—Me alegro de poder morir sabiéndolo —respondió Murray, tan conmovido como yo por la honda sinceridad con que ella había investido su voz.
—Me di cuenta en el sótano de Clayton, al escuchar tu confesión —continuó ella—, aunque desde entonces no he hecho otra cosa que tratar de esconderlo. Lo siento, Gilliam, lo siento… Pero cuando descubrí que me había enamorado por primera vez en mi vida, lo único que sentí fue una enorme pena. ¿De qué iba a servirme eso ahora, apenas unas horas antes del fin del mundo? —La voz de la muchacha se quebró como una rama seca—. Pensé que si lo aceptaba, los dos sufriríamos mucho más. ¡No quiero ver morir al hombre que amo, ni morir después de haberte encontrado! Por eso intenté negármelo a mí misma… Pero está claro que al Dueño del Tiempo no se le puede negar nada.
—Acabas de otorgarme un título que llevaré con mucho más honor: el de hombre más feliz del mundo.
—De un mundo arrasado, ¿no te das cuenta? —repuso, desesperada—. Nos hemos encontrado demasiado tarde, Gilliam…
—¿Tarde? No, Emma, no. En casa de tu tía me dijiste que nunca más renunciarías a soñar, que sabías que llevabas el mapa del cielo en tu interior… y ese mapa custodia tus sueños. Y en los sueños no existe el tiempo, Emma. Los relojes se detienen, como sucede en las llanuras rosadas de la cuarta dimensión…
Y en el largo silencio que siguió a las palabras del empresario, el cual delataba un nuevo y apasionado beso, yo suspiré lo más débilmente que pude, tratando de liberar el nudo que me obstruía la garganta. Siempre había sostenido que el amor que uno sentía resultaba ridículo para los demás, que no podían evitar torcer el gesto ante un código de complicidades que les resultaba ajeno, y generalmente sonrojante. Incluso yo me había visto obligado a escribir con cada una de mis parejas nuestro particular vademécum sentimental, si bien me contemplaba desde una irónica distancia, cuando pronunciaba las afectadas frases de rigor. No lo hacía porque creyera en ellas, sino porque mi espíritu competitivo me exigía ser el mejor en todo lo que hiciera. Si por desgracia vivíamos en un mundo donde a los caballeros se nos demandaba toda suerte de grotescos aspavientos románticos, yo los realizaría con la mayor destreza posible, tal era mi poder de adaptación al medio. Pero como el lector podrá deducir de mis irreverentes palabras, en realidad estaba convencido de que el amor, como tal, no existía. Pensaba que todos lo confundían con la manera más o menos graciosa, exagerada o enfática de sublimar nuestro miedo a la soledad, al aburrimiento o a arder eternamente en el infierno del deseo. Lo que yo sentía por mi esposa Victoria, sin ir más lejos, no era más que un tibio afecto, un cariño nebuloso que el viento avivaba del mismo modo que atenuaba, y estaba seguro de que no era culpa suya, pues dudaba que yo fuera capaz de amar a otra de mejor manera. ¿Por qué me había casado con ella, entonces? Sencillamente porque me apetecía estar casado, crear una familia, dejar de despilfarrar la fortuna de mi padre en efímeros placeres y disfrutar de la tranquila ilusión que ofrece trazar proyectos de futuro con alguien. Como puede verse, aquella forma de amar mía, tan pobre, interesada y errónea, distaba mucho de la manera en que lo hacía el empresario, y al constatar eso, sentí una inmensa pena de mí mismo. Iba a abandonar este mundo sin haber amado a nadie, y lo que era aún peor, habiendo menospreciado el amor de todas las mujeres que me habían amado.
