El mapa del cielo (81 page)

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Authors: Félix J. Palma

Tags: #Ciencia ficción, Fantástico

BOOK: El mapa del cielo
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—Usted podrá encargarse de ellos, ¿verdad, capitán? —le preguntó. Shackleton abrió la boca, pero no supo qué decir ante aquel desmesurado exceso de confianza—. Si sale lo suficientemente rápido, caerá sobre ellos sin que tengan tiempo de transformarse, por lo que podrá reducirlos con facilidad. Como humanos no son gran cosa, ya lo ha visto. Supongo que el señor Murray, el señor Winslow, el cochero… e incluso el señor Wells podrían ayudarle a reducirlos. Luego deberá conducir a todos afuera de las cloacas.

—¡Dios santo, Clayton! —intervino Wells, entre el enojo y la desesperación—. ¿Ha olvidado a su amigo de Scotland Yard? Allí fuera debe de haber cinco o seis de esos monstruos… quizá más. ¿Qué piensa que puede hacer contra ellos el capitán Shackleton, con o sin nuestra ayuda?

—Bueno, tendrán que ser rápidos —respondió el agente, encogiéndose de hombros, como si aquella parte del plan no le concerniera del todo y nos estuviera haciendo un favor especial al ocuparse de ella—. Piensen que la sorpresa jugará a su favor: los marcianos no se esperarán que salgan del despacho… les cogerán desprevenidos. En fin, dudo que la mayor o menor dificultad del plan estribe en esos detalles, ¿no creen?, sobre todo teniendo en cuenta la parte que a mí me corresponde —concluyó, ligeramente molesto.

Wells, Murray y Shackleton resoplaron al unísono. Harold sacudió la cabeza, tan decepcionado como si el agente hubiera equivocado el traje para una recepción. Las damas parecían al borde del llanto o de la carcajada histérica. Yo me limité a observar al agente, desconcertado. Una parte de mí quería confiar en él: ¿Acaso no era eso lo que tanto había deseado, lo que había intentado defender frente al escepticismo de los demás desde el momento en que hallé al capitán en el sótano de mi tío: un plan para terminar con la invasión? Sí, ahí lo tenía. Nos encontrábamos ante la cristalización, al fin, de nuestro destino… Sin embargo, otra parte de mí, mi parte presuntamente racional e inteligente, me gritaba que aquel no podía ser el plan que tanto ansiaba, que si hacíamos caso a Clayton estaríamos poniéndonos en manos de un demente.

—Discúlpeme, agente… —intervine, intentando aportar algo de lucidez, rogando para que aquel plan solo pareciera una locura en su superficie, que bastara con escarbar un poco para tropezarnos con los pilares de genialidad que lo sustentaban—, pero ¿de qué nos servirá destruir a
unos cuantos marcianos
en los túneles, si fuera hay un poderoso ejército, que quizá se esté extendiendo en estos momentos por todo el planeta?

—No serán tan solo unos cuantos marcianos, señor Winslow. Entre ellos estará el Enviado. Oh, por favor… ¿No escucharon lo que dijeron los niños? ¿Es que ninguno de ustedes les prestó atención? Todos ellos han estado esperándole, durante generaciones… La invasión no comenzó hasta que él llegó a nuestro planeta. O quizá hasta que… despertó —dijo en un tono enigmático—. Pero eso no importa ahora. Lo que debe importarnos es que su presencia es primordial para la invasión. Por lo tanto, debemos suponer que tras su muerte el ejército marciano se hallará lo suficientemente desorientado como para que cualquier rebelión que usted lidere, capitán Shackleton, acabe con él—. Tras decir aquello, el agente se volvió hacia mí exhibiendo una sonrisa que se me antojó propia de un desequilibrado—. Ese será el modo en que derrotaremos a los marcianos, señor Winslow. Y ambos sabemos que mi plan tendrá éxito, sencillamente porque
ya lo ha tenido
.

Le contemplé aturdido. ¿Qué podía contestarle, si mis propias palabras y argumentos parecían los delirios de un loco en su boca?

