El manuscrito de Avicena (49 page)

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Authors: Ezequiel Teodoro

BOOK: El manuscrito de Avicena
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Extrajo su cartera de uno de los bolsillos traseros del pantalón y la abrió, sabía que Javier no lo aprobaría pero no disponían de otro medio para costearse el viaje. Debía recurrir a las tarjetas, de todas formas ya lo había hecho durante el camino.

La inglesa rió ante una pregunta del recepcionista aunque el médico no alcanzó a oírla, y acabó de rellenar la filiación de ambos. Un minuto después caminaban por un pasillo de losas rojas y paredes blancas en dirección a las habitaciones que les habían asignado.

—Qué te parece, doctor, nos querían dar la suite nupcial. Si cuando digo que estás en forma...

El médico esbozó una medio sonrisa.

—Creo que antes de dormir, tomaré algo en el restaurante y daré un paseo por la ciudad —anunció el médico—. Necesito despejarme.

Alex hubiera preferido descansar, si bien no podía permitir que el doctor Salvatierra se perdiera por las calles de Ceuta la víspera del intercambio.

—A mí también me apetece. Si te parece, te acompaño.

El doctor asintió sin demasiada efusividad. Se sentía fatigado, sin embargo su cabeza hervía de dudas y temores ante lo que podía ocurrir la mañana siguiente; no iba a ser capaz de conciliar el sueño, ¿para qué encerrarse pronto? En realidad, lo último que deseaba en ese momento era estar solo.

Una hora más tarde se encontraron en el restaurante. Los dos parecían algo más recuperados, no pudieron cambiarse de ropa aunque sí disfrutar de una ducha caliente que destensó sus músculos y les sirvió de válvula de escape.

El médico la miraba fijamente.

—¿Qué ocurre?

—Quién me iba a decir hace unos días que hoy me encontraría en un hotel de lujo acompañado de una bella señorita, y en este marco de romanticismo. —Señaló las mesas de manteles blancos iluminadas por alargadas velas que dotaban a la sala de una atmósfera sensual.

Alex rió con ganas, como si el mundo fuera de nuevo un lugar transitable, como si las voces apagadas de su padre y el inspector la acompañaran todavía, como si el tiempo hubiera retrocedido y con él sus amarguras. Quería olvidar los malos momentos de los días pasados. Ansiaba evadirse y llegar a pensar que todo había sido una pesadilla, que su padre seguía en San Petersburgo y que jamás había conocido a ningún inspector de Scotland Yard.

—Que galante te has vuelto de repente.

El doctor le guiñó un ojo.

—Ahora que estamos en mi país, y si no te parece mal, me voy a encargar de los platos. ¿De acuerdo?

El camarero esperaba ante la mesa.

—Por supuesto, pide lo que estimes conveniente. Nada muy pesado, por favor.

—¿Qué tenéis que no sea muy lento de digerir?, ¿algo típico de la zona? —Preguntó al camarero.

—Pescado fresco, tenemos el Mediterráneo aquí al ladito. Les puedo ofrecer
aguja palá,
rodaballo, mero, atún y gallo. También pueden degustar coquinas, bogavante y langosta.

El doctor reflexionaba acerca del menú.

—En cuanto a carnes, les podría poner unos pinchitos morunos, además de solomillo y entrecot.

—¿Qué es eso de
aguja palá?

—Pez espada. Aquí la llamamos así.

—Muy bien. Pónganos
aguja palá
para los dos... una para los dos. Ah, traiga también unas barras de pinchos morunos. No ponga mucha cantidad, sólo es para que mi amiga los pruebe.

—¿Le parece bien media docena?

El médico asintió. Luego se dirigió a Alex.

—Los pinchos morunos son la especialidad de la ciudad.

Alex no contestó. Contemplaba el jardín y, detrás, la piscina iluminada. Aquel lugar era encantador. Lástima las circunstancias, se dijo. ¿Qué le habrá sucedido a Javier? Desde luego su acción no habrá gustado nada a sus jefes. Lo cierto es que ahora pensaba que le había juzgado mal. Él ocultó que su objetivo era apropiarse del manuscrito pero ella tampoco fue leal, admitió; desde el principio no pretendió otra cosa que vengarse, la esposa del médico sólo fue una excusa. Ahora se dolía de ello, el doctor Salvatierra la había tratado con una enorme ternura, jera tan difícil olvidar el asesinato!

Durante el resto de la cena ninguno de los dos estuvo especialmente hablador. El médico intentó propiciar alguna que otra conversación de vez en cuando, aunque una y otra vez el tema acababa derivando en el manuscrito, y lo último que querían ambos era hablar sobre las circunstancias que les habían hecho conocerse. En Alex aún estaban recientes las heridas causadas por la muerte de su padre y de Jeff. Temía que si se permitía pensar demasiado en ello acabaría por derrumbarse.

—¿Te ha gustado? —Le preguntó el médico.

—Ah..., sí, sí. —A Alex le costaba centrarse aquella noche—. Me ha encantado. Sobre todo los pinchos morunos, no se parecen a nada de lo que haya probado.

