El Mar De Fuego (15 page)

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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #Fantasía Épica

BOOK: El Mar De Fuego
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Dondequiera que Haplo dirigiese la mirada, aparecían nuevas estructuras rúnicas de los sartán.

—No hace mucho tiempo que los tuyos han desaparecido de aquí —comentó, advirtiendo la amargura de su tono de voz y esperando que ocultara el nudo de temor, rabia y desesperación que sentía retorcerse en sus entrañas.

—¡No digas eso! —protestó Alfred. ¿Acaso trataba de no dar demasiado pábulo a sus esperanzas? ¿O tal vez sonaba, más bien, tan asustado como Haplo?—. No tenemos otras pruebas que...

—¡No me vengas con ésas! ¿Crees que los humanos podrían vivir mucho tiempo en esta atmósfera tóxica, por muy avanzados que sean sus conocimientos de la magia? ¿Podrían hacerlo los elfos, o los enanos? ¡No! El único pueblo capaz de sobrevivir aquí es el tuyo.

—O el tuyo —lo corrigió Alfred.

—Sí, claro. Pero los dos sabemos que esto último es imposible.

—No sabemos nada. Podría ser que los mensch vivieran aquí, que se adaptaran con el tiempo...

Haplo se volvió, lamentando haber iniciado la conversación.

—De nada sirve hacer suposiciones —dijo—. Probablemente, no tardaremos en descubrir lo que pasó. No hace mucho tiempo que los habitantes de este lugar, fueran quienes fuesen, lo abandonaron.

—¿Cómo puedes estar seguro?

Como respuesta, el patryn sostuvo en alto una hogaza de pan que acababa de partir.

—Observa —indicó a Alfred—. Está duro por fuera, pero el centro aún está blando. Si llevara mucho tiempo aquí, todo el pan estaría duro. Y la hogaza no lleva ninguna runa de conservación, de modo que tenían pensado comérsela, no guardarla.

—Ya veo. —Alfred estaba admirado—. Jamás se me habría ocurrido...

—En el Laberinto, uno aprende a buscar indicios e interpretarlos. Quién no lo hace, no sobrevive. El sartán, incómodo, cambió de tema.

—¿Por qué se marcharían? ¿Qué crees que sucedió?

—Yo diría que una guerra —respondió Haplo, levantando una copa llena de vino y acercándola a la nariz. El contenido tenía un olor horrible.

—¡Una guerra! —El tono de desconcierto de Alfred llamó de inmediato la atención del patryn.

—Sí, pensándolo bien resulta extraño, ¿verdad? Vosotros, los sartán, os enorgullecéis de encontrar soluciones pacíficas a los problemas, ¿verdad? Pues bien —continuó, encogiéndose de hombros—, todo me lleva a pensar que la causa es ésa.

—No entiendo...

Haplo hizo un gesto de impaciencia con la mano.

—La puerta entreabierta, la sillas caídas, la comida sin terminar, la ausencia de barcos en el puerto...

—Me temo que sigo sin entender.

—Una persona que abandona su propiedad esperando volver cierra y asegura la puerta para encontrarla como la ha dejado. Una persona que huye de su casa porque le va en ello la vida, lo deja todo como está. Además, la gente que estaba aquí huyó en mitad de una comida, dejando tras de sí objetos que suelen guardarse o llevarse: platos, cubiertos, jarras, botellas... Botellas llenas, por cierto. Seguro que, si subes al piso de arriba, encontrarás aún la mayor parte de su ropa en las habitaciones. Les llegó un aviso de peligro y todos se apresuraron a abandonar el lugar.

Alfred abrió unos ojos como platos, presa de un súbito espanto mientras la imagen que le describía Haplo iba abriéndose paso en su mente con una luz malsana.

—Pero... si lo que dices es cierto..., lo que los haya atacado a ellos...

—...nos atacará a nosotros —terminó la frase Haplo. Se sentía más alegre. Alfred tenía razón: aquello no podía ser cosa de los sartán. Por lo que conocía de su historia, éstos no habían hecho jamás la guerra a nadie, ni siquiera a sus enemigos más temidos. Habían encerrado a los patryn en una cárcel, en una prisión mortal, pero, según los propios patryn, aquella prisión había tenido como objeto original rehabilitar, y no matar, a sus internos.

—Y, si se han marchado con tantas prisas, la causa de su huida no puede andar muy lejos. —Alfred echó una nerviosa ojeada por la ventana—. ¿No deberíamos continuar la marcha?

—Sí, supongo que sí. No hay mucho más que descubrir, por aquí.

Pese a su torpeza, el sartán podía moverse con bastante rapidez, cuando quería. El fue el primero en llegar a la puerta, antes incluso que el perro. Ganó precipitadamente la calle y ya estaba a medio camino del muelle, corriendo entre traspiés hacia la nave, cuando se dio cuenta de que estaba solo. Dio media vuelta y llamó a Haplo, que se encaminaba en dirección contraria, hacia el otro extremo del pueblo.