Aquella manifiesta incapacidad para amar siempre había condicionado mi vida. Y todavía seguía haciéndolo, pues desde que había abandonado la casa de mi tío, mi mayor preocupación era encontrar el modo de derrotar a los marcianos para salvar a la humanidad, lo que no dejaba de ser un concepto bastante vago, porque a la humanidad no podías abrazarla, meterla en tu cama, sonreírle. O ¿quién quería salvar en concreto? A nadie, me dije con horror y una infinita lástima. A nadie en especial. Quería que mi esposa no muriese, por supuesto; tampoco mi primo Andrew, ni su mujer, pero no por ellos, sino por mí, por cómo me afectaría a mí su repentina desaparición. Por eso me refugiaba en una idea tan abstracta como la humanidad. Habría dado lo que fuese por que en aquellos momentos, en algún lugar del planeta, hubiera alguien cuya muerte pudiera realmente importarme, producirme un dolor superior a la mía propia. Pero no lo había, constaté con amargura, porque entre los millones de personas que poblaban la Tierra no existía un solo ser al que yo amara desinteresadamente. Los trípodes estaban matando a los míos, pero yo era incapaz de sentir pena por cada uno de ellos por separado. No había ninguno cuyo fulgor le hiciera destacar sobre los demás, como resplandecía Claire para Shackleton, o Emma para Murray. Yo solo sentía pena por la extinción del conjunto que formaban y en el que quedaban desdibujados: la raza humana. La raza a la que tan deshonrosamente pertenecía.
Mis ojos todavía se inundan de lágrimas cuando recuerdo aquel momento, a pesar de que entonces solo atinara a componer una mueca irónica ante aquella nueva y sorprendente sensibilidad mía. Y aunque el pulso me tiembla de tal modo que me cuesta un gran esfuerzo mantener la claridad de mi escritura, no quisiera acabar sin advertir al lector que, si he expuesto aquí estos hechos con tal profusión de detalles, no ha sido por mi deseo de inmortalizar la revelación que supuso para mí conocer el verdadero significado del acto de amar. Si lo he hecho ha sido para dejar constancia de los sentimientos nobles y sublimes que los ejemplares mejores afinados de la raza humana son capaces de producir. Tal vez el amor sea un sentimiento afín a otras especies del universo, pero el amor que engendra el hombre es exclusivamente suyo, y con él morirá. Entonces el universo, pese a su insondable vastedad, pese a su apariencia infinita, ya no estará completo. Si eso ocurre, ojalá sirvan estas palabras mías, las palabras de alguien que nunca supo amar, para evocar el amor en el corazón de quien las lea.
A la mañana siguiente, los marcianos enviaron a Charles junto a un puñado de hombres a trabajar en las entrañas de la pirámide. Era la primera vez que entraba en ella. Hasta aquel momento siempre había trabajado en la superficie, cargando y soldando las pesadas vigas que la hacían ascender hacia el cielo con morosidad de estalagmita. Y unos meses antes quizá habría sentido una ávida curiosidad ante la oportunidad de ver las tripas de la estructura, pero esa mañana lo único que Charles experimentó fue una ligera desazón ante las consecuencias que la exposición al núcleo venenoso de la máquina podría acarrearle a su precaria salud. Probablemente aquella incursión aceleraría su enfermedad, impidiéndole quizá acabar su diario. En el fondo, sabía que por eso había sido escogido. Quienes trabajaban en el corazón de la máquina solían morir a los pocos días, por lo que, para no desperdiciar mano de obra, los marcianos recurrían a los prisioneros que ya habían dado muestras de incubar la enfermedad. Si el grillete, que según parecía vigilaba la sangre del prisionero mediante los filamentos con los que se adhería a su carne, te consideraba apto para bajar al vientre de la pirámide significaba que ya estabas condenado, aunque eso no supuso ninguna sorpresa para Charles. Sabía que la muerte lo había marcado desde la primera vez que al toser dibujó en el suelo una flor de sangre que despedía suaves destellos verduscos.