El doctor sonrió satisfecho.

—Los condimentan con especias morunas. Son difíciles de encontrar, aunque en Madrid existen un par de sitios donde los preparan estupendamente —susurró con un guiño—. Bueno, y ahora toca el turno del paseo. ¿Me acompañas o te has decidido ya a volver a tu habitación? Si lo haces por mí, no tienes por qué. Estoy un poco más relajado, sólo necesito airearme un poco, eso es todo.

La inglesa le cogió del brazo.

—No me perdería por nada del mundo un paseo bajo las estrellas contigo.

—Esta vez la galante has sido tú —replicó el médico con una sonrisa bobalicona en su cara.

Abandonaron el hotel sin preguntar por ningún sitio en concreto. Caminaron despacio bajo unas esbeltas palmeras situadas entre dos enormes iglesias. Al médico le trajeron recuerdos de su juventud con Silvia. Dedicaron muchos esfuerzos a sus respectivas carreras pero pudieron viajar: el Congo, Terra Nova, Chile. Todo cambió con el nacimiento de David y el progreso de su esposa en las investigaciones. El médico suspiró y se estrechó contra el cuerpo de Alex. Un poco más adelante se dieron de bruces con un puerto deportivo, decenas de yales amarrados a los pantanales competían en lujo y exuberancia. La memoria de Alex retrocedió de pronto a aquel muelle de Plymouth y a David. Se preguntó qué habría sido de él.

—Sigamos caminando, doctor —rogó. No podía soportar el recuerdo.

Más tarde decidieron detenerse en una especie de castillo medieval levantado en mitad de la ciudad de espaldas al mar. No parecía que fuese muy antiguo, más bien al contrario.

—¿Qué es esto?

Estaba construido a base de sillares irregulares y había sido circundado por un muro de unos tres metros de altura. Se acercaron hasta las escaleras de acceso al recinto, que morían en un pequeño puente de madera que comunicaba con la entrada al edificio. Varios focos iluminaban las almenas y ventanas de fragmentados cristales coloridos, confiriendo al inmueble una apariencia de cuento de hadas. Alex ascendió los peldaños y se asomó. Lo que vio la dejó paralizada. El castillo poseía un foso, una especie de piscina de aguas cristalinas que irradiaba una luz amarillenta, junto a la piscina unas estilizadas palmeras cual vergel caribeño y por aquí y por allá enormes rocas a modo de rompientes marítimos cercando las aguas. La inglesa se adentró en el puente. La piscina, que en la base del castillo era sólo un delgado corredor iluminado, se convertía a ambos lados en un enorme estanque. Y, al fondo, coronando una montaña que cobija a la ciudad una fortaleza de luz.

—Es grandioso —dijo Alex con timidez, casi con temor a romper el hechizo.

—Lo diseñó un artista canario muy famoso, César Manrique.

El médico la había seguido un par de minutos después.

—Lo indica una placa en la fachada, al pie de las escaleras. Se llama
Parque Marítimo del Mediterráneo.
Y la verdad es que no es un título nada pomposo.

Pasaron al interior del castillo y se encontraron con una sala de casino. No se lo esperaban. El aspecto exterior del medievo frente a los naipes, la ruleta, el
black jack.
Alex soltó una carcajada.

—Te juro que pensé que nos encontraríamos con una especie de bar de época o algo así.

—Bueno, esto tampoco está tan mal, ¿no?

La inglesa pidió un gin tonic de
Beefeater
y el doctor Salvatierra un güisqui con hielo. Deambularon por las mesas un rato sin resolverse a apostar, ninguno de los dos se sentía demasiado atraído por el juego aquella noche.

—Es tarde, y mañana debemos estar bien alertas —recordó Alex más tarde.

El médico asintió, pagó la cuenta y la cogió del brazo. Cuando salieron al exterior trataron de coger un taxi pero a esas horas la calle aparecía desierta, caminaron en la dirección que confiaban fuera la correcta y luego torcieron a la derecha. Al pasar por delante de un callejón oscuro Alex intuyó que algo no marchaba bien.

Caminaron un centenar de metros hasta que la sensación de que les seguían se hizo patente.

—Entremos ahí —recomendó la inglesa.

Se metieron en un entramado de casitas blancas repleto de bares y pubs nocturnos, y se internaron en uno cualquiera. El médico apretaba nervioso la mano de Alex. Pidieron una copa y se sentaron en la mesa más cercana a la ventana. La penumbra del local les permitía ver la calle sin dificultad. No pasó un minuto cuando advirtieron la sombra de una persona recortada contra la luz de una farola.

—¿Qué hacemos? —El médico sentía que su pulso se aceleraba. No podía acostumbrarse a esta sensación de peligro.

Alex se levantó y se acercó a la barra. Unos segundos más tarde volvió a su asiento.

—¿Qué has hecho?

—Le he dicho al camarero que están tratando de robar en un coche ahí fuera. Va a llamar a la Policía.