El grito de Alfred arrancó un eco estentóreo de los silenciosos edificios. Haplo no hizo caso y continuó caminando. El sartán se encogió y reprimió otro grito. Luego, se lanzó a un trotecillo, tropezó con sus propios pies y cayó de bruces. El perro lo esperó, por orden de Haplo. Finalmente, Alfred llegó a su altura.

—Si lo que dices resulta cierto —dijo entre jadeos, casi sofocado por el esfuerzo—, el enemigo debe de estar ahí delante.

—Lo está —respondió Haplo con frialdad—. Mira.

Alfred lo hizo y vio un charco de sangre reciente, una lanza rota y un escudo. Se pasó una mano temblorosa por la calva, en gesto nervioso, y murmuró:

—Entonces..., ¿entonces, por qué quieres ir por ahí?

—Para encontrarlo.

CAPÍTULO 12

CAVERNAS DE SALFAG, ABARRACH

La calle estrecha que tomaron Haplo y su reacio acompañante se estrechó hasta terminar entre gigantescas estalagmitas que se alzaban en torno a la base de un acantilado de obsidiana de paredes cortadas a pico. El mar de magma lamía perezosamente su pie y la roca emitía un brillante reflejo bajo la tenue luz. La pared del acantilado se alzaba hasta perderse entre las sombras cargadas de vapor. Por allí no podía venir hacia ellos ningún ejército.

Haplo dio media vuelta y observó una amplia llanura tras la pequeña población portuaria. No alcanzó a ver gran cosa, pues buena parte de la planicie quedaba envuelta en las sombras de aquel mundo que no conocía otro sol que el de su propio núcleo. Sin embargo, a veces, un río de lava se desviaba del curso principal y se extendía hacia la enorme llanura rocosa. Al reflejo de su luz, el patryn vio desiertos de fango burbujeante y viscoso, montañas volcánicas de rocas retorcidas y angulosas y, sobre todo, unas extrañas columnas cilindricas de inmensas dimensiones que se alzaban hasta la oscuridad.

—Obra de una mano inteligente —pensó Haplo y, demasiado tarde, se dio cuenta de que había pronunciado la frase en voz alta.

—Sí —respondió Alfred, volviendo la cabeza hacia arriba hasta casi caer de espalda. Recordando lo que había dicho Haplo de caerse a un charco, el sartán bajó la cabeza y se apresuró a recuperar el equilibrio—. Seguramente llegan hasta el techo de esta enorme cavidad, pero... ¿por qué? Es evidente que la cueva no necesita esas columnas como apoyo.

Nunca, ni en sus momentos de imaginación más desbordante, había soñado Haplo que un día se vería conversando sobre formaciones geológicas con un sartán en un mundo infernal. No le gustaba hablar con Alfred, ni escuchar su voz aguda y quejumbrosa, pero esperaba infundirle una sensación de seguridad por medio de la conversación. Quería conducirlo a temas que quizá dieran lugar a un desliz, a revelar lo que pudiera ocultar acerca de los sartán y de sus planes.

—¿Has visto imágenes o leído historias sobre este mundo? —inquirió el patryn. Utilizó un tono despreocupado, sin mirar siquiera a Alfred, como si la respuesta de éste lo trajera sin cuidado.

El sartán, en cambio, le dirigió una rápida mirada y se pasó la lengua por los labios. La verdad es que era malísimo mintiendo.

—No.

—Pues yo, sí. Mi Señor descubrió unos dibujos de todos los mundos, que dejasteis olvidados cuando nos abandonasteis a nuestra suerte en el Laberinto.

Alfred quiso decir algo, pero se contuvo y guardó silencio.

—Este mundo de piedra que creó tu gente parece un queso habitado por ratones —continuó Haplo—. Está lleno de cavernas como ésta. Son unas cavidades tan enormes que una sola de ellas podría contener fácilmente a toda la nación elfa de Tribus. Túneles y cuevas recorren todo el mundo de piedra entrecruzándose, descendiendo en pendiente y ascendiendo en espiral. Ascendiendo... ¿adonde? ¿Qué hay en la superficie?

—Haplo contempló las torres cilindricas que se perdían en las tinieblas de las alturas—. ¿Qué hay en la superficie, sartán?

—Creía que ibas a llamarme por mi nombre —protestó Alfred sin alzar la voz.

—Lo haré cuando no quede más remedio —gruñó Haplo—. Me deja un regusto desagradable.

—Para responder a tu pregunta, no tengo la menor idea de qué pueda haber en la superficie. Tú sabes mucho más que yo respecto a este mundo. —A Alfred le brillaron los ojos al imaginar las posibilidades—. Sin embargo, se me ocurre que...

Haplo alzó la mano en gesto de alarma.

—¡Silencio!