—Agente Clayton —terció entonces Wells, dirigiéndose a él con infinita suavidad—, su espíritu de sacrificio es sin duda encomiable. Sin embargo, no creo que debamos permitirle que dé su vida por las nuestras. Estoy seguro de que si estudiamos la situación con detenimiento, encontraremos otro modo de…

—Señor Wells —le interrumpió Clayton con la misma delicadeza—, cuando hicimos noche en mi refugio pude haber escogido cualquiera de mis prótesis. Como recordará, dispongo de casi una docena diferente, todas ellas con distintas prestaciones. Pero escogí precisamente esta, una mano explosiva que mandé fabricar hace un par de años, con la suficiente experiencia a mis espaldas como para comprender que tarde o temprano alguno de mis enemigos me pondría en una situación en la que mi propia inmolación sería preferible a caer en sus garras. Sin embargo, ahora veo con claridad por qué la mandé fabricar, y por qué he decidido estrenarla justo hoy. Todos nuestros actos tienen un sentido, nada es azaroso, como el señor Winslow ha comprendido tan acertadamente —dijo, señalándome con ambas manos, como si yo fuera un fenómeno de feria—. En realidad, él es el único de todos nosotros que ha sabido ver, desde el principio, cuál era nuestro destino. Es a usted a quien debo toda mi inspiración, señor Winslow. —Yo me removí inquieto, ante la mirada acusadora de todos—. El hecho de que todos nosotros estemos aquí no puede ser casual. Ignoro qué les corresponde hacer a cada uno de ustedes. Tendrán que descubrirlo por sí mismos. Pero sí sé lo que me corresponde hacer a mí: es evidente que debo aniquilar al Enviado. Y como en el ajedrez, la partida terminará con la muerte del rey. Si no lo hago, la invasión continuará, y me temo que entonces nadie podrá detenerla. Pueden verlo ustedes mismos.

Dijo esto último señalando una de las paredes del despacho, donde había dos mapas colgados. Confundidos, todos nos acercamos a examinarlos. Uno de ellos era de la ciudad de Londres y reflejaba, mediante numerosas cruces rojas, los avances de los trípodes. Aquel papel nos permitió confirmar lo que ya habíamos vislumbrado desde Primrose Hill: nuestra metrópoli ya les pertenecía. Pero el otro mapa nos aterró todavía más porque era un mapa del mundo. Como una viruela roja, las cruces se extendían por todo el planeta. Australia, India, Canadá y África, pero también otros países en los que no había colonias del Imperio Británico, donde nunca se ponía el sol, estaban siendo tomados por los marcianos. En unas semanas, nuestro mundo les pertenecería por completo. Y entonces, como acababa de decir Clayton, ya nadie podría pararlos. Todos observamos aquellos mapas en silencio, sobrecogidos por el horror. Los marcianos estaban invadiendo nuestro planeta… Y creo que fue en aquel momento cuando realmente fui consciente de ello. A pesar de todo lo que había pasado, a pesar de haber visto a los poderosos trípodes lanzando sus rayos a apenas unos metros de mí, destruyendo edificios y buques y personas con ridícula facilidad, nada me abrió tanto los ojos respecto a lo que estaba ocurriendo como aquel simple trozo de papel: íbamos a desaparecer, íbamos a ser erradicados del planeta Tierra. Sí, la raza humana se desvanecería como si nunca hubiese existido.

Clayton nos contempló entonces con severidad, como retándonos a que pusiéramos nuevas trabas a su plan, o quizá a que le ofreciéramos uno mejor, pero todos nos limitamos a devolverle una mirada desolada. En parte, tenía razón. Su plan era un despropósito, sí, pero ¿qué otra cosa podíamos hacer?

El agente llamó entonces nuestra atención sobre un extraño aparato que había al otro lado del despacho, y todos nos acercamos a él, intrigados. Sobre una mesita de nogal descansaba un artilugio rectangular del tamaño aproximado de un libro, del cual surgía, como el humo de una hoguera, una neblina azulada que pintaba en el aire una especie de huevo vaporoso. Observamos desconcertados aquella elipse temblorosa de tonos púrpura y añil por cuyo interior deambulaban puntos de luz y extraños garabatos fosforescentes, sin saber qué demonios estábamos admirando.

