El Mar De Fuego (6 page)

Read El Mar De Fuego Online

Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #Fantasía Épica

BOOK: El Mar De Fuego
5.3Mb size Format: txt, pdf, ePub

Estuve tentado de sugerir a Edmund que rompiera aquel penoso silencio hablando con optimismo al pueblo sobre el futuro que nos aguarda en una nueva tierra, pero decidí que era mejor seguir callado. El silencio era casi religioso. Nuestro pueblo estaba diciendo adiós.

Casi al final del ciclo, llegamos a las proximidades de un coloso. Nadie dijo una palabra pero, uno a uno, los exiliados de Kairn Telest abandonaron el sendero para acercarse al pie del coloso. En otro tiempo, habría resultado imposible aproximarse a la fuente cegadora y caliente que nos daba vida. Ahora, en cambio, se alzaba tan fría y tan muerta como la tierra que había dejado en el desamparo.

El rey, acompañado por Edmund, yo mismo y varios soldados portadores de antorchas, se adelantó a la multitud y avanzó hasta la base del coloso. Edmund contempló el enorme pilar de piedra con curiosidad, pues nunca había estado cerca de uno de ellos. Su expresión era de temor reverencial, de asombro ante el grosor y la altura de aquel pilar de roca.

Contemplé al rey y observé su aspecto dolido, perplejo y enfadado, como si recriminara al coloso haberlo traicionado personalmente.

En cuanto a mí, ya estaba familiarizado con el coloso y su aspecto actual, pues lo investigué hace tiempo, cuando buscaba descubrir sus secretos para salvar a mi pueblo. Sin embargo, el misterio del coloso ha quedado sumido en el pasado para siempre.

Impulsivamente, Edmund se quitó los guantes de piel y alargó la mano para tocar la roca y pasar los dedos por la piedra cubierta de runas. Pero se detuvo antes de rozarla, temeroso de que la magia del coloso lo quemara o lo fulminara, y me dirigió una mirada inquisitiva.

—No te hará nada —aseguré—. Hace mucho que ha perdido la capacidad de hacer daño.

—Igual que ha perdido la de hacer el bien —añadió Edmund, pero murmuró las palabras en voz tan baja que sólo él las entendió.

Con cautela, pasó las yemas de los dedos sobre la piedra helada. Titubeante, casi con veneración, siguió los trazos de las runas, cuyo significado y cuya magia hace mucho tiempo que cayeron en el olvido. El príncipe levantó la cabeza y alzó la vista hasta donde la antorcha iluminaba la roca brillante. Los signos mágicos se extendían hacia arriba hasta perderse en las tinieblas.

—La columna se eleva hasta el techo de la caverna —comenté, considerando que lo mejor sería hablar con la voz vigorizante y concisa del maestro, la que había empleado para conversar con él durante los años felices que pasamos juntos en el aula—. Es muy probable, incluso, que se extienda a través del techo hasta la región del mar Celestial. Y absolutamente toda su superficie está cubierta de esas runas que aquí ves.

»Resulta frustrante —no pude evitar una mueca ceñuda—; uno por uno, reconozco la mayoría de estos signos mágicos, los entiendo. Pero el poder de las runas no se basa en los signos individuales, sino en su combinación, y es ésta la que escapa a mi comprensión. Una vez, hace algún tiempo, vine aquí y copié las runas, llevé los dibujos a la biblioteca y pasé muchas horas estudiándolos con la ayuda de los textos antiguos.

»Pero —continué, en voz tan baja que sólo Edmund podía oírme— fue como intentar desenrollar una bola enorme formada de miles de finos hilos. Deslizaba entre los dedos uno de tales hilos, lo seguía y topaba con un nudo. Pacientemente, lo deshacía separando un hilo de otro, y de otro más, y de otro, hasta que me dolía la cabeza del esfuerzo. Incluso conseguí desenredar un nudo, pero sólo me sirvió para encontrar otro inmediatamente después; y, cuando logré deshacer este segundo, ya había perdido el hilo que había tomado al principio. Y en ese pilar hay millones de nudos —añadí con un suspiro, mirando hacia lo alto—. Millones...

Con gesto brusco, el rey volvió la espalda al pilar con el rostro preocupado y surcado de profundas arrugas a la luz de la antorcha. No había pronunciado palabra durante el tiempo que permanecimos bajo el coloso. De hecho, advertí en aquel instante que no había abierto la boca desde que había dejado atrás las puertas de la ciudad. El viejo monarca se alejó para volver al camino. La multitud cargó a hombros de nuevo a los niños y reemprendió la marcha. La mayoría de los soldados avanzó tras la gente, llevándose la luz. Sólo uno se quedó cerca de mí y del príncipe.

Edmund permaneció ante el pilar mientras se ponía de nuevo los guantes. Lo esperé, presintiendo que deseaba hablar conmigo en privado.

—Estas mismas runas, u otras parecidas, deben de guardar la Puerta de la Muerte —me dijo en voz baja cuando estuvo seguro de que nadie podía oírnos. El soldado se había retirado a cierta distancia, por cortesía—. Aunque la encontráramos, no tendríamos ninguna esperanza de entrar.

