El manuscrito de Avicena (31 page)

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Authors: Ezequiel Teodoro

BOOK: El manuscrito de Avicena
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—Perdonad, mi señor, quise decir vuestra guerra en el sentido de que sois el digno líder que nos llevará a recuperar los santos lugares que pisó nuestro señor Jesucristo.

Bouillon guardó silencio aunque su expresión se relajó.

—Dejémonos de tanta jerigonza, tengo prisa. Si nada lo remedia, en las próximas jornadas tendremos mucho que celebrar, mas hoy es día de planificar. De modo que sed conciso, ¿qué mensaje traéis?

El escudero sacó sendas cartas con el escudo de armas del Rey Felipe II de Francia y del Papa Urbano II y se las entregó al duque. Este las leyó, se las devolvió a Ruiz de Mazariegos con un ademán displicente y, sin ocultar su decepción, le preguntó si era todo.

El escudero respondió con un asentimiento.

—¿Y para esto me habéis retirado de una reunión con mis generales? ¿Para llevaros a un hombre? —Clamó—. Me da igual que seáis un enviado de reyes y papas, en mi casa mando yo, y hoy no puedo permitirme perder ni una sola espada y menos aún esta espada.

El escudero sintió desfallecer sus piernas. Había dado con su señor pero una maldita batalla frenaba sus aspiraciones.

—Señor, vos no podéis... —intentó decir precipitadamente

—No lo digáis. No oséis decir que no puedo hacer lo que me venga en gana. Mañana vuestro señor luchará a mi lado, como lo ha venido haciendo desde que nos adentramos en tierra de sarracenos. Cuando tomemos la Ciudad Santa, sólo él tendrá potestad para decidir su futuro. Es mi última palabra. Y ahora, retiraos, tengo una batalla que ganar.

Bouillon se dio la vuelta y se encaminó hacia la mesa de mapas, dando por terminado el encuentro.

—Señor, ¿al menos puedo verlo esta noche? —Preguntó Ruiz de Mazariegos.

El duque, sin volverse, ordenó:

—Que lo lleven ante el castellano.

El
Viejo de la Montaña
se sentía exultante. Jamás había estado tan cerca de conseguir su objetivo como en ese momento. Su nombre era conocido desde el Imperio Bizantino hasta la patria de los amarillos, sus almacenes se hallaban atestados de oro y sus órdenes eran cumplidas sin dilación por los
fedayín,
sus asesinos más fieles. Aunque eso no bastaba al líder de los Hashashin pues su sed no estaría saciada hasta que bebiera de la fuente que buscaba desde hace casi sesenta años. Y en este instante la tenía casi al alcance de la mano, en Jerusalén.

Sabía que el hombre que buscaba se alojaba en la ciudad de la Cúpula de la Roca. Lamentablemente, las circunstancias que rodeaban a la villa dificultaban su ambición de acudir a resolver la cuestión que tenía entre manos, aunque no la habían sofrenado. Sus influencias en la comunidad cristiana le granjearían paso franco a través de las tropas de Bouillon, y esa misma noche podría atravesar los muros que protegen Jerusalén a través de un pasadizo excavado al este, muy cerca de la Puerta Dorada.

—¡Apresuraos perros! —Ordenó a sus siervos.

Sentado junto a una hoguera, el castellano recordaba la última jornada en su tierra antes de abandonar a los suyos. Todavía suspiraba al evocar aquella batalla en Consuegra, en la lejana Valencia, junto a su primo Diego. Fue en aquel combate donde éste perdió la vida a manos de los mahometanos. Al volver a aquellas horas aún sentía el regusto amargo de la culpabilidad; era en esos momentos cuando percibía de nuevo un leve cosquilleo en la punta de los dedos, un cosquilleo que únicamente purgaba con la sangre derramada del enemigo.

