Read El manuscrito de Avicena Online
Authors: Ezequiel Teodoro
Cuando advirtió el contacto con Javier sus piernas flaquearon y resbaló. Suerte que el agente ya le mantenía sujeto por la muñeca.
—Sólo un esfuerzo más, doctor.
En el exterior las estrellas apenas brillaban, ocultas por unas nubes oscuras. Se frotó las muñecas y los antebrazos tratando de masajearse los músculos, el ascenso había sido demasiado duro para su constitución. Sentía pinchazos en ambos brazos y calambres en las piernas. Durará poco, algo de descanso y un par de días de paracetamol y como nuevo. Se había sentado a unos pasos de la losa, era lo que parecía, una tumba, pero de una manera muy diferente a como cualquiera pensaría. Buscó a Javier con la mirada, se había vuelto a tender sobre el césped para buscar a Alex. Apenas le veía la cabeza, pues prácticamente la había introducido por completo en la tumba; el fulgor de la linterna se adivinaba alrededor del agente. ¡Cuánto tarda! El doctor Salvatierra observaba a su alrededor con aprensión, sabía que allí no estaban seguros. De pronto Javier se levantó.
—No sube.
—¿Cómo que no sube?
—Que no sube, ya debería estar aquí. Ahora voy a tener que bajar a buscarla, esto no me gusta nada. Entra en el coche, allí estarás más seguro. —Se acercó hasta el médico, que aún permanecía sentado sobre el césped, y le dio la llave—. Cierra desde dentro.
El médico tomó la llave con temor. La situación volvía a complicarse, no le gustaban las sorpresas. ¿Qué le ha pasado a Alex? Mientras caminaba hacia el coche Javier descendía la escalera de mano hacia el subterráneo. Ese hombre, hacía rato que no sabían nada de aquella persona que los había asustado durante todo el día. No podía ser que se hubiera dado por vencido tan fácilmente; no, no podía ser, en algún lugar de esta iglesia, o incluso de la bóveda, está preparando algo, quizá tenga a Alex. El razonamiento le alcanzó como una luz que se enciende. Estaba seguro, la inglesa se encontraba en peligro. Giró sobre sus pasos y echó a correr hacia la losa, no podía permitir que Javier corriera riesgos sólo, los había metido a los dos en esta aventura para buscar a su esposa, no permitiría que sufrieran ningún mal.
—¡Javier! ¡Javier!
La luz de la linterna se movía unos metros por debajo de él, parecía que le enfocara. Está subiendo, quizá sean sólo imaginaciones. Irán juntos, no se marcharía sin ella; se llevan mal pero no la abandonaría, Javier es un buen chico. Un minuto eterno más tarde vio cómo aparecía el rostro del agente.
—¿Y Alex? ¿Viene detrás?
El agente del CNI acabó de subir. Luego tomó al médico del antebrazo, pensaba que el contacto le vendría bien.
—Javier, ¿dónde está Alex?
—No lo sé. Bajé hasta el subterráneo y allí no había nadie, incluso volví a recorrer el pasillo hasta el osario. Fue inútil, Alex ha desaparecido.
—¡Ese hombre, ese hombre la tiene!
En el instante en el que el doctor y Javier hablaban una sombra caminaba apretando contra sí el cuerpo de Alex.
El comisario Eagan tomó asiento. Sus invitados de aquella noche habían sido escogidos entre lo más ilustre de la sociedad británica, su esposa, Charlotte, llevaba preparando aquella cena hacía semanas. Eagan contempló a su mujer. Brillaba entre tanta vieja cacatúa. Estaba orgulloso de ella como quien se enorgullece de su nuevo porsche o de su caballo en Ascot, le había costado un cuantioso esfuerzo alcanzar esta posición social, y su esposa no era más que el broche de su éxito. Ella creció en una familia acomodada de Myfair, él en Clerkenwell con un padre borracho y una madre ausente; Charlotte asistió desde los cinco años a un colegio de prestigio para señoritas, Jerome Eagan trabajó en los muelles mientras estudiaba en escuelas nocturnas. Ahora estaban allí los dos, juntos. Mr. y Mrs. Eagan. Su esposa reparó en que la observaba y sonrió para él. Estaba enamorada, Jerome Eagan le había proporcionado todo aquello que por nacimiento consideraba que le correspondía y que su familia perdió diez años atrás.