Recordando el peligro que corrían, Alfred fue presa de una palidez mortal y se quedó paralizado donde estaba, temblando de pies a cabeza. Haplo se encaramó con sigilo y facilidad a las rocas, teniendo cuidado de no desprender ningún guijarro que pudiera hacer ruido al caer y descubriera su presencia. El perro, con el mismo tiento que su amo, se adelantó a éste con las orejas erectas y el pelaje del cuello erizado.

Haplo descubrió que la prolongación de la calle no terminaba, como había creído, junto a la pelada pared de roca. Encontró un sendero que corría entre las estalagmitas a lo largo de la base del farallón. Alguien había llevado a cabo un intento torpe y apresurado de destruir el sendero o, al menos, de retrasar el avance de quien pudiera transitar por él a continuación. Delante de él se había apilado un montón de rocas para ocultarlo. Los charcos de lava fundida hacían muy peligroso un resbalón, pero Haplo escaló el montón de rocas detrás del perro, que parecía tener un talento extraordinario para escoger el lugar más seguro para su amo. Alfred se quedó donde estaba, sin dejar de temblar. Haplo habría jurado que llegaba hasta sus oídos el castañeteo de dientes del sartán.

Tras salvar el último obstáculo de rocas, el patryn se encontró en la boca de otra caverna. La entrada, en un enorme arco, quedaba invisible desde abajo, pero se observaba claramente desde el lado del mar. Un río de magma fluía hacia el interior de la caverna. El camino continuaba junto a una de sus orillas, siguiendo su curso hacia el seno de la oquedad iluminada por la lava.

Haplo se detuvo junto a la boca de la caverna y aguzó el oído. Los sonidos que había captado antes resultaban más claros desde allí. Eran voces, cuyo eco resonaba en la cueva. Un número considerable de gente, a juzgar por el estruendo que se producía en algunos momentos, aunque en otros todas las voces callaban y una sola continuaba hablando. El eco deformaba las palabras y no logró identificar qué idioma usaban, pero la cadencia no le sonó desconocida. Desde luego, no se parecía a ninguno de los dialectos elfos, humanos o enanos que había oído hablar en Ariano o en Pryan.

El patryn escrutó la cueva con aire meditabundo. El camino era ancho y sembrado de peñascos y rocas desprendidas. El curso de lava lo iluminaba, pero había rincones y huecos en sombras a lo largo del túnel donde podía ocultarse fácilmente alguien, sobre todo alguien acostumbrado a moverse en el silencio de la noche. Haplo calculó que le sería posible acercarse a los ocupantes de la oquedad, echarles un vistazo de cerca y trazar sus planes de acuerdo con lo que descubriera.

—Pero ¿qué diablos hago con Alfred? —murmuró. Miró atrás y vio al sartán larguirucho y desgarbado, posado en su roca como una cigüeña sobre una almena. Haplo recordó sus pies torpes, los imaginó tropezando entre las piedras y sacudió la cabeza. No; imposible, llevar a Alfred. Pero ¿dejarlo? Seguro que le ocurría algo a aquel estúpido. Como mínimo, se caería en algún charco de magma. Y el Señor del Nexo no estaría muy contento con la pérdida de una pieza tan valiosa.

¡Maldita fuera, pero si el sartán tenía su magia! ¡Y no tenía necesidad de esconderla! Al menos, de momento.

Haplo regresó con cuidado y sin hacer ruido hasta el lugar donde Alfred seguía paralizado y tembloroso. Acercando los labios al oído del sartán y cubriéndolos con la mano, el patryn cuchicheó:

—No digas una palabra. Limítate a escuchar.

Alfred asintió para mostrar que le había entendido. Su rostro podría haber servido de máscara en una obra titulada «Terror».

—Debajo de ese acantilado hay una caverna. Las voces que oímos proceden del interior. Probablemente, de mucho más lejos de lo que parece, pues la cavidad las deforma.

Alfred pareció muy aliviado. Y también muy dispuesto a dar media vuelta y correr a la nave. Haplo lo agarró por la manga, vieja y gastada, del gabán de terciopelo azul.

—Vamos a entrar ahí.

El sartán abrió los ojos con expresión alarmada, mostrando un círculo rojo en torno a los iris azul claro. Tragó saliva y habría asentido con la cabeza de no haber tenido el cuello rígido.

—Esas marcas sartán que hemos visto... ¿Acaso no quieres conocer la verdad? Si nos vamos ahora, quizá no lo descubriremos nunca.

Alfred bajó la cabeza y hundió los hombros. Haplo se dio cuenta de que su presa había caído en la red; ahora se trataba sólo de arrastrarlo. Por fin, el patryn entendió la fuerza que impulsaba la vida de Alfred. Costara lo que costase, el sartán tenía que saber con certeza si estaba solo en el universo o si quedaban con vida más miembros de su raza y, en este último caso, qué había sido de ellos.

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