Aquel día la infantería cristiana se dirigió contra la almorávide apoyada en ambos bandos por la caballería. Los tambores resonaban en medio del campo, los aullidos y gritos de guerra enardecían a unos y otros, el entrechocar metálico de las cotas de malla rasgaba el aire. Los piqueros rompieron las filas de la infantería sarracena, hundiendo sus lanzas en las armaduras de sus adversarios, amputando manos y brazos con sus cuchillos, degollando cabezas cubiertas con yelmos, hendiendo cráneos con sus espadas. A los piqueros se unió el resto de la infantería que apoyaba al Rey de Castilla, Alfonso VI, y los caballeros, que deseaban penetrar en esa orgía de sangre, se abrieron paso para segar las vidas de los sarracenos desde sus monturas. Tristemente pronto constataron su error. Pues cuando la causa parecía ya decidida a su favor, los jinetes almorávides, situados en los extremos de su ejército, se desplazaron en un movimiento envolvente que en un instante dejó cercada a la avanzadilla cristiana.

Desde ese día, el castellano sufría pesadillas permanentemente. De matarifes expertos, los hidalgos y la infantería del lado cristiano pasaron a ser víctimas confinadas como conejos. El cerco se fue estrechando, esta vez era su sangre la que se derramaba en abundancia, eran sus bacinetes los que caían al suelo dejando al descubierto rostros humedecidos por el sudor, cuando no rostros medio ocultos por la sangre coagulada. Eran sus brazos los que se desprendían tras un certero tajo mahometano, eran sus cuerpos los que yacían amontonados, con las armaduras aplastadas, sobre el campo de batalla. Apretujados entre sí, los cristianos pisaban a sus muertos, resbalaban sobre su propia sangre, chocaban unos contra otros en un intento de hallar una vía de escape. Y en mitad de esa tragedia, Diego y sus hombres seguían montados sobre sus caballos alzando una y otra vez sus espadas.

El castellano también estaba allí, entre ellos, luchando a brazo partido, enloquecido como ellos por el olor a muerte.

Y en medio de aquella barbarie surgió un momento de lucidez, bajó su arma, echó un vistazo en derredor y el miedo le atenazó la garganta hasta casi asfixiarlo. Fue entonces cuando capituló ante el pánico y espoleó a su caballo, arrancándole la piel con sus espuelas hasta perforar las filas enemigas y escapar sin heridas de gravedad.

Más tarde supo de la muerte de su primo, a quien siempre había considerado como un hermano, y sintió vergüenza, vergüenza por su actitud, vergüenza porque él debía haber caído en aquella encerrona junto a sus compañeros, vergüenza por el dolor que sentiría su tío, el padre de Diego. Y con esa vergüenza huyó sin detenerse, obligando a su caballo a galopar leguas y leguas hasta desplomarse herido de muerte cerca ya de los Pirineos. Después, andando o a caballo, pasó a Francia y prestó su espada a toda causa que vertiera sangre sucia. Así fue como alcanzó Tierra Santa.

El escudero se sentía eufórico y apesadumbrado a un tiempo. Por fin volvería a ver a su señor aunque en verdad éstas no eran las circunstancias en las que hubiera deseado encontrarse con él. Ya lo veía, ahí, al fondo de la explanada. Sentado sobre una piedra, con la mirada puesta en el fuego, lo encontraba espigado, con la barba tupida y los rasgos marcados, más maduro tal vez, más incluso de lo que debiera tras dos años sin verse.

—¿Qué miráis con tanta concentración, mi señor?

El castellano se levantó confuso. Su rostro revelaba la sorpresa de oír su lengua en tierras tan extrañas.

—¡Tomás, vive Dios! ¿Qué haces aquí, tan lejos de tu Dorotea? —Los dos se abrazaron con fuerza haciendo grandes aspavientos. El castellano contemplaba a su escudero de arriba abajo.

—Ya eres todo un hombre. No me dirás que mi tío no te ha nombrado ya hidalgo —añadió propinando al escudero una palmada en la espalda que casi lo deja sentado en el suelo.

