—¿Qué quiere decir, señor Wells? —dije, todavía sin entender nada.
—Mire, señor Winslow. —Clayton me hizo señas para que me acercara—. ¿Qué cree que es cada uno de estos cuadrados?
—No lo sé —reconocí con impaciencia, sin ánimos para jugar a las adivinanzas.
—No lo sabe, ¿eh? —dijo con decepción, y luego se volvió hacia el escritor—. Pero usted sí, ¿verdad, señor Wells?
El escritor asintió sombríamente. Había visto grabados aquellos caracteres en la superficie de la nave oculta en la Cámara de las Maravillas.
—Son signos marcianos —dijo—. Y estos cuadrados de la pared, señor Winslow, son tumbas.
¿Tumbas? Las palabras de Wells me sorprendieron, igual que a los demás. Y al oírlas, todos comenzamos a girar poco a poco sobre nuestros talones, con una mezcla de desconcierto e inquietud, abarcando con nuestra mirada el resto de las paredes de aquella inmensa estancia que, tras la afirmación del escritor, se nos revelaba como un brillante y descomunal mosaico de lápidas, que cubrían cientos de nichos escarbados en la roca.
—¿Estamos en su cementerio marciano? —preguntó Murray.
—Eso parece, señor —respondió lúgubremente Harold. Pero yo apenas los oí, confuso como estaba. Aquella extraña idea intentaba asentarse en mi mente, todavía reacia a aceptar el hecho de que los marcianos no acababan de llegar a la Tierra unas pocas horas antes, como yo creía, sino que llevaban aquí desde quién sabía cuándo, viviendo entre nosotros. Pero si nos encontrábamos en una especie de catacumbas marcianas, eso significaba que aquel puñado de niños eran… Oh, Dios… Los contemplé sin poder creerlo. Estaban arracimados en el centro de la cripta, a unos metros de nosotros, observándonos con una ligera curiosidad. Nos habían llevado a donde les habíamos pedido, y ahora parecían aguardar con cierta indiferencia nuestro siguiente capricho, quizá deseando que les permitiéramos volver a sus juegos. Y no se me antojaron otra cosa que niños, con sus pieles todavía tersas e inmaculadas y sus tiernos cuerpecillos recién fabricados. Niños como los nuestros: frágiles, inocentes, humanos. Pero no lo eran. Solo tenían el aspecto de nuestros niños. Y aunque me costaba asimilarlo —supongo que porque todavía ningún marciano había tenido el detalle de transformarse ante mis narices—, reparé en que el resto de mis compañeros no tenían los mismos reparos que yo: todos los miraban con gravedad, tratando de disimular la mueca de pavor que amenazaba con germinar en sus labios.
—Falta uno de los niños… —oí decir a Emma a mi lado.
—Es cierto… —confirmó Jane.
—De acuerdo —musitó en tono apremiante Clayton, sin prestar atención a las muchachas—. No nos alarmemos. Aprovecharemos la situación. Sí, eso es lo que haremos. Borren esas muecas de espanto, o esos adorables niñitos marcianos sospecharán. No quiero ver en sus rostros otra cosa que no sea una sonrisa tranquila.
Pronunció las últimas palabras en un susurro ronco que nos sonó a amenaza. Luego se aclaró la garganta, como un tenor antes de salir al escenario, y con andares despreocupados, se acercó al grupo de niños. De niños marcianos, habría que añadir.
—Eh… Curly —llamó, acuclillándose ante ellos—. ¿Vivís aquí?
Curly dejó de mirarnos y giró hacia él su rizada cabecita.
—No, claro que no. ¡Cómo se le ocurre! —se escandalizó el niño—. Vivimos arriba. Pero hoy no podíamos jugar en la superficie porque Él nos dijo que era peligroso; por eso hemos bajado aquí.
—Claro, claro, para jugar sin que os ocurra nada malo —dijo Clayton, tranquilizando al niño; luego nos ofreció una sonrisa avispada, antes de proseguir con su charla—. ¿Y quién es Él, Curly? ¿Quién os ha dicho eso?