El comisario recibió una llamada en su móvil, pidió disculpas y se retiró de la mesa.
—¿El manuscrito?
El doctor Salvatierra movía las manos enfurecido increpando a Javier como si él tuviera la culpa de que Alex hubiera desaparecido. En realidad el médico sabía que no era responsable de aquel tropiezo pero no se manejaba bien en este tipo de circunstancias, de hecho, no era la primera vez que perdía a alguien.
—Javier, ¿qué vas a hacer?
El agente suspiró cansado.
—Debemos llamar a la policía, nosotros no podemos hacer nada. Puede estar en cualquier parte.
—No puede ser, pondríamos en peligro a Silvia.
El agente del CNI lo comprendía. Asintió y se encogió de hombros, en ese momento, admitió para sí mismo, su mente estaba bloqueada.
En aquel instante el jardín dónde se encontraban, el árbol que durante el día proporcionaba sombra a la tumba de Don Fernando y su esposa, la iglesia entera, todo se iluminó a su alrededor. El médico y Javier quedaron cegados unos segundos. La puerta de la iglesia se abrió con un estruendo, dando paso a una figura bañada por los destellos de los focos. No podían distinguirlo muy bien, la luz les deslumbraba. Adivinaban de quién se trataba, era aquel hombre, de eso no tenían la más mínima duda.
Cuando se acostumbraron a la abundante claridad reconocieron a Alex seguida por un desconocido que la sujetaba por la cintura y le apuntaba con un arma a la cabeza. El agente se llevó la mano a su pistola pero el doctor Salvatierra se lo impidió con un aspaviento. No debían poner en peligro a la inglesa. Todo el miedo y la desesperación de minutos antes se habían esfumado, el médico presintió su propia fortaleza, olvidó sus dolores musculares y respiró hondo. Hay que estar fríos para sacarla de aquí. Miró de reojo a Javier y le reclamó calma con una señal, él se encargaría. Esperó hasta que estuvieron lo suficientemente cerca y fue a hablar; entonces distinguió sus facciones, había algo familiar en él.
—¡¿Usted?!
El desconocido sonrió.
—No, aunque cree saber quién soy, se equivoca.
—Usted es aquel señor del hotel, ¿cómo se llamaba?
—De Reguera, Enrique de Reguera. Pero no, no lo soy. Me llamo Tomás de Reguera, soy hermano del propietario del hotel dónde se hospedaron anoche.
Los rostros del médico y de Javier mostraron su perplejidad.
—Entiendo su confusión, somos hermanos gemelos.
—¿Cómo está ella, qué le ha hecho? —Intervino el agente señalando a Alex.
De Reguera negó con la cabeza.
—No se preocupe, está bien, sólo la he sedado.
—¿Qué quiere de nosotros? —Preguntó el médico.
—¿Yo? Nada. Ustedes han venido a buscar algo que no les pertenece, yo sólo deseo que lo devuelvan.
—No queremos causarle ningún mal.
—Lo sé, pero lo harán de todos modos. Esa caja..., no puedo permitirles que se la lleven.
—Mi esposa está en peligro, necesitamos el documento que contiene para cambiarlo por ella.
De Reguera se tomó unos segundos para responder.
—Lo siento mucho, tendrán que buscar otra forma. El cofre se queda aquí.
—Pero ¿por qué? ¿Quiénes son ustedes? ¿Dónde está la gente? —El agente no entendía nada.
