Un pequeño estruendo interrumpió entonces el hilo de sus pensamientos. Al mirar hacia el otro extremo del túnel, descubrió que Garvin se había desmayado de puro cansancio, con tan mala fortuna que la barrica que en aquel momento estaba manipulando rodó sobre sus piernas, y todos oyeron el crujido de sus huesos al fracturarse por varios sitios. Los guardias intercambiaron una mirada, y a los pocos segundos, el collar del muchacho emitió aquel sonido tan familiar para todos, y Garvin, todavía desmayado, empezó a levantarse grotescamente. Cuando estuvo de pie, con la cabeza colgando sobre su pecho como un péndulo, echó a andar con sus piernas retorcidas en varios ángulos imposibles hacia el túnel de salida. Charles le observó abandonar la pirámide con una mueca de horror, rogando para que el muchacho cayera en el embudo antes de que recuperase la consciencia.
Aquella noche, de vuelta en su celda, con el diario abierto sobre la mesa, no pudo evitar recordar al muchacho espigado y alegre que había sido Garvin durante los primeros meses de su encierro. Recordó cómo se había ofrecido voluntario para formar parte del grupo de fuga que intentaba organizar el capitán, pues se sentía orgulloso de haber salido completamente ileso del ataque de un trípode a su edificio, y ansiaba vengar la muerte de sus padres. Estaba convencido de que, con el tiempo, incluso podría llegar a ser el hombre de confianza del bravo capitán Shackleton. Pero sobre todo, con una sonrisa melancólica, Charles recordó su risa, aquel tintineo de campanitas que hacía tanto tiempo que no se escuchaba allí, aquel sonido esperanzador que era la risa de un niño. Aunque no fue la risa de Garvin la única que recordó.
DIARIO DE CHARLES WINSLOW
16 de febrero de 1900
Llevábamos un par de horas caminando cuando, rebotando a través de la garganta que formaban los húmedos muros, llegó hasta nosotros el sonido que menos podíamos esperar oír en aquel lugar: la risa de los niños. Todos nos miramos, desconcertados, mientras, a medida que avanzábamos, el aire se iba llenando de cascabeles. Las risas tintineaban en la distancia, enredándose unas con otras, e iban despertando en nosotros una sensación de bienestar familiar y olvidado. Aquellos niños, con sus alegres y frágiles risas, se atrevían a desafiar a los marcianos, negaban el fin del mundo. Cada vez más emocionados fuimos acelerando el paso, sonriéndonos unos a otros, guiados por aquel sonido que tan incongruente resultaba en el escenario en el que nos encontrábamos, y que, al fundirse con el canturreo del agua, componía una sinfonía delicada y sugerente, de algún modo mágica.
No tardamos en verlos: eran al menos una docena, de edades comprendidas entre los cuatro y los ocho años, y jugaban ensimismados en el escaso espacio que ofrecía la acera de la alcantarilla, tiznados por la tenebrosa luz de los faroles. La mayoría de ellos iban vestidos con ropas modestas y sucias, aunque había tres o cuatro que vestían con elegancia, como si acabaran de dejar a su nodriza sentada en un banco del parque. Sin embargo, a ellos no parecía importarles esas diferencias, pues jugaban a la manera despreocupada de los niños, unos con otros, sin hacer todavía esas distinciones que los adultos hacemos incluso inconscientemente. Distribuidos sobre la acera por escenas, con los arcos al fondo, parecían una colección de dioramas: los más pequeños daban vueltas cogidos de la mano, mientras canturreaban una cancioncita infantil; a su lado, dos de las niñas más mayores jugaban sobre una rayuela pintada en el sucio suelo; un poco más allá, un par de niñas hacían girar una comba mientras otra saltaba, y sus largas trenzas se agitaban en el aire; tres o cuatro niños aparecieron de pronto desde el fondo oscuro del túnel, corriendo tras el aro que uno de ellos hacía rodar con un palo, y atravesaron sin miramientos por entre la competición de peonzas en la que estaba absorto otro grupo.
Tan concentrados se hallaban todos en sus distracciones que no repararon en nuestra llegada hasta que nos encontramos a una docena de metros de ellos. Entonces detuvieron sus juegos y nos observaron con suspicacia, incluso con un ligero fastidio, como si para ellos no representáramos más que una amenaza para su diversión: ocho adultos que habían aparecido como por arte de magia en un reino que quizá habían empezado a considerar solo suyo, donde no había más reglas que el disfrute del momento. Pero bastaba verlos para comprender que muy pronto, cuando se agotara la novedad de aquella libertad inesperada, les asaltaría el miedo al encontrarse allí solos, sin el sustento de los mayores, frágiles de repente. Tras varios segundos en los que ambos bandos nos dedicamos a observarnos con visible estupefacción, encontrando absurda la presencia de alguien más allí, Emma y Jane se aproximaron a ellos con la cautela de dos niñeras resabidas, como si temieran espantarlos, y se acuclillaron para situarse a su altura. El grupito las observó con desconfianza.
