—No lo sé. El callejón no parece tener salida —respondió Clayton dando varias vueltas en círculo alrededor del grupo—. ¡Pero si estaba aquí mismo hace tan solo un instante!
Enojado, pateó sobre el charco verdoso, provocando que varias gotas de aquella inmundicia saltaran en todas direcciones. Wells observó con una mueca de mártir resignado cómo le salpicaban los bajos de sus pantalones.
—¿Cree que ha tenido tiempo de llegar hasta la calle? —le preguntó el millonario.
—Podría ser —respondió el agente, pensativo.
—Lo dudo —observó Wells—. No hay ningún rastro de sangre, o lo que sea que esa criatura segregue, que vaya hacia la…
Dejó la frase inacabada al ver cómo el agente, ajeno a sus palabras, corría hacia la calle, agachando la cabeza y sacudiéndola de izquierda a derecha, como la escoba de un barrendero. De repente, se detuvo en seco, volvió sobre sus pasos, colocó los brazos dramáticamente en jarras, y escrutó con nerviosa avidez las fachadas de los edificios que daban al callejón, mientras chasqueaba de forma mecánica la lengua. Wells lanzó un bufido. No sabía qué le resultaba más insoportable, si la flemática superioridad que el agente gastaba en los momentos de calma o aquellos ademanes teatrales con los que acompañaba sus deducciones en los instantes de tensión.
—¿Creen que esa cosa es capaz de trepar o… volar? —preguntó Clayton.
—Si pudiese volar lo habría hecho antes de estrellarse contra el suelo, ¿no cree? —replicó Wells.
—Tal vez el peso del prisionero se lo impidió —consideró el agente.
—¿Habla en serio? —repuso el escritor con ironía—. Esa cosa parecía doblar el peso del…
—¡Cállense ya! —gritó de pronto Emma, quien hasta aquel momento, aunque pálida y temblorosa, había logrado dominar sus nervios. Ahora, sin embargo, parecía a punto de desmayarse. Murray le ofreció solícito su brazo, y la muchacha se posó en él con delicadeza de pajarito, temiendo desplomarse si no lo hacía—. Dios mío, ¿es que no han visto… esa cosa? El inspector comenzó a transformarse en… Oh, Dios mío, parecía… —Su voz se quebró de repente, y los sollozos comenzaron a sacudirla violentamente. Murray tuvo que sujetarla para que sus rodillas no terminaran doblándose.
—Emma… —le susurró, tomándola por ambos brazos—. Emma, mírame. Ahora no puedes hundirte, ¿me oyes? Ahora no.
—Pero ¿qué vamos a hacer, Gilliam? ¿Qué es esa cosa? —dijo, respirando con dificultad.
—Tranquilízate, Emma —susurró Murray—. No voy a dejar que te pase nada, ¿está claro? Lo juro. Lo juro por mi vida.
La muchacha le contempló con los ojos llorosos y la boca trémula, deformada en una mueca de angustia, mientras se dejaba envolver por aquella voz consoladora y susurrante que trataba de impedir que siguiera resbalando hacia el pozo de la desesperación, del que quizá ya no podría salir.
—Lo juro por mi vida —repitió el empresario—. ¿Me crees, Emma?
La joven le observó en silencio unos instantes, aplazando momentáneamente los sollozos, mientras él la acunaba con sus enormes brazos. Entonces, el horror comenzó a alzarse de su rostro como una desbandada de golondrinas, limpiándole el miedo de la mirada. Tragó saliva varias veces antes de contestar con un hilo de voz.
—Pero Gilliam… ¿Cómo voy a creer a alguien que jura por su vida y lleva dos años muerto? —dijo, tratando de restaurar su desvencijada ironía.
—Emma… —respondió Murray, convirtiendo su nombre en un cofre donde a duras penas cabía el revoltijo de sentimiento que lo embargaba.