El corazón se me aceleró. ¡Por fin, el príncipe empezaba a aceptar la idea!

—Recuerda la profecía, Edmund —me limité a responder. No quería parecer demasiado impaciente ni insistir en exceso sobre el tema. Con Edmund, es mejor dejar que le dé vueltas a los asuntos en su mente y que tome sus propias decisiones. Lo sé desde que el príncipe era un chiquillo y acudía a la escuela. Con él, es preciso sugerir, plantear, recomendar; nunca insistir, nunca forzarlo. Basta con intentarlo para que se vuelva tan duro y tan frío como la roca de la pared de la caverna que en este momento, mientras escribo, se me clava dolorosamente en la espalda.

—¡La profecía! —replicó, irritado—. ¡Unas palabras pronunciadas hace siglos! Si alguna vez han de cumplirse, y reconozco tener mis dudas al respecto, ¿por qué habría de ser precisamente durante nuestras vidas?

—Porque, mi príncipe —le dije—, no creo que después de nosotros quede ninguna otra generación.

La respuesta lo conmocionó, como era mi intención. Me miró, consternado, y no dijo nada más. Tras una última mirada al coloso, dio media vuelta y apretó el paso hasta alcanzar a su padre. Tuve la certeza de que mis palabras lo habían preocupado al observar su expresión, meditabunda y pensativa, con los hombros hundidos.

¡Edmund, Edmund! Cuánto te quiero y cómo me rompe el corazón cargarte con este pesado lastre. Levanto la vista de estas hojas y te veo caminar entre la gente para asegurarte de que esté lo más cómoda posible. Sé que estás agotado, pero no te retirarás a descansar hasta que el último de los tuyos se haya dormido.

No has tomado bocado en todo el ciclo. Te vi dar tu ración de comida a la anciana que te alimentó cuando eras un niño. Intentaste mantener en secreto el gesto, pero yo lo vi. Lo sé. Y tu pueblo empieza a saberlo también, Edmund. Cuando termine el viaje, todos verán y apreciarán en ti a un auténtico rey.

Pero estoy divagando... Tengo que terminar enseguida este relato. Tengo los dedos entumecidos de frío y, pese a todos mis esfuerzos, empieza a formarse una fina capa de hielo en la superficie del tintero.

Este coloso que he mencionado señala la frontera de Kairn Telest. Desde allí, continuamos la marcha hasta el final del ciclo, cuando llegamos por último a nuestro destino. Allí busqué y encontré la boca del túnel señalado en uno de los mapas antiguos, un túnel que atraviesa la pared de la kairn. Supe que era el túnel que buscábamos porque, al entrar en él, comprobé que el suelo hacía una ligera pendiente hacia abajo.

—Este túnel —anuncié, señalando las densas tinieblas del interior— nos conducirá a unas regiones situadas muy por debajo de nuestra caverna. Nos llevará más cerca del corazón de Abarrach, a las tierras situadas más abajo, al reino que este mapa denomina Kairn Necros, a la ciudad de Necrópolis.

La gente permaneció en silencio. Ni siquiera se oyó algún llanto infantil. Todos sabíamos que, al entrar en aquel conducto, dejábamos atrás nuestra tierra natal.

El rey, sin una palabra, avanzó y penetró en el túnel. Fue el primero. Edmund y yo lo hicimos a continuación; el príncipe hubo de agachar la cabeza para no darse un golpe con el techo, demasiado bajo. Una vez que el rey hubo efectuado su gesto simbólico, yo pasé a abrir la marcha, pues ahora soy el guía.

El pueblo de Kairn Telest empezó a seguirnos. Vi que muchos hacían una pausa y volvían la vista atrás para decir adiós, para echar una mirada final a su patria. Debo reconocer que tampoco yo pude evitar el impulso de dar esa última mirada. Pero lo único que vi fue oscuridad. Toda la luz que quedaba, la llevábamos con nosotros.

Penetramos en el túnel. La luz parpadeante de las antorchas arrancó reflejos en las relucientes paredes de obsidiana y las sombras de la comitiva se deslizaron por el suelo. Todos avanzamos por la pendiente, cada vez más abajo, siguiendo una espiral descendente.

Detrás de nosotros, la oscuridad se cerró para siempre sobre Kairn Telest.

CAPÍTULO 5

TÚNELES DE LA ESPERANZA, ABARRACH

Quien lea este relato (si queda alguno de nosotros vivo para hacerlo, de lo cual empiezo a tener muy serias dudas) notará aquí un salto en el tiempo. La última vez que hice una anotación, acabábamos de entrar en el primero de lo que el mapa llama los Túneles de la Esperanza. Y verá que he tachado ese nombre y escrito otro.

Los Túneles de la Muerte.

Llevamos veinte ciclos en estos conductos, mucho más de lo que había previsto. El mapa ha resultado impreciso. Aunque no tanto, debo reconocerlo, respecto a la ruta, que es básicamente la misma que hicieron nuestros antepasados para llegar a Kairn Telest.