—Hola, niños —dijo la esposa de Wells, sonriéndoles con dulzura—. Yo me llamo Jane y esta es mi amiga, Emma…
—¡Hola! —intervino la aludida con voz cantarina—. No tengáis miedo, no vamos a haceros daño. Solo queremos saludaros, nada más, ¿verdad? —preguntó a Jane, quien asintió vigorosamente sin dejar de sonreírles.
Los niños miraban a ambas sin parpadear, inmóviles sobre la acera. Entonces uno de ellos rompió el hieratismo del grupo rascándose la cabeza con repentina saña, por lo que el aro que había estado sujetando contra su pierna rodó lánguidamente, hasta ovillarse en un remolino brillante a los pies de las muchachas, donde se detuvo con un suspiro de latón. Emma no dejó pasar la oportunidad: lo cogió con delicadeza y fingió admirarlo.
—Vaya, es un aro muy bonito… —dijo—. Yo tenía uno de madera cuando era pequeña, pero este es de… ¿hierro?
—Es el aro de un barril, señorita. Ruedan mucho mejor que los de madera, y también son más resistentes… —contestó el que parecía mayor de todos, un niño delgaducho con un puñado de greñas rizadas entoldándole los ojos.
—¿De verdad? —se interesó Emma—. No lo sabía. ¿Y dónde lo has conseguido… eh…? ¿Cuál es tu nombre, jovencito?
—Curly —musitó el muchacho, un poco a regañadientes.
—¿Curtis? —preguntó Emma, fingiendo no entender, mientras dos de las niñas disimulaban unas risitas.
—Curly, me llaman Curly… por mi pelo, ya sabe… —respondió el niño, sacudiéndose su rizada melena y tendiendo luego la mano a la muchacha en un gesto adorablemente adulto.
—Encantada de conocerte, Curly —respondió Emma estrechándosela.
—Encantada, Curly —la imitó Jane.
El resto de los niños se arracimaron detrás del mayor, observándonos con suspicacia.
—Yo me llamo Hobo —dijo de repente el más pequeño, una especie de ruiseñor rubio al que una de las niñas mayores había tomado de la mano.
El resto de nosotros, que nos habíamos apiñado tras las muchachas debido no tanto a la angostura de la acera como a nuestra escasa pericia en el trato con niños, sonreímos al pequeño al unísono, un gesto que pretendía ser tranquilizador aunque debió de resultarle inquietante.
—Y yo Mallory —dijo la niña de las trenzas que había estado saltando a la comba.
La reacción de Mallory acabó por animar al resto de los niños, que empezaron a presentarse tímidamente. Emma y Jane les fueron sonriendo a todos, a medida que cada uno de ellos iba balbuceando su nombre. Cuando terminaron, las muchachas procedieron a presentarnos a nosotros. Los niños asintieron con indiferencia mientras ellas decían nuestros nombres, excepto cuando Jane pronunció el de Wells, pues intercambiaron algunas risas, que el escritor encajó con un rictus desabrido. Supuse que aquella reacción se debía al contraste entre el señor Wells y los demás hombres del grupo, todos más altos, fornidos y, por qué no decirlo, más atractivos que él.
—Muy bien —dijo Emma cuando terminaron las presentaciones—. Ahora que todos nos conocemos y que somos amigos, decidme, ¿qué hacéis aquí solos?
Curly la miró con sorpresa.
—Jugábamos —dijo, como si señalara una obviedad.
Un niño lanzó una risita traviesa, divertido ante la pregunta tonta de aquella señora.
—¿Y vuestros padres? ¿Están arriba? —preguntó Emma, haciéndose eco de la curiosidad de todos. Curly negó resueltamente con la cabeza—. ¿No? ¿Y dónde están?
—Cerca —se limitó a decir el niño.
—¿Cerca? ¿Quieres decir que están… aquí abajo?
Curly asintió, y Emma intercambió una mirada de sorpresa con nosotros.
—Hay más gente escondida aquí… —musitó Murray a mi lado.
—Eso parece… —dije yo, fascinado.
—Debemos contactar con ellos, ver cuántos son —nos susurró Clayton, supuse que excitado ante la posibilidad de reunirnos con más gente, de formar un grupo con más recursos, de intercambiar información sobre la invasión.
El agente se separó de nosotros y se acercó a los niños, escondiendo su mano de metal en el bolsillo de la chaqueta.
—Qué bien, niños, qué bien —dijo, apartando a Emma suavemente a un lado—. Así que vuestros padres están cerca. ¿Y podríais llevarnos con ellos?
Los niños intercambiaron miradas entre sí.
—Podemos —dijo Curly.
Clayton dio media vuelta hacia nosotros, alzando las cejas maravillado.
—Pueden.
Se volvió de nuevo hacia los niños con una sonrisa satisfecha, y todos se limitaron a mirarse en silencio unos segundos.
—Pues ¿a qué esperamos? —dijo al fin Clayton sin impacientarse, en un tono de teatral entusiasmo, como si nada hubiera en el mundo que pudiera hacerles más ilusión a los niños.