—Bueno… —Clayton carraspeó, incómodo—. Está claro que no ganaremos nada abandonándonos al pánico. Debemos mantener la sangre fría… Intentemos encontrar el lado positivo de la situación —propuso, desplegando los brazos con entusiasmo—. ¡Siempre hay un lado positivo! ¡Siempre…! —Guardó silencio, acariciándose la barbilla—. Eso significa que también hay siempre un lado negativo… pero, en fin, qué importa. Lo cierto es que ahora tenemos más información que antes. Sabemos que los marcianos pueden transformarse en cualquiera de nosotros. Y estoy seguro de que esa información nos dará una gran ventaja sobre ellos…
—Y también sabemos que no solo están ahí afuera, intentado entrar en Londres —añadió Wells, ignorando el ademán ridículamente meditabundo que había adoptado el agente—. Sino que también están aquí, infiltrados entre nosotros…
—Infiltrados… —musitó Murray, tratando de asimilar el horror de aquella idea.
—Dios mío… —balbució Emma.
—Y Dios sabe desde cuándo… —apostilló el escritor, recordando el cadáver que yacía desde hacía veinte años en el sótano del Museo de Historia Natural, mientras dirigía una significativa mirada al agente, quien por supuesto no se dio por aludido.
—Eh… bien… —concluyó Clayton—. No perdamos el tiempo en conjeturas. Ahora ya sabemos cómo están las cosas… o al menos, parte de ellas. Debemos dirigirnos a un lugar seguro donde meditar lo que vamos a hacer; hay que ordenar toda la información de que disponemos, y trazar un plan…
—¿No nos dijo que su departamento estaba preparado para este tipo de contingencias? —preguntó irónicamente el escritor—. Pensé que ya tenía usted un plan…
—Mi tía… —recordó de pronto Emma—. Es una mujer anciana, está desvalida… ¡Tenemos que ir a buscarla! ¡Y a mis dos doncellas! ¡Oh, Dios mío, hay que avisarles de lo que sabemos…! ¡No deben fiarse de nadie!
—Cálmese, señorita Harlow —se apresuró a tranquilizarla el agente, ignorando al escritor—. Por supuesto, iremos a buscar a su venerable tía y a sus estimadas doncellas inmediatamente. Eso será lo primero que hagamos, y después… Bien, no perdamos más tiempo en charlas inútiles; ya se lo iré contando por el camino. ¡Pongámonos en marcha! —concluyó dando una fuerte palmada y abriendo la marcha de la comitiva mientras le dedicaba una mirada enojada a Wells—. «El hombre tiene mil planes para sí mismo. El Destino solo uno para cada hombre» —murmuró.
Murray y Wells le siguieron, cruzando una mirada de resignación. Cuando el grupo salió a la calle, todos distinguieron un resplandor rojizo y varias columnas de humo elevándose hacia el cielo por encima de los tejados, en dirección a Chelsea. Y como si aquellas pistas no fuesen suficientes para entender qué estaba ocurriendo, la brisa nocturna arrastró hasta ellos el familiar sonido de las explosiones que producía el rayo marciano. Emma se agarró del brazo de Murray, y él le apretó la mano con fuerza.
—Parece que ya han entrado en Londres… —dijo Wells en tono funesto, intentando disimular el miedo que sentía ante el destino de Jane.
Emma aguardó unos instantes, asegurándose de que en su rostro ya no quedaba el menor rastro de la vergüenza que la había asaltado en los últimos minutos. Cuando hubo compuesto una expresión lo suficientemente serena, se volvió hacia los tres hombres que esperaban a su espalda, plantados en el centro del lujoso salón donde acababan de entrar, y les sonrió con mundana indiferencia.