—El Enviado, señor. Aquel que hemos estado esperando… Aquel al que también ellos esperaban —dijo el niño, señalando hacia las tumbas.
—Oh… entiendo. ¿Y le esperabais desde hace mucho tiempo?
—Sí, señor, mucho… Casi pensábamos que ya no vendría.
—Comprendo… —Clayton se humedeció los labios, y cruzó una significativa mirada con Wells, como si compartieran alguna información íntima—. ¿Y Él… también está aquí abajo, Curly?
—Sí.
Clayton tragó saliva.
—Bien, bien. —Sonrió—. ¿Y podríais llevarnos hasta él?
—¿Para qué? —Curly observó al agente con desconfianza—. ¿Queréis matarlo por lo que os está haciendo?
—¿Matarlo? Oh, claro que no, Curly —respondió el agente, moviendo con indolencia su mano sana—. Dios, ¿cómo se te ocurre?
—Entonces, ¿para qué?
—Para hablar con él, Curly. —El agente se encogió de hombros, para restar importancia a sus palabras—. Solo para eso.
—¿Para hablar de qué?
—Eh… Bueno, de cosas de mayores, ya sabes —dudó Clayton—. Algo muy aburrido, en cualquier caso.
—¿Cree que no lo entenderíamos? —preguntó el niño con un ligero tono de amenaza que me resultó todavía más inquietante al ir engarzado a aquella dulce vocecita infantil.
—Yo no he dicho eso, Curly…
—Porque creo que sí lo entenderíamos…
—Falta uno de los niños… —oí repetir a Emma detrás de mí, en voz baja y atemorizada.
Observé que el grupito de niños permanecía inmóvil, pendiente de la conversación entre Curly y el agente Clayton. En su concentración había algo tan perverso, tan poco humano, que sentí un escalofrío de terror.
—Claro, claro… —oí decir a Clayton para tranquilizar a Curly—. Estoy seguro de que sí, pero…
—Somos más listos de lo que ustedes creen… —insistió con suavidad este, con aquella mirada oscura, tremendamente vacía, clavada en el agente, quien pareció vacilar un poco, como si hubiese estado a punto de perder el equilibrio—, y entendemos cosas que ustedes jamás podrían comprender…
—¡Oh, por el amor de Dios! ¡Ya es suficiente! —gritó Murray. Metió la mano en mi bolsillo, me robó la pistola y, antes de que yo pudiera reaccionar, se plantó ante Curly con un par de zancadas y le apoyó el cañón del arma en la frente—. Escúchame bien, mocoso: no sé lo que entiendes, ni lo que eres, y lo cierto es que no me importa en absoluto. Lo único que me interesa ahora es saber quién es el responsable de esta maldita invasión, y cómo podemos llegar hasta él. Y vosotros, queridos niñitos, vais a ayudarnos a encontrarlo… De lo contrario, no dudes que te dispararé. Si hay algo que odio más que los marcianos, son los niños.
Se oyó una risa proveniente de algún lugar inconcreto de la estancia. Y luego, una voz, que dijo:
—¿Sería capaz de destruir lo más sagrado, la inocencia de un niño? ¿No dicen sus Sagradas Escrituras: «Dejad que los niños se acerquen a mí, porque el reino de Dios es de quienes son como ellos»?