—No, mi señor Don Fernando. Hasta que vos no estéis para hacerme el honor de ser mi padrino, no admitiré tal título.

En ese instante la cara del castellano se ensombreció, dirigió su mirada a la lumbre de nuevo y habló como si el escudero no fuera más que un fantasma de su pasado.

—Entonces nunca alcanzarás ese puesto que tanto te mereces.

—No digáis eso, mi señor. Pronto ambos, vos y yo, estaremos de nuevo en nuestra patria común, corriendo tras los sarracenos de allí, que aunque son similares a estos de aquí no son lo mismo.

El castellano calló.

—Señor. Vuestro tío me envío a buscaros. Llevo tras vuestros pasos desde hace año y medio. Ahora no me podéis decir que mi búsqueda ha sido infructuosa.

—Tomás, no puedo volver. Tú no sabes, nadie sabe. Tengo que continuar en estas tierras, lejos de aquellos que me quieren. No deseo herirlos.

El escudero metió la mano en el zurrón y sacó un pergamino.

—Antes de que digáis algo de lo que podáis arrepentiros, será mejor que leáis esto. Es una carta de vuestro tío.

El castellano la tomó entre sus manos sin hacer siquiera intención de desdoblarla.

—Hacedme caso. Leedla, os lo suplico. Vuestro tío me rogó que os la entregara. Ya lo he hecho. Ahora, si me lo permitís, mis quijadas necesitarían algo de yantar. Hace dos jornadas que no pruebo bocado.

El castellano ordenó a un soldado que guiara al escudero hasta las cocinas. Mientras, mantenía en su regazo el mensaje de su tío sin atreverse a abrirlo. Pasaron varios minutos pero al final venció sus reticencias, rompió el lacre del pergamino y lo extendió frente a sus ojos.

Amantísimo sobrino: En el instante en que escribo esta carta se han cumplido tres meses desde la desafortunada pérdida de tu primo. El desconsuelo se asentó en nuestras vidas tras su fallecimiento, mas el transcurrir del tiempo atenúa nuestro dolor; si bien, como es natural, el hueco de su pérdida por fuerza ha de ser imposible de ocupar. Tú bien sabías, quizá más que el resto de la familia, el amor que le profesaba. Y esos perros mahometanos acabaron con su vida, tan joven y de tanta hermosura como era. En fin, Nuestro Amado Señor así lo quiso y en efecto nada podemos hacer por cambiarlo. Otra cosa es lo concerniente a ti. Cuando, concluida la batalla, no se halló tu cuerpo, sospechamos que los almorávides te habían hecho preso. Emprendimos todas las gestiones posibles para encontrarte, Dios es testigo de ello, aunque al fin me descubrieron que no permanecías cautivo, sino que huiste. Tan de improviso me cogió que, te prometo, me sobrevino un dolor punzante en el pecho en el mismo momento en que tuve noticia de tu partida. Casi me volví foco. Tú y Diego os criasteis en la misma cuna, desde la mañana a la noche correteabais juntos en mis aposentos, vuestras primeras lecciones de caballero fueron tomadas bajo mi instrucción, en verdad he de decir que siempre te consideré como a mi hijo. Y perder a dos hijos en una contienda es penoso de sobrellevar. Andado el tiempo dimos con varios testigos que me hablaron de tu marcha hacia el norte, y entonces me apresté a enviar a Tomás en tu busca. Justo poco antes de componer este mensaje, me pareció conocer la causa de tu partida. Y, créeme hijo, no lías de huir. No cometiste tropelía alguna ni obraste de vil manera, vive Dios. Alvar de Quesada me advirtió cómo, en un momento de la batalla, te abrías paso a fuerza de empellones y rompías el cerco de nuestro común enemigo. La mayoría de los soldados y caballeros rodeados se mantuvieron con vida gracias a tu decisión. Me importa poco qué provocó en tu espíritu esa furia ciega que rasgó una brecha en los almorávides. Seguramente en tu fuero interno te viste como un cobarde, más aún cuando dejabas atrás a tu primo, pero yo mismo habría de proceder de la misma manera si en tales circunstancias me encontrara. Os tenían aprisionados, como ratón en ratonera, y lo más inteligente era resquebrajar fas jifas enemigas como fuere para efectuar una retirada estratégica. Tu primo fue siempre un hidalgo gallardo, mas le faltaba algo que tú sí posees: el valor no se demuestra yendo hacia adelante en un arrojo sinsentido sino sabiendo elegir en qué momento tu adversario está en disposición de caer, para atacar con buen juicio, o si por ventura es mejor batirse en retirada y esperar. Desconozco cuándo llegarán a tus manos estas letras, espero que pronto pues tu familia ansía verte, yo el primero. Regresa junto a los tuyos. Ya perdí a mi vástago más querido, Fernando, no quiero llegar a viejo sin el calor de mi otro hijo. Vuelve, te lo ruego.