—¿Qué se supone que es esto? —pregunté.

—Si no me equivoco, se trata de un mapa del universo —dijo Clayton, todavía inmerso en aquel rapto de inspiración que le había embargado al entrar en el despacho.

Observamos al agente con asombro y luego volvimos a examinar el trémulo dibujo. Descubrir que lo que teníamos delante no era solo una figura de humo tan bella como caprichosa, sino una réplica del cosmos, nos maravilló a todos. Cada uno de los granos de luz que poblaban aquella bruma violácea era una galaxia con sus miles de millones de estrellas, que flotaban en hileras o racimos. Tenían la forma de hermosos remolinos de fulgor, de rutilantes rosas malvas, de luminosas caracolas marinas, e incluso de sombrero o de cigarro. Hechizado, Wells acarició el aparato, y el indeciso roce de sus dedos sirvió para aumentar la escala de aquel mapa gaseoso. De repente, el firmamento nos envolvió como un tul resplandeciente. Nos contemplamos unos a otros, extasiados, con los hombros escarchados de constelaciones, mientras nos dejábamos atravesar por las flechas mansas de los cometas. Observé a Emma sostener sobre su mano la mariposa refulgente de una nebulosa, a Jane con cúmulos estelares enredados en el cabello, a Murray con la chaqueta manchada por las Perseidas. Como un niño curioso, Wells movió la mano en la dirección contraria y el mapa encogió de pronto, cerrándose sobre sí mismo como un capullo asustadizo, hasta que quedó fijado en un tamaño medio que nos permitió admirar el cosmos en todo su esplendor y detalle. Reparé en nuestro sistema solar, con sus coloridos planetas orbitando alrededor del sol, reducido a unas motas de polvo que danzaban en un haz de luz. Y en la tercera mota más cercana al sol nos encontrábamos nosotros, como arrumbados en una esquina del universo, creyéndonos los amos de algo cuyo tamaño y límites sobrepasaban nuestra imaginación. He de confesar que me sentí repentinamente insignificante al constatar la vastedad del firmamento, el amplísimo jardín que se extendía más allá de mi ventana. Pero entonces, tras otro roce de Wells, que parecía incapaz de estarse quieto, surgió sobre la bruma una línea rojiza que, como un lujoso hilo escarlata, fue enhebrando planetas, que enrojecían y se desmigaban ante nuestros ojos justo cuando el hilo saltaba para enlazar el siguiente. Comprendimos que aquella línea trazaba el periplo que la raza que nos estaba invadiendo había llevado a cabo a través del espacio, conquistando y consumiendo planetas en lo que parecía una mudanza sin fin. Un éxodo cósmico que, para nuestro espanto, terminaba en un pequeño planeta azulado del sistema solar.

Debo hacer un alto aquí para aclarar a los lectores que fue entonces cuando todos comprendimos que nuestros invasores no venían de Marte, a juzgar por el largo periplo que habían recorrido en la noche eterna del espacio exterior, sino de algún lugar mucho más lejano e inimaginable. Aun así, todos continuamos llamándoles marcianos todavía hoy, quizá por la costumbre, puede que porque negarle a nuestros conquistadores la grandeza que les corresponde de ese modo tan infantil constituye el último acto de rebeldía al que podemos aspirar, o sencillamente porque el hombre es incapaz de comprender el horror a menos que le ponga límites cercanos y familiares. Sea como sea, la palabra marciano representa para nosotros todo lo que ahora tememos y odiamos, y por eso desde el comienzo de este diario la he empleado para referirme a ellos.

Pero volvamos a aquel despacho en cuyo centro palpitaba el universo. Al ver cómo el hilo escarlata alcanzaba la Tierra y la teñía de rojo, no pude evitar sentir una mezcla de miedo y melancolía. Pero para ser sincero, lo que realmente estremeció mi alma fue algo similar a un sentimiento de humillación, imagino que provocado por lo que solo puedo calificar como el ninguneo cósmico que padecíamos. Allí estábamos nosotros en nuestro insignificante planeta, ensimismados en nuestras guerras, orgullosos de nuestros logros, y absolutamente ajenos tanto a la majestuosidad del cosmos como a los conflictos que lo sacudían.