—¡Bueno, está claro que la casa está vacía! —anunció, encogiéndose de hombros—. La hemos recorrido entera, desde las dependencias del servicio hasta el último de los salones… Mi tía Dorothy y su servicio al completo, incluidas mis dos doncellas, han desaparecido… Seguramente han abandonado la casa para refugiarse en un lugar más seguro que este… —Fingió alisarse los puños del vestido mientras intentaba ocultar la amargura que había empezado a calar en su voz—. Y está claro que lo han hecho sin preocuparse por mi suerte… Sin dejarme siquiera una maldita nota para informarme de su paradero…
—No piense eso, Emma… —se apresuró a consolarla Murray, incómodo ante el apuro de la muchacha, que se había empeñado en arrastrarlos hasta Southwark, impulsada por una preocupación que no parecía encontrar reflejo en los ocupantes de la casa—. Quizá salieron precipitadamente por alguna razón… Piense en el terror que al escuchar las noticias de la invasión debió de sentir su tía. No olvide que es una anciana dama que…
—Mi tía tiene de anciana dama lo que usted de misionero, señor Murray —le cortó la muchacha, abandonándose al fin a su rabia—. Diga más bien que es una vieja solterona egoísta a la que nunca le ha importado nada ni nadie, y mucho menos, como pueden ver, el destino de su única sobrina… —Emma sonrió con tristeza, encarando la mirada de los tres hombres, y luego dejó escapar una risita amarga—. ¿Saben que mi madre solía utilizarla como amenaza cada vez que yo rechazaba a alguno de mis pretendientes? «¡Acabarás como la hermana de tu padre, Emma!», solía decirme, «¡vieja, sola y amargada!». Aunque a mí nunca me asustó tal destino. Al contrario, solía desesperar a mi madre contestándole que un futuro así se me antojaba de lo más apetecible. Pero ahora… ahora… —Sorprendida, la muchacha sintió cómo sus ojos se humedecían al recordar a su madre. De pronto, la vio sentada en la luminosa salita de música, observándola por encima de sus gafas de montura dorada con aquella expresión de desconcierto con la que solía estudiarla, en aquel mundo que ahora le resultaba tan lejano e irreal, aquel mundo sin marcianos donde acabar como la vieja tía Dorothy constituía la peor amenaza posible—. Ahora daría cualquier cosa por no haberla hecho rabiar tantas veces —concluyó, dirigiendo su mirada cuajada de tristeza hacia el ventanal del salón, tras el cual se recortaba airosa la iglesia de Southwark.
—No se preocupe, Emma —le rogó Murray, avanzando un titubeante paso hacia ella—. Le prometo que volverá a hacer rabiar a su adorable madre muchas más veces. Incluso a su padre. Aún no sé cómo, pero la llevaré de vuelta a Nueva York sana y salva. Se lo prometo. Y hablo totalmente en serio, Emma.
Wells observó de soslayo cómo Clayton escenificaba un gesto de incredulidad, lo cual aumentó aún más la inquina que sentía hacia el joven. ¿Quién demonios se creía que era aquel presuntuoso? Hasta el momento, Murray, por mucho que le pesara reconocerlo, había demostrado ser un compañero más valioso contra los marcianos que el engreído agente de la División Especial de Scotland Yard. De hecho, aparte de su oportuna intervención en la granja, aún no había descubierto qué ventaja les reportaba cargar con aquel insufrible joven de un lado para otro. Por fortuna, su grosero gesto había pasado desapercibido a los demás, concentrados como estaban en la dramática escena que se afanaban en protagonizar, digna de figurar en las vidrieras de la iglesia que tenían enfrente, decoradas con pasajes de las obras de Shakespeare. Emma acababa de volverse hacia Murray, y le sonreía a través de sus lágrimas.
—Sé
que lo dices en serio, Gilliam.
El millonario asintió con una vehemente sacudida de cabeza.