El castellano, con los ojos humedecidos, leyó por último la firma del escrito:
Tu tío, Don Rodrigo Díaz de Vivar.

Plegó el pergamino y su mirada se volvió hacia el fuego. Ahora, pensó, es hora de regresar a casa.

—Veo que ya os habéis encontrado con vuestro mensajero, ¿no es así, Don Fernando?

El castellano se alzó bruscamente. Ante él, a unos pasos, le contemplaba Godofredo de Bouillon con algunos de sus asistentes.

—Señor, disculpad. No sabía que estabais aquí.

—Sentaos, castellano. He venido a hablar con vos. Me importa poco cómo os llaméis. Vuestra espada ha sido una valerosa compañera en los últimos meses, quiero que mañana volváis a prestarme los mismos servicios que hasta ahora. ¿Estáis dispuesto?

El castellano guardó silencio unos instantes. En su mente se sucedían las imágenes de su tío, sus padres, su tierra. Anhelaba regresar pero la jornada siguiente podría ser un día aciago para la Cristiandad.

—Sí, mi señor. Estoy dispuesto a acompañaros en la victoria.

—Bien. Formaréis parte de la avanzadilla sobre la puerta Este. Si nada lo remedia cuando el sol se levante seréis uno de los primeros cristianos que cruce esos muros. Más tarde, cuando los ecos de la batalla se hayan apagado, podréis decidir qué hacer con vuestro futuro.

El castellano asintió.

Bouillon hizo ademán de irse, tenía aún muchas cosas que planificar antes de que amaneciera la jornada decisiva, aunque no había dado dos pasos cuando se giró.

—Sin duda, puedo dar fe de que por vuestras venas corre la sangre de vuestro valeroso tío. Ojalá tuviésemos entre nuestras filas unas cuantas espadas como su
Tizona
y unos cientos de brazos prestos como los del Cid Campeador. Rezad, Don Fernando, mañana echaremos a los infieles del Santo Sepulcro de Nuestro Señor Jesucristo.

El
Viejo de la Montaña
había logrado cruzar al otro lado de la muralla. Conocía bien las intrincadas calles de Jerusalén, sus zocos, iglesias, mezquitas y colinas; al mediodía y al poniente se podía ver la colina del Acra, extendida por todo el ancho de la ciudad, al norte el Bezetha, al oriente la Mezquita de Ornar, construida en el lugar que ocupó antaño el templo de Salomón, y al nordeste el Gólgotha, sobre el que se elevaba la iglesia de la Resurrección. El aspecto que ofrecía entonces la Ciudad Santa era muy distinto de aquel otro tiempo coetáneo a Cristo, había perdido gran parte de su capacidad de resistencia y superficie, de hecho el monte Sion ya no se encontraba encerrado en su recinto sino que despuntaba sobre las murallas entre el mediodía y occidente; es más, los tres cercados que bordeaban sus muros habían sido rellenados en distintos rincones por Adriano, permitiendo que el acceso fuese más sencillo, lo que debilitaba la fortaleza de la plaza.

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