Todos escudriñamos la espesa oscuridad que nos rodeaba en busca del dueño de aquellas palabras. Entonces, las sombras parecieron solidificarse, y enseguida descubrimos con un escalofrío que estábamos rodeados por más de una veintena de personas. Eran, en su mayoría, hombres de mediana edad y, a juzgar por sus ropas, provenían de todos los extractos sociales imaginables. Antes de que pudiésemos reaccionar, los niños corrieron a esconderse tras ellos, y Murray se encontró apuntando al aire. El que había hablado, que permanecía adelantado un par de pasos con respecto a los demás, era un anciano de aire señorial que vestía de negro y lucía alzacuello. Al contrario que el resto de los recién llegados, que nos observaban con mirada siniestra, el viejo párroco exhibía una sonrisita de divertida complacencia. Reparé entonces en que llevaba de la mano al pequeño Hobo, que en algún momento debía de haber acudido a avisarlos, mientras los otros niños nos entretenían. Sin dejar de cantar y brincar, aquellos malditos mocosos nos habían conducido a una trampa. De soslayo, observé que Murray apuntaba con la pistola al que había hablado, y Clayton, Harold y Shackleton lo imitaron un segundo después. Yo me limité a apretarme tras ellos junto a los demás, maldiciendo el haberme quedado sin mi arma de un modo tan tonto, lo cual me apartaba de la acción.
—Oh, qué gesto de fiereza más enternecedoramente humano —celebró el anciano al ver cómo nuestras pistolas confluían en su persona—. Pero ¿de verdad creen que les serviría de algo abrir fuego contra nosotros?
Quienes portaban las pistolas se miraron unos a otros, sin saber qué hacer, pero continuaron apuntando al grupo. Nuestra tozudez divirtió al anciano, que extendió sus arrugadas manos en el aire, en gesto conciliador.
—Por favor, caballeros… no nos obliguen a aniquilarlos; saben que podemos hacerlo. Depongan sus armas y ríndanse —nos aconsejó en aquel tono meloso—. Los que lo hagan, obtendrán Su misericordia: «Estad quietos y reconoced que yo soy Dios», Salmo 46, versículo 10 —recitó, con una sonrisa de infinita piedad—. Después de todo, no pretendo otra cosa que llevarles a donde quieren ir: Él quiere conocerles tanto como ustedes a él. Especialmente a uno de ustedes… —Se adelantó unos pasos hacia nuestro grupo, y tendió sus manos con las palmas hacia arriba—. Vayamos hacia Él en paz, hermanos: «En tu mano están mis tiempos; líbrame de la mano de mis enemigos y de mis perseguidores. Haz resplandecer
tu rostro
sobre tu siervo» —declamó mirando a Wells con una extraña dulzura, y luego, en un susurro, añadió—: Salmo 31, versículos 15 y 16.
Charles despertó al día siguiente con la cara empapada sobre un charco de sangre. Dedujo que durante la noche había sufrido una hemorragia nasal por la gruesa costra de sangre que se le había formado sobre los labios y en el interior de la boca. Cuando intentó limpiarse con la manga de la chaqueta, dos de los pocos dientes que le quedaban se le desprendieron limpiamente de las encías. Se incorporó a duras penas, aterido y sofocado al mismo tiempo. El simple acto de respirar se había convertido en una tortura: sentía la garganta inflamada y los pulmones como rellenos de rescoldos candentes. No necesitó más pistas para comprender que le quedaba muy poco tiempo de vida, quizá menos del que había calculado.
Tras el desayuno, los marcianos les guiaron de nuevo a las profundidades de la pirámide. Todos los miembros de su partida mostraban los estragos de la exposición al fluido verde del día anterior. Sin apenas mirarse, quizá porque se avergonzaban de su deplorable estado, o puede que porque ninguno deseaba comprobar en los demás el aspecto de espantajos que ellos mismos tendrían, avanzaron por el largo túnel que ya conocían, aunque en cierto momento Charles creyó que tomaban una bifurcación diferente, un ramal que parecía descender más profundamente hacia las entrañas de la tierra. Se sentía terriblemente débil y mareado, pero sabía que estos síntomas se debían a algo más que a la pérdida de sangre, o a las punzadas que de cuando en cuando sacudían sus deshilachados pulmones. Había algo en el aire de la pirámide que no solo era venenoso para el cuerpo, sino también para el alma. Se le estaba secando, pudriendo. Si le hubieran quedado fuerzas para hilar un pensamiento poético, habría dicho que aquel aire era capaz de marchitar cualquier vestigio de felicidad que pudiera florecer en el mundo. Por fortuna para ustedes, que quizá no se sientan ahora con ánimos para la poesía, Charles debía emplear las escasas fuerzas que le quedaban en caminar y continuar engarzado a aquel rosario de hombres maltrechos que avanzaban arrastrando un tétrico sudario de silencio. ¿Adónde los llevaban?, se preguntó. ¿Qué nuevas atrocidades les esperaban? Después de la terrible visión de la jornada anterior, a Charles le costaba creer que sus ojos pudieran contemplar algo más espantoso. No, ni aunque viviera miles de años podría ver algo que reflejara una maldad más absoluta ni una crueldad más delirante. ¿Acaso no había contemplado el día anterior la auténtica catedral del caos, la cúspide del horror? ¿Qué podían mostrarle hoy los marcianos? ¿Qué nueva pesadilla, qué ocurrente aberración, qué repugnante monstruosidad podían concebir que todavía lograra afectar su vapuleada y entumecida alma? Nada, se dijo, absolutamente convencido de que no podía existir un horror mayor que la visión de aquellos recién nacidos macerándose en el olvido.