Los niños se consultaron entre ellos con inquietante formalidad, hasta que un gesto imperceptible del tal Curly les puso en marcha y, formando una improvisada fila, se aventuraron por uno de los túneles laterales. Curly nos invitó a seguirles con un gesto de cabeza, que el agente Clayton replicó para nosotros, como la imagen de un espejo de barraca. Todos obedecimos, y durante varios minutos caminamos tras los niños, que marchaban cuatro o cinco metros por delante, saltando y brincando y cantando canciones infantiles, como si ejercer de guía les aburriese tanto que tenían que entretenerse de algún modo. Sus vocecitas agudas y tiernas rebotaban en las paredes del túnel produciendo un guirigay tan incongruente como tranquilizador, una suerte de sortilegio que evocaba el mundo del que nos habían echado los marcianos, el mundo donde hilábamos nuestra vida, con sus calles atestadas de carruajes apresurados y sus parques llenos de niños riendo. Un mundo que era nuestro. Un mundo que nunca sospechamos que alguien pudiera codiciar desde el espacio, hasta el punto de surcar el cosmos para arrebatárnoslo. Intenté animarme diciéndome que aún no lo habían conseguido, que muchos de los nuestros se habían refugiado en las cloacas, dispuestos a resistir, quizá a la espera de que un hombre les enseñara a luchar, y contemplé a Shackleton, que caminaba a mi lado con gesto sombrío.
—¿No es emocionante, capitán? —le dije, intentando animarlo—. La gente se esconde en las alcantarillas, como usted hizo…, quiero decir, hará en el futuro.
Shackleton asintió con indiferencia, pero no hizo ningún comentario al respecto, y yo tampoco insistí. Así que continuamos caminando en silencio durante unos minutos más, hasta que, de repente, los niños nos ordenaron que nos detuviésemos junto al orificio de salida de un estrecho tubo que se abría en una pared del túnel. Para nuestro disgusto, empezaron a introducirse por él, y no nos quedó más remedio que seguirlos a través del tubo, encorvados para no golpearnos la cabeza. Parecía un túnel en desuso del sistema de alcantarillado anterior, que giraba en ángulo recto una y otra vez, con modales de laberinto. Cuando ya empezábamos a considerar que aquel pasadizo no tenía final, desembocamos en un almacén enorme, atestado de materiales de construcción. Al fondo, disimulada tras unos bultos, nos aguardaba una escalera empinada que descendía hacia la oscuridad. Los niños empezaron a bajarla sin mostrar miedo alguno, riéndose de sus propias bromas.
—¿Adónde diablos nos llevan? —comenté, cansado de tanto caminar, sintiéndome cada vez más sucio y maloliente.
Pero nadie tenía la respuesta. Al poco, llegamos a una vasta estancia de techo abovedado, donde habitaba, enroscado como los dragones de los cuentos, un frío terrible y húmedo. La habitación estaba iluminada por un puñado de lamparitas asidas a los muros y a las columnas que apenas lograban roer la oscuridad, por lo que era difícil calcular sus verdaderas dimensiones.
—Ya hemos llegado —anunció Curly.
Todos examinamos desconcertados aquella especie de cripta en sombras aparentemente vacía.
—Pero… y vuestros padres… ¿dónde están? —pregunté a Curly.
—Aquí —dijo el niño, señalando a nuestro alrededor con la mano.
—Pero aquí no hay nadie, Curly, solo nosotros… —le objetó con dulzura Emma, siguiendo con una mirada atónita el gesto del muchacho.
—Están aquí —insistió Curly, tozudamente—. Llevan aquí mucho tiempo…
Algo desconcertados por las palabras de Curly, todos volvimos a estudiar la inmensa cámara, intentando desentrañar las sombras, pero parecíamos estar solos allí. Iba a pedirle a Curly que se explicara, cuando de repente, Wells y Clayton, como movidos por un presentimiento común, tomaron unos faroles de la columna más cercana y avanzaron con pasos cautelosos hacia el muro del fondo. Todos les seguimos intrigados, componiendo una especie de cortejo fúnebre, mientras los niños permanecían en el centro de la estancia. Cuando el escritor y el agente llegaron al muro, cada uno se dirigió hacia un lado del mismo y, alzando sus faroles, procedieron a inspeccionarlo con atención. La luz que derramaban sobre él nos permitió ver que estaba dividido en cuadrados, como un damero, cada uno de ellos decorado con extraños caracteres vagamente orientales. Wells movió la lamparita a lo largo de la pared, y comprobó que todo el muro presentaba las mismas divisiones cinceladas con aquellos signos ignotos que desprendían resplandores cobrizos, mientras Clayton hacía lo mismo al otro extremo del muro.
—Santo Dios… —balbució el escritor con voz ahogada.
—Santo Dios… —repitió como un eco la voz de Clayton.
—¿Qué ocurre? —pregunté yo, si entender nada de lo que estaba pasando.
Wells dirigió el rostro hacia nosotros, y luego, con una mueca de aprensión, observó a los niños, que se hallaban agrupados en el centro de la estancia.
—Nos han traído con sus padres… solo que para ellos sus padres son sus antepasados —musitó el escritor.