Pero entonces los túneles estaban recién formados y tenían las paredes lisas, los techos fuertes y los suelos planos. Yo sabía que habrían cambiado mucho durante los siglos transcurridos; Abarrach está sometido a perturbaciones sísmicas que producen temblores de tierra, pero éstos apenas producen otro efecto que hacer tintinear la vajilla en las alacenas y provocar una oscilación de los candelabros de palacio. Pero también había imaginado que nuestros antepasados habrían reforzado los túneles con su magia, igual que hicieron con nuestros palacios, con las murallas de la ciudad, con nuestros talleres y nuestras casas. Si lo habían hecho, las runas no habían dado resultado o necesitaban ser reforjadas, reinstaladas..., rehechas, a falta de una palabra mejor. O tal vez los antiguos no se habían molestado en protegerlos, convencidos de que los posibles daños que se produjeran podrían ser reparados fácilmente por quienes poseyeran el conocimiento de los signos mágicos.

Entre todos los desastres que esos primeros antepasados nuestros temían que pudieran sucedemos, es evidente que no previeron el peor: jamás imaginaron que pudiéramos perder nuestra magia.

Una y otra vez, nos hemos visto forzados a detenernos, a un alto coste. Desde el principio, encontramos el techo del túnel hundido en muchos puntos, con el camino obstruido por inmensos peñascos que tardamos varios ciclos en mover. En el suelo se abrían grietas enormes, que sólo los más valientes se atrevían a saltar y sobre las cuales había que tender puentes para que pasara la gente.

Y todavía no hemos salido de estos túneles, ni parece que estemos cerca de la salida. No puedo calcular con precisión nuestra situación. Varios de los lugares reconocibles en el mapa han desaparecido, barridos por deslizamientos de rocas, o se han transformado tanto con el paso del tiempo que resulta imposible reconocerlos. Ya no estoy seguro de que estemos siguiendo la ruta correcta. No tengo modo de saberlo. Según el mapa, los antiguos inscribieron runas en las paredes para guiar a los viajeros pero, aunque así fuera, su magia nos resulta ahora incomprensible e inútil.

Estamos en una situación desesperada. La comida está racionada a la mitad y nos estamos quedando en los huesos. Los niños ya no lloran de cansancio, sino de pura hambre. Las carretas han quedado por el camino. Pertenencias muy queridas se han convertido en pesadas cargas para unos brazos debilitados por el ayuno y el agotamiento. Sólo siguen con nosotros las carretas necesarias para llevar a los viejos y enfermos, y también éstas, trágicamente, empiezan a quedar dispersas por los túneles. Ahora, los más débiles empiezan a morir y mis colegas nigromantes han empezado a ocuparse de su triste tarea.

La carga de los sufrimientos del pueblo ha recaído, como yo bien sabía que sucedería, sobre los hombros del príncipe. Mientras, Edmund contempla cómo su padre decae ante sus ojos.

El rey tuvo a su hijo siendo ya un hombre maduro, y ya es un anciano para lo normal entre nuestro pueblo. Sin embargo, al abandonar el palacio y la ciudad, lo vi exhibir el vigor, el ánimo y la fuerza de un hombre de la mitad de sus años. Los primeros días de viaje, tuve un sueño en el cual vi la vida del rey como un hilo atado al trono de oro que ahora preside la helada oscuridad de Kairn Telest. Al alejarse del trono, el hilo sigue atado a éste. Poco a poco, ciclo tras ciclo, el hilo va devanándose, haciéndose más fino cuanto más se aleja el rey de su tierra, hasta que ahora temo que un roce demasiado fuerte o torpe vaya a romperlo.

Al viejo monarca ya no le interesa nada: ni lo que hacemos, ni lo que decimos, ni siquiera adonde vamos. Sospecho que la mayor parte del tiempo ni siquiera nota el suelo que pisa. Edmund camina constantemente al lado de su padre, guiándolo como a alguien que ha perdido la vista. No; no es una descripción precisa del todo. El rey es, más exactamente, como un hombre que caminara hacia atrás, que no ve lo que tiene enfrente, sino sólo lo que deja atrás.

En las ocasiones en que el príncipe debe atender a sus innumerables responsabilidades y ha de alejarse de su padre, Edmund se asegura de que dos soldados lo sustituyan en su cuidado. El rey se muestra dócil y va donde lo llevan sin oposición. Camina cuando le dicen que camine y se detiene cuando así se lo indican. Come lo que le ponen en las manos, sin que parezca saborearlo. Creo que se comería una piedra, si se la dieran. Y también creo que no comería nada, si no se ocuparan de él.

Other books

The Lady's Maid by Dilly Court
A Rose in Winter by Kathleen E. Woodiwiss
Empire's End by Jerry Jenkins, James S. MacDonald
Clay: Armed and Dangerous by Cheyenne McCray
Algoma by Dani Couture
Serial: Volume Two by Jaden Wilkes, Lily White
Demon Seed by Dean Koontz
Take or Destroy! by John Harris
A Shadow's Bliss by Patricia Veryan
Over in the Hollow by Rebecca Dickinson