El doctor sonrió.

—Chica lista.

Al poco se oyeron las sirenas de la Policía. Se armó un barullo fuera y la figura que esperaba desapareció. Ese fue el momento que el médico y la inglesa aguardaban para salir y escabullirse.

La sombra furtiva que les había seguido desde que salieron del hotel volvió a su casa. Allí le esperaba Jaliff.

—¿Y bien?

—Son dos: un hombre mayor y una mujer joven.

—¿No les acompaña otro hombre joven?

—No.

—De acuerdo. Has hecho bien tu trabajo —dijo el terrorista—. ¿Y tu hermano? ¿Cuándo vuelve?

Miró el reloj.

—Ya debería estar aquí, ¿no te parece?

La célula que operaba en Ceuta estaba formada por cuatro individuos con muchas ganas pero sin formación ni capacidades para trabajar en la organización. Su función consistía en tener los oídos abiertos cuando era necesario, poco más que eso. En el argot de los terroristas son
durmientes.

—Regresará pronto. Es tan buen seguidor de las enseñanzas de Mahoma como yo mismo. Te aseguro, hermano, que no fallará. Todo estará a punto para la operación de mañana.

Jaliff asintió con cara de preocupación. No le gustaban los aficionados.

—Más os vale. Alá no perdona a los cobardes.

El terrorista se sentó frente al
durmiente
y sacó su arma de forma ostentosa. Quería que él la contemplara, que se regodeara en sus líneas, que le quemasen las manos por cogerla. En los ojos podía ver su ansiedad, su deseo de empuñarla.

Más tarde les entregaría otras parecidas a él y a sus tres hermanos.

Cuando Álvarez descubrió las intenciones de su agente, ya era tarde. El médico y la inglesa iban camino de Ceuta. El director de Operaciones del CNI no tenía mucho tiempo para decidir qué hacer, menos mal que Dávila había colaborado, al menos sabía hacia dónde se dirigían. Hay que actuar con sigilo y rapidez.

—Haz los preparativos, nos vamos para Algeciras. Debemos estar a primera hora de mañana en Ceuta. Elige a dos hombres de confianza y los pones al corriente.

El ayudante dudó un momento.

—¿Qué ocurre?

—¿El agente conocía el lugar hacia dónde se dirigían?

El director de Operaciones del CNI frunció el entrecejo.

—Haz lo que te he dicho.

El ayudante asintió confuso y se volvió, y cuando iba a salir se giró de nuevo hacia su jefe.

—¿Qué hacemos con Dávila?

Álvarez fijó una mirada dura en los ojos de su ayudante mientras daba vueltas al anillo alrededor de su dedo anular.

—Eso déjamelo a mí.

Después levantó el auricular del teléfono y marcó un número.

—Soy yo. Mañana tienes que estar en Ceuta.

—¿Los veré allí?

—Sí. Busca la mezquita de Sidi Embarek. A las once. Lleva el receptor que te proporcioné.

—No sé si estoy listo para...

—No tenemos otra opción —aseguró

—Será doloroso.

—Tal vez pero eres un hombre. Ya es hora de que te enfrentes a ello. —Álvarez fue a colgar cuando se detuvo—. Una cosa más, no actúes hasta que sea necesario, no nos conviene adelantarnos.

Al otro lado del hilo telefónico se oyó un clic. Habían colgado.

Capítulo XIV

El médico despertó muy temprano. Apenas había podido descansar, una pesadilla recurrente le estuvo perturbando el sueño hasta conseguir que se levantara con el cuerpo envuelto en sudor. Medio incorporado en la cama, con la respiración fatigosa y una sensación de angustia en la boca del estómago, recordaba retazos de la pesadilla que le había atormentado. Silvia se alejaba arrastrada por sombras que le tapaban la boca para que no pudiera gritar, David se hundía en un mar negro, como de chocolate, después emergía y pedía ayuda estirando los brazos y las manos, más tarde contemplaba perfectamente a Javier, con la pistola en la mano, dirigiéndose el cañón hacia la sien derecha mientras le brotaban lágrimas rojas como la sangre. Pero lo más enigmático se presentaba al final, Silvia reaparecía rodeada todavía de sombras y le gritaba, sin embargo no podía oír nada, sólo contemplaba sus labios moverse en un silencio estrepitoso que se interrumpía por una voz que no sabía decir de dónde venía y que repetía una y otra vez:
Eres la solución, eres la piedra angular, sin ti todo se acabaría...,
y así varias veces hasta que la imagen se fundía en el mismo mar negro de antes y todo comenzaba de nuevo.

Miró hacia la pared de enfrente. El reloj luminiscente reflejaba las siete y media. Aún era pronto para molestar a Alex. Decidió que sería mejor desayunar en la habitación; llamó a recepción y pidió tostadas, zumo de naranja y café, y después tomó una ducha larga para relajar los músculos. Mientras se secaba oyó unos golpes en la puerta. Supuso que era el desayuno y para su sorpresa se encontró con Alex, aunque acompañada por el camarero.

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