese a..., se obligó a no pensar en aquello. Aún le atormentaba.

—Sí, parece que han escrito «aqueste», pero el resto de la frase se me escapa también —confesó el médico—;
Dieu
es Dios en francés.

Entretanto, el agente había extraído un aparato de su mochila.

—¿Eso para qué es?

—Es un
scanner.
Quizá un examen detenido a una resolución mayor arrojaría algo de luz.

Pasó el instrumento de izquierda a derecha a lo largo de toda la palabra y después lo conectó a su PDA y lo envió por correo electrónico a una oficina del CNI en Madrid. En ese instante, la luz se apagó con un chisporroteo.

Azîm el Harrak gritaba colérico. El infiel a su servicio le había comunicado que todas las agencias de información están al tanto de su operación y en estos momentos trabajan en colaboración. Desconocía cómo alcanzaron ese nivel de cooperación, pero no era nada bueno para la ejecución del
Día del Juicio Final.

—Debes pegarte a ellos en todo momento.

—Señor, no sé si podré. No se fían de nadie —le aseguró el infiel.

—No me pongas excusas... —bramó El Harrak—. Hasta que el documento esté en nuestro poder estarás comprometido al cien por c1en.

La voz calló al otro lado del teléfono.

—¿Entendido?

—De acuerdo, señor.

—Respecto a la mujer, Nasiff ya la tiene en lugar seguro. En cuanto el médico nos confirme que ha conseguido el manuscrito, deberás trasladarte al lugar elegido para el intercambio. Me interesa que tú estés presente, sería fácil engañar a mis hombres con otro documento de similares características... Si todo va según lo acordado, Alá sabrá recompensarte —agregó condescendiente—, sin embargo guárdate bien si las cosas no se solucionan como esperamos.

El terrorista cortó la comunicación aún enojado. Dejó sobre la mesa el arma con la que jugaba a menudo y, con un gesto mohíno, abrió en su pantalla el localizador de la zona de intercambio. Allí, sobre líneas que se entrecruzaban, pardeaban varios puntos verdes y uno, mayor que los demás, de color rojo. Era la secuestrada. Todas sus esperanzas residían en esa mujer y, sobre todo, en el amor que sentía el médico por ella. Si el doctor era capaz de encontrar el manuscrito y entregarlo a cambio de la vida de su esposa, comenzaría la última fase de un plan largamente elaborado.

—Por fin veremos cumplidos nuestros sueños, aunque sea tres años después —se regocijó mientras saboreaba un té cargado y caliente, y observaba el tráfico a sus pies, en la Quinta Avenida.

La iglesia había quedado a oscuras. La poca luz que filtraban las vidrieras de colores de los ventanales permitía una escasa claridad grisácea, lo que le devolvió al templo el aspecto tenebroso que les impactó cuando flanquearon la entrada. A los tres les pilló juntos, unos a otros se agarraron de las manos. Si tiene que pasar algo será ahora. El médico respiraba agitadamente. Apretó la mano de Alex y ésta le devolvió el gesto, después se estrecharon el uno contra el otro. A la inglesa también le asustaba la situación.

—Sin luz no vamos a poder continuar la búsqueda —se lamentó

Alex.

El agente extrajo del bolsillo su linterna y la encendió dirigiéndola hacia sus dos compañeros. La luz les cegó por un momento.

—Aparta eso —protestó Alex.

—Creo que con esto podremos seguir —dijo Javier orientando el haz de luz hacia la nave.

De pronto oyeron un estruendo.

—Vienen a por nosotros. —La inglesa dio un paso atrás tirando hacia sí del brazo del médico.

El sonido procedía de todas partes. Vigilaron en derredor, apretujándose los tres entre sí mientras Javier dirigía la linterna hacia todos lados. Pero no descubrieron ningún movimiento en la iglesia.

—¡Ya está bien! Sé que estáis intentando asustarnos. —La voz del agente resonaba en las paredes—. ¡Hemos venido a buscar algo y hasta que no lo encontremos no nos vamos a marchar! Así que ya podéis seguir con vuestras bromitas.

Guardó silencio, esperando quizá alguna respuesta, de cualquier tipo. Nada, todo continuaba igual.

—Se lo hemos dicho ya, ¿no? —Dirigió el haz de luz a sus compañeros para verles—. Ahora continuemos, tu esposa nos está esperando.

—Terminemos cuanto antes —dijo apresuradamente el médico—. Asegúrate Javier de que las puertas están cerradas, al menos no podrán entrar, ya veremos cómo salimos más tarde.

El agente corrió a cumplir la orden.

—Alex, tú has leído el libro. Piensa cómo lo haría el autor, recuerda la frase y busca una intuición, tú eres la experta y no tenemos tiempo para más. —Le puso las manos en los hombros—. Recuerda la historia, imagínate aquella época, en esta iglesia.
Donde se asienta la madre sobre Roma.
¿Quién es la madre? ¿Es su madre?

Cerrados los ojos, por la memoria de Alex se sucedía la historia de los padres del monje, sus sacrificios, su dolor, el manuscrito. Se veía a sí misma, veía la iglesia, la diosa madre, el amor de una madre, el sacrificio también...

—Es la Virgen —dijo en un susurro—. La madre es la Virgen María.

Unos metros por detrás, el agente atravesaba unos bancos delante de la puerta por la que habían accedido al templo. Más tarde deberá encargarse de otra más pequeña que sirve para acceder a la torre, aunque confiaba que de aquella no escapara ninguna sorpresa.

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