De Reguera frunció el cejo. No parecía querer descubrir más acerca de sus intenciones, su familia o la situación del pueblo.
—¡Basta de charla! Denme la caja con el manuscrito o mato a su amiga. No tienen ninguna opción.
El médico soltó una carcajada.
—¿De qué se ríe?
—Usted no va a hacerlo. Podía haberlo hecho ya, podía habernos asesinado a todos; sin embargo, no lo hizo. Ni acabó con Javier en el museo ni con Alex en aquella casa, y pudo hacerlo. Tampoco nos mató cuando provocó el derrumbe del tejado camino de la iglesia ni en el interior de la nave ni abajo, en la bóveda. Tuvo decenas de oportunidades y no lo hizo. ¿Por qué ahora sí?
—Porque no hay otro remedio. O ustedes o el manuscrito.
Javier acercó la mano a la cintura. Era el momento, De Reguera estaba distraído.
—No haga eso, señor. Su amiga aún vive, no lo estropee. —Movió la cabeza negando y habló de nuevo—. Será mejor que saque su arma y la arroje al suelo.
—Sé que no quiere hacernos daño.
—Y no lo deseo —respondió al médico—, aunque lo haré si me obligan.
Le hizo un gesto al agente para que soltara la pistola. Javier la sacó con dos dedos y la lanzó al césped.
—¿De verdad que no existe otra solución?
—Doctor... —De Reguera se mojó los labios—, llevamos casi doscientos años protegiendo el documento de Avicena. El primer guardián fue un antepasado mío que se llamaba igual que yo, Tomás de Reguera; a él le fue encomendada la misión de preservar el secreto. Tuvo que sacrificar su vida, y todos sus descendientes también. Pero aquí estamos.
—¿Y la gente?
—Conseguimos que se fueran, una labor de años hasta apoderarnos del pueblo. Fuimos comprando cada casa, cada granja, ahora todo pertenece a la familia De Reguera.
—¿No han venido antes otros como nosotros?
—Algunos, la mayoría turistas despistados. Ninguno estuvo cerca jamás.
—¿Por qué no cogieron el manuscrito y lo alejaron de aquí? Podían haberlo hecho hace años.
—No supimos del lugar exacto dónde lo depositaron hasta hace una década. Y sí el lugar permaneció oculto durante nueve siglos no parecía un mal sitio.
El médico asintió. Tal vez tuviera razón, quizá el documento debía regresar a dónde pertenecía. ¿Quiénes eran ellos para apropiárselo? Pensó en su esposa. La asesinarán.
—¿Por qué nos ha contado todo esto?
—Ya da lo mismo que lo sepan. Ustedes han estado muy cerca de llevárselo, desde ahora éste no es lugar seguro. Mi hermano y yo lo trasladaremos lejos de aquí y comenzaremos de nuevo. Pero para eso deben entregármelo.
—¿Y si nosotros fuéramos los elegidos? —El doctor formuló la pregunta sin saber a dónde quería ir a parar. Le había llegado de pronto al recordar al monje de Silos. Le dijo que confiaba en él, que sabría qué hacer. ¿Por qué no podría ser él el elegido para desvelar el secreto de Avicena?
—No diga tonterías.
—Podría ser cualquiera, ¿no? De Reguera titubeó.
—Entonces, ¿por qué no nosotros? Hemos venido a buscarlo para un fin totalmente lícito, salvar una vida. Soy médico y mi trabajo consiste en salvar vidas, no en destruirlas; no voy a usar este documento contra nadie, créame.
De Reguera continuaba en su mutismo.
—Además, usted no va hacernos daños, a ninguno —el médico confiaba en que su farol le diera resultado—. Es un guardián de la luz, su misión es proteger una idea pura, algo intrínsecamente bueno, y no lo va a contaminar con una muerte. La sangre lo pervertiría, pervertiría sus propias creencias, aquello que le han enseñado, que toda su familia ha ido aprendiendo en estos doscientos años. No pueden proteger el documento a costa de la muerte de otros, el mal no se combate con el mal, ¿verdad?