—Este es el verdadero mapa del cielo… —dijo entonces Emma—. Creo que mi bisabuelo se hubiera sentido muy decepcionado…

—Nadie podría haberlo imaginado así, Emma —se apresuró a consolarla Murray—. Excepto el señor Wells, por supuesto.

El empresario se volvió hacia el escritor y le dedicó una sonrisa divertida.

—Solo tú imaginaste un universo así, George —le dijo con un ligero tono de sorna—. ¿Recuerdas la discusión que tuvimos hace dos años cuando te pedí ayuda para publicar mi novela? Me dijiste que el futuro que yo había descrito jamás sería real porque no era verosímil. Me costó mucho asimilar tus palabras, pues nada deseaba más que poder imaginar la realidad con varios años de antelación. Sí, quería ser un visionario. Como tú lo eras para mí, George. Pero ahora puedo decirte que no envidio tu don…

—Daría cualquier cosa por haberme equivocado, Gilliam —contestó el escritor con frialdad.

—Y yo daría cualquier cosa por poder decirles que la imaginación del hombre está considerada una de las piedras preciosas del universo —lo imitó una voz a nuestras espaldas—, pero estaría mintiéndoles.

Todos nos volvimos hacia la puerta, contra la que se recortaba una silueta oscura. Al verla, mis compañeros se agitaron con un temblor unánime, como un arbusto acariciado por la brisa, pues todos comprendimos que solo podía tratarse del Enviado, que se había presentado en la habitación oculto tras un cuerpo de innegable filiación homínida, tal y como yo sospechaba que haría.

—Me temo que únicamente ustedes la consideran así —continuó sin moverse de donde estaba—, lo cual es lógico, debido a que solo se tienen a ustedes mismos como referentes. Pero el universo es un lugar habitado por numerosas razas, con toda suerte de bondades, la mayoría inconcebibles para ustedes, y les aseguro que, comparándola con ellas, la imaginación del hombre no es un bien tan preciado como para lamentar su pérdida. Deberían viajar más.

Guardamos silencio, sin saber qué responder a eso, o si el Enviado esperaba alguna respuesta de nuestra parte. Y aunque se mantenía todavía a resguardo de las sombras, observé que la apariencia que había escogido para caminar sobre la Tierra pertenecía a un hombre poco robusto; podría decirse que incluso terriblemente escuchimizado. Un alfeñique, para dejarnos de rodeos. No obstante, había algo que me inquietaba: su voz me resultaba en extremo familiar.

—Aunque debo reconocer que usted tiene una imaginación muy superior a la media de los hombres, señor Wells —dijo el Enviado, dirigiéndose ahora al escritor. Se adelantó entonces un paso, exponiéndose al fin a la luz de la lámpara, y todos pudimos ver su rostro—. O debería decir «tenemos».

Llenos de estupefacción, contemplamos la apariencia del Enviado, que no era otra que la del señor Wells. De pronto, al verlo de pie ante nosotros, con las manos en los bolsillos y sonriéndonos con la misma sonrisa jovialmente escéptica que solía esgrimir el escritor, nos sentimos confusos. Aunque nuestra confusión no era comparable a la del auténtico Wells, por supuesto. El escritor observaba a su réplica en silencio, inmóvil como una estatua, con el rostro desencajado y pálido. Su vértigo estaba del todo justificado, como el lector comprenderá, pues estaba viéndose a sí mismo sin la mediación de ningún espejo y desde ángulos que estos no le permitirían verse. Estaba viéndose ocupar un espacio, realizar unos gestos, incluso hablar. Estaba viéndose, por primera vez en su vida, desde fuera, exactamente como lo veían los demás. Estaba viéndose, en definitiva, como nadie tiene nunca el privilegio de verse.

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