Entraron por unas escotillas circulares que había en el suelo, junto a la base de la pirámide, y descendieron por unas escalerillas atornilladas a la pared. Desembocaron en un angosto túnel, cuyas paredes irradiaban una ligera fosforescencia verdosa, y por él avanzaron en una ordenada hilera, siguiendo al marciano que los precedía. Delante de Charles caminaba Ashton, el prisionero que le había conseguido su preciado cuaderno, y a pesar de que intentaba avanzar con la estudiada fanfarronería que antaño debía de esgrimir por las calles de su barrio, algún inmundo estercolero del East Side, a Charles le pareció distinguir varias gotas de sudor resbalando por su sucia nuca. A su espalda caminaba el joven Garvin, un muchachito que apenas rondaría los catorce años, un niño todavía cuando comenzó la invasión. Al oírle respirar agitadamente, Charles se dio la vuelta y se encontró con su carita infantil extrañamente cadavérica bajo aquella luminiscencia fantasmal, con la mirada obstruida por el miedo y las enjutas mejillas empapadas de lágrimas, como el espectro de un niño que vagara desolado por los corredores de su antiguo hogar, sin comprender que ya estaba muerto. Charles volvió a mirar al frente, a la sucia nuca de Ashton, sin dedicarle una sonrisa o una palabra de ánimo. ¿Qué consuelo podría ofrecerle al muchacho, después de todo? El consuelo era otra de las muchas cosas que los marcianos habían extirpado del planeta.
Tras varios minutos recorriendo el túnel, del cual surgían continuamente ramificaciones que eran desechadas por la comitiva, al fin alcanzaron lo que parecía ser su final. A lo lejos, distinguieron un arco tras el cual se adivinaba una sala, de la que surgía la misma fosforescencia que brotaba de las paredes, aunque mucho más intensa. Mientras se acercaban a ella, Charles intentó orientarse, preguntándose cuánto habrían avanzado. ¿Correspondería la sala a la que se dirigían al centro de la pirámide? No lo sabía, como tampoco sabía si todavía continuaban bajo tierra o si, como le había parecido en algún momento, habrían ascendido en una ligera pendiente, y ahora se encontraban en un nivel superior. No obstante, aunque sus pasos resonaban como si el suelo estuviera hueco, debía reconocer que tenía la sensación de estar enterrado bajo muchos metros de tierra, respirando un aire pesado y rancio, un aire que parecía tener miles de años de antigüedad y que le desgarraba la garganta a su paso. Todas aquellas preguntas fueron relegadas, sin embargo, a medida que se acercaban al arco que comunicaba el túnel con la estancia de donde manaba el intenso resplandor, y su mente fue ocupada entonces por una sola: ¿Qué habría allí dentro?
Por muchas cosas que hubiera visto en los últimos dos años, por mucho que su razón se hubiese mecido al borde de la locura, intentando comprender y aceptar lo imposible, Charles descubrió que nada de eso le había preparado para enfrentar lo que había en el interior de aquella sala. Todos los prisioneros se fueron arracimando a su entrada, temerosos e indecisos, apretándose unos contra otros mientras se llevaban una mano a los ojos, deslumbrados por aquel fulgor verde, una luz que resultaba tan intensa que casi podía oírse y olerse. Cuando sus ojos se acostumbraron a aquel resplandor, los presos miraron a su alrededor, parpadeando medio aturdidos. Y durante mucho tiempo no comprendieron lo que estaban viendo. Era como si sus ojos se estuvieran enfrentando a un espantoso acertijo, a algo que no sabrían que era horrible hasta que llevaran siglos observándolo.