Como imaginarán, Charles se equivocaba.
Una vez llegaron a la sala que les esperaba al final del túnel, el resplandor verde que la inundaba les obligó a cerrar los ojos de nuevo. Cuando al fin pudieron volver a abrirlos, protegiéndose los doloridos párpados con las manos, contemplaron los tanques que revestían aquellas paredes. Los rodeaban del mismo modo que los que habían visto el día anterior, ascendían hacia la oscuridad de una bóveda inalcanzable y también contenían cuerpos, aunque no de recién nacidos. Fue entonces cuando Charles comprendió que el horror no tenía fondo, que siempre podía existir una pesadilla, una aberración, una repugnante monstruosidad mayor que aquella que había creído que establecía sus límites.
En el interior de los tanques, alineados unos encima de otros como si de ladrillos humanos se tratara, componiendo filas y columnas, flotaban los cuerpos de cientos de mujeres desnudas. Eran en su mayoría jóvenes, y estaban muy juntas, formando aquellos horribles estratos, con sus cabezas casi rozando los pies de las compañeras de la columna vecina. Todas parecían dormidas, atrapadas en una turbadora rigidez, con sus cabellos flotando como algas en el inmundo líquido, las carnes maceradas y pálidas, los ojos cerrados. Observó que tenían los labios ligeramente entreabiertos, pero no despedían ni una brizna de aliento que anunciara que la vida todavía las acunaba, por lo que Charles no supo si estaban muertas, pero desde luego comprendió que no estaban vivas.
La infamia mayor la descubrió, sin embargo, al reparar en los cables que surgían de entre sus piernas. Eran los mismos cables de cuero que había visto brotar de los ombligos de los recién nacidos y atravesar los desagües abiertos en el suelo de su pecera, ahora sabía que para aventurarse entre las piernas de aquellas mujeres y profanar su intimidad, hasta alcanzar sus aletargados vientres. Cientos y cientos de cables descendían de las alturas, ondulando en aquel océano infernal como espantosas serpientes marinas, hasta esconderse en el silencioso interior de aquellas vestales dormidas. «Dios, ¿por qué nos has abandonado?», musitó Charles, poseído por el espanto.
Con pasos temblorosos se acercó a la aterradora vitrina, se apoyó en el cristal o en lo que fuera el extraño material del que estaba hecha, y las observó flotar inmóviles, cuerpos estirados y blancuzcos, como dispuestos para ser embalsamados, dibujando sobre el fluido verde un pentagrama vacío. Sintió entonces cómo le fallaban las rodillas, e hizo un esfuerzo sobrehumano por reponerse, por luchar contra el desmayo que trataba de arrebatarle la consciencia. No iba a permitir que le enviaran al embudo, no hasta que terminara su diario, o al menos hasta que el alma le reventara, incapaz ya de acoger más horror. Consiguió ahuyentar el vértigo a duras penas, mientras escuchaba las órdenes que los guardias habían comenzado a repartir.