KAIRN TELEST, ABARRACH
Edmund aparece, solo, a la puerta de la biblioteca donde me encuentro anotando en mi diario la conversación que acaba de tener lugar entre padre e hijo, junto a mis recuerdos de un tiempo que ya queda muy atrás. Dejo la pluma en el escritorio y me incorporo del asiento en gesto de respeto.
—Alteza. Entrad y tomad asiento, por favor.
—¿No interrumpo tu trabajo? —El príncipe se detiene en el umbral, con aire nervioso. Se siente incómodo y quiere hablar, pero la causa de su incomodidad es que no quiere oír lo que sabe que voy a decirle.
—Acabo de terminar en este preciso instante.
—Mi padre está acostado —dice Edmund bruscamente—. Temo que haya pillado un resfriado, saliendo al exterior de esta manera. He ordenado a su criado que le prepare un ponche caliente.
—¿Y qué ha decidido vuestro padre?
El rostro preocupado de Edmund adquiere un brillo mortecino y espectral bajo la luz de la lámpara de gas que, momentáneamente, mantiene a raya la oscuridad de Kairn Telest.
—¿Qué ha de decidir? —responde con amarga resignación—. No hay ninguna decisión que tomar. Nos vamos.
Estamos en mi mundo, en mi biblioteca. El príncipe echa un vistazo a su alrededor y observa que los libros han tenido una amorosa despedida. Los volúmenes más antiguos y frágiles están guardados en recias cajas de hierba de kairn entretejida. Otros textos, más recientes, muchos de ellos transcritos por mí mismo y mis aprendices, están perfectamente clasificados y almacenados en los profundos nichos de los estantes de roca, protegidos de la humedad.
Viendo la mirada de Edmund, le leo los pensamientos y esbozo una tímida sonrisa.
—Soy un estúpido, ¿verdad? —Mi mano acaricia la cubierta del volumen encuadernado en cuero que tengo ante mí. Es uno de los pocos que voy a llevarme: mi relato de los últimos días de Kairn Telest—. Pero no podía soportar la idea de dejarlos desordenados.
—No eres ningún estúpido. Quién sabe si algún día volveremos...
Edmund intenta dar un tono optimista a su voz. Se ha acostumbrado a ello, a hacer lo posible por elevar el ánimo de su pueblo.
—¿Que quién lo sabe? Yo, mi príncipe —replico, sacudiendo la cabeza con tristeza—. Olvidas con quién estás hablando, Edmund. No soy uno de los miembros del consejo.
—¡Pero existe alguna posibilidad! —insiste. Me duele desmontar su sueño pero, por el bien de todos, debo obligarlo a afrontar la realidad.
—No, Alteza, no existe ninguna posibilidad. El destino que le profeticé a tu padre hace diez años se ha abatido sobre nosotros. Todos mis cálculos apuntan a una conclusión: nuestro mundo, Abarrach, está agonizando.
—Entonces, ¿de qué sirve marcharnos? —inquiere el muchacho, impaciente—. ¿Por qué no nos quedamos aquí? ¿Por qué someternos a las penalidades y sufrimientos de este viaje a tierras desconocidas si al final sólo nos espera la muerte?
—Yo nunca he aconsejado que abandones la esperanza y te sumas en la desesperación, Edmund. Lo único que sugiero, como he hecho siempre, es que vuelvas tu esperanza en otra dirección.
La expresión del príncipe se hace sombría; está inquieto y se aparta ligeramente de mí.
—Mi padre te ha prohibido hablar de este tema.
—Tu padre es un hombre que vive en el pasado, no en el presente —le respondo con brusquedad. Enseguida vuelvo a dirigirme a él con el tratamiento que le corresponde—. Perdonadme, Alteza, pero siempre he tenido por norma decir la verdad, por muy desagradable que resulte. Cuando vuestra madre murió, algo murió también en vuestro padre. Desde entonces, sólo mira hacia atrás. ¡A vos os corresponde mirar hacia adelante!