No contestó aunque su silencio decía mucho. El médico avanzó un paso.
—No se mueva, le he dicho que su amiga morirá.
El doctor Salvatierra se aproximó tres pasos más sin dejar de mirar a los ojos de De Reguera. En su corazón sabía que tenía razón, que no iba a disparar a Alex.
—Doctor, no.
El médico no hizo caso al agente y se acercó un poco más. Ya estaban frente a frente, sólo les separaba el cuerpo desmayado de Alex.
—No nos va a hacer daño, ¿verdad?
De Reguera soltó a la inglesa y apuntó a la cabeza del doctor Salvatierra.
—Es mejor así, si alguien tiene que morir prefiero ser yo. Mantenía el cañón del arma apoyada entre los ojos. Los dos cruzaban su mirada. El agente se abalanzó sobre su arma y encañonó desde el suelo a De Reguera.
—Olvídelo, si le dispara, le meto una bala en el estómago.
—No es necesario Javier. —El médico se arrimó aún más a De Reguera—. Hoy no va a morir nadie.
Levantó la mano y la apoyó en el hombro de De Reguera, y luego sonrió. En ese instante De Reguera relajó la expresión de su cara y bajó el arma.
—Tomás, créame, el documento está en buenas manos. Yo personalmente lo devolveré a este pueblo cuando cumpla con su cometido. Su familia será de nuevo el guardián de la luz, sólo es un préstamo.
De Reguera no respondió, dio unos pasos atrás sin dejar de mirar al médico, después se giró y se alejó camino abajo. El doctor Salvatierra lo vio marcharse con la cabeza inclinada e intuyó el dolor que debía sentir, había perdido el objeto de su vida.
Álvarez se movía inquieto ante su ayudante. De vez en cuando miraba por la ventana, los rascacielos de Madrid despuntaban como cuatro antorchas en medio de la negrura de la noche.
—¿Aún no sabemos nada?
—Desde ayer ninguna llamada.
Daba vueltas por la habitación mientras se giraba el anillo del dedo anular.
—¿Ha podido fallar?
Su ayudante no le había visto nunca en tal estado de nervios. No comprendía por qué se lo tomaba como algo personal.
—No le puedo decir, señor.
El director de Operaciones del CNI se sentó y levantó el auricular del teléfono. Pulsó un par de teclas y se detuvo como si reparara en que no estaba solo.
—Puedes marcharte, vuelve en cuanto tengas noticias.
Esperó a que saliera de su despacho y repitió la operación. Al otro lado de la línea telefónica una voz cavernosa hizo una pregunta.
—¿Ya lo tenemos?
—No, aún no.
—¿Y por qué llamas? No debes comunicarte con nosotros hasta acabada la operación.
—Estaba nervioso, pensé que podrías echarme una mano. Por si falla mi hombre.
—¿Fallar? No esperamos eso de ti.
—¿Tenemos a alguien cerca?
—En esto estás solo. No nos conviene que ningún compañero ajeno a nuestro círculo conozca el operativo, ya ha habido demasiadas filtraciones.
—Entiendo. Una cosa más.
—Habla.
—Me llevo al chico. Podría serme de utilidad.
—¿Él lo sabe?
—Ya le he dicho que esté preparado.
—De acuerdo.
Javier y el médico acomodaron a Alex en el asiento trasero, ocuparon los asientos delanteros y el agente arrancó. Ahora debían contactar con los terroristas, al médico le habían proporcionado un número de móvil que sólo debía usar una vez: cuando encontrara el documento. Pulsó las teclas del aparato de Javier y esperó. La señal de llamada dio paso a una voz masculina.
El encuentro será dentro de dos días en Ceuta. A las once de la mañana en la mezquita de Sidi Embarek. Sin trucos.
Después se cortó la comunicación.