—¿Quiere preguntar a los vecinos por su tía, señorita Harlow? —sugirió Wells, aprovechando el momentáneo silencio—. Quizá en la parroquia sepan…
—No tenemos tiempo para eso, señor Wells —le reprobó bruscamente Clayton, colmada ya su exigua paciencia—. ¿No oyen los disparos que llegan desde Lambeth? Estoy convencido de que los trípodes también están entrando en Londres por allí. Tenemos que irnos cuanto antes o…
Como deseosas de ilustrar la exposición del agente, un par de explosiones en rápida sucesión iluminaron el horizonte tras el ventanal. Sonaron mucho más cerca de lo que ninguno hubiera deseado.
—No tengo intención de ir por todo Londres buscando a mi tía, caballeros. Creo que ya he cumplido con mis deberes de sobrina —anunció Emma con entereza, cuando el trueno se extinguió—. Pero si no le importa, agente Clayton, me gustaría subir a mis habitaciones y cambiar mi vestimenta por un atuendo más cómodo. Dispongo de un traje ligero para montar que considero más adecuado para huir de los marcianos… Tan solo tardaré unos minutos.
—Adelante, señorita Harlow, vaya a cambiarse —concedió el agente con gesto de resignación—, pero le ruego que se apresure.
La muchacha le dedicó una ligera reverencia y salió a toda prisa del salón seguida por su enorme y fiel centinela.
—¿Me permite que la acompañe, señorita Harlow? —preguntó Murray—. Solo hasta la puerta, por supuesto.
—Oh, desde luego, señor Murray —respondió Emma—. Así, si algún marciano sale de improviso de alguno de mis baúles, usted podrá entrar rápidamente y arrojarnos a ambos por la ventana.
—Oh, yo jamás haría eso, señorita… Quizá con Wells o con el agente, pero no con usted…
Wells y el agente escucharon débilmente la respuesta del millonario, precedida de una sinfonía de peldaños crujiendo. Entonces, Clayton dio una palmada tan fuerte que sobresaltó a Wells.
—¡Bien! Ayúdeme a buscar algo para escribir, señor Wells —le pidió el agente, mientras procedía a abrir cajones y a revolver su contenido, como si quisiera robar las joyas de la anciana—. Aprovechemos estos minutos para establecer la ruta más segura desde este barrio hasta el lugar al que pretendo llevarles. Intentaremos prever el camino que tomarán los trípodes, aunque tengamos que hacerlo siguiendo la lógica de los avances militares terráqueos. Tenemos que tener en cuenta el gran tamaño de esas máquinas, por supuesto. ¡Sí, creo que así lograremos evitarlos! Iremos por callejones y calles estrechas que se alejen de la línea de… ¡Demonios! ¿Nadie escribe en esta casa? Quizá en la biblioteca… Por cierto, señor Wells, ¿conoce usted la zona?
—¿Tengo aspecto de cochero? —le replicó con visible enojo, mientras se dirigía con calma al delicado secreter que se encontraba en una esquina del salón donde, lógicamente, encontró lo que buscaba—. Aquí hay papel y tinta, agente. No será necesario agujerear las paredes ni levantar la tarima.
—Bien, bien. Ya es algo… —dijo Clayton arrebatándoselos con brusquedad. Se dirigió entonces a la mesa que presidía la estancia y, sin el menor miramiento, la despojó de un brazazo del par de candelabros que la decoraban—. Pero dado que ni usted ni yo conocemos el barrio, tendremos que trazar la ruta de memoria… Veamos, si la catedral está aquí y el Waterloo Bridge cae por…
—Clayton —le interrumpió Wells con gravedad—. Usted no cree que vayamos a salir con vida de esto, ¿verdad?
El agente le miró con sorpresa.
—¿Qué le hace pensar eso? Estoy seguro de que con un poco de suerte y algo de…
—Déjelo, agente. He visto el gesto que ha hecho cuando Murray le ha dicho a la señorita Harlow que la llevaría sana y salva a Nueva York…
—No se confunda, querido amigo. —Clayton sonrió—. No mostraba mi escepticismo ante las posibilidades de salir de Londres con vida, sino ante las posibilidades de que Nueva York siga siendo un lugar seguro.