La sala era circular, de no más de quince metros de diámetro, y el techo debía de ser tan alto como el de una catedral, pues no alcanzaban a verlo. Su centro se encontraba vacío, pero a lo largo de sus paredes se apretaba una hilera de tanques de un material translúcido semejante al cristal, que se perdían hacia las negruras del techo como los tubos de un órgano. Aquellas barricas transparentes se hallaban llenas de un fluido verde viscoso, una especie de jarabe del que parecía provenir el resplandor que anegaba la estancia. Y dentro de aquellos inmensos tanques, flotando perezosamente en el líquido, había cuerpos. Cientos de pequeños y tiernos cuerpecitos de bebés humanos que contrajeron el rostro de Charles en una mueca de horror. Más allá del estupor, contempló el cardumen de recién nacidos sumergidos en aquella pecera infernal, que se maceraban como fruta en una jalea verdosa. Todos parecían conservar todavía sus cordones umbilicales escapando de sus ombligos, aunque al observarlos con más atención, Charles descubrió que aquellos flecos no eran orgánicos: habían sido sustituidos por unos cables de un material extraño, que surgían de sus vientres y se escabullían por los agujeros que, similares a desagües, poblaban el suelo de la pecera, convirtiendo los cuerpecitos de los niños en macabras boyas sujetas al fondo de aquel océano gelatinoso. Los recién nacidos se mecían suavemente mientras sus piernecitas y sus bracitos se agitaban con pesadez, como si corriesen en sueños. Pero lo más espantoso de todo era que sus cráneos estaban abiertos, dejando a la vista sus tiernos cerebros, donde se ensartaba una maraña de finísimos hilos que flotaban alrededor de sus cabezas como cabelleras despeinadas por una inexistente brisa. De los extremos de aquellos ramilletes serpenteantes, brotaba a intervalos regulares un resplandor levemente dorado que ascendía por el infame líquido, perdiéndose en la turbia oscuridad como espantosas estrellas fugaces. Los resplandores eran tan frecuentes que parecía que una bandada de monstruosas luciérnagas velaba el sueño de aquellos niños.
Ante aquella visión, todos los prisioneros comenzaron a vomitar, observados por los rostros impasibles de los dos guardias, que esperaron pacientemente a que vaciaran sus estómagos, quizá como hacían cada vez que bajaban con una partida nueva. Cuando los prisioneros acabaron de emporcar el suelo de la estancia, los marcianos les ladraron las órdenes de lo que debían hacer allí. Su trabajo consistía en acarrear hasta la sala unos inmensos toneles que había en un almacén cercano, haciéndolos rodar por los túneles, y conectarlos luego a la máquina que había adosada a un extremo de la pecera de los bebés, cuya función parecía ser la de renovar el líquido en el que flotaban. El grupo obedeció en un estremecido silencio, bajo la atenta vigilancia de los marcianos, limitándose a intercambiar de vez en cuando expresiones de pavor o desconcierto. Cada cierto tiempo, Charles lanzaba una mirada fugaz al siniestro escaparate, intentando interpretar lo que veía. Sospechaba que debía entender qué significaba todo aquello, así que mientras acarreaba los toneles de un lado a otro mecánicamente, su mente se esforzaba en sacar conclusiones. Al parecer, el destino de los bebés engendrados en los campos de procreación no era sustituir algún día a los presos, para renovar así la mano de obra, como habían pensado siempre. Ahora le resultaba terriblemente obvio que la pirámide estaría terminada mucho antes de que aquellos niños fuesen lo suficientemente mayores como para asumir las labores que estaban realizando ellos. No, los marcianos les obligaban a concebir porque necesitaban a los bebés para que las pirámides repartidas por el mundo funcionaran, se dijo. ¿O acaso no estaba interpretando correctamente aquel espanto? Era evidente que, mediante las serpenteantes agujas que ensartaban sus cerebros, los marcianos estaban extrayendo algo de los bebés, algo que ascendía hacia las alturas como un resplandor ligeramente dorado. Pero ¿qué era? ¿Sus almas? ¿Funcionaba la máquina marciana con el alma de los niños? Charles no sabía qué pensar, pero era evidente que les estaban arrebatando algo. Y fuera lo que fuese, quizá lo estaban usando como una especie de carbón que, tras ser manufacturado en alguna otra parte de la máquina, servía para ponerla en funcionamiento. Recordó entonces aquella novela de Mary Shelley en la que el doctor Frankenstein dotaba de vida a un cadáver hecho de remiendos insuflándole la energía de un rayo. ¿Contendría el cuerpo humano algo similar, algo que podía extraerse y usarse de un modo parecido, algo que podía dotar de vida a otra cosa? Según parecía, su alma, todo lo que él era, aquella abstracción que abarcaba el conjunto de sus pensamientos, sus sueños, su voluntad y todo lo que la muerte, en definitiva, hurtaba a los cuerpos, podía ser usada por los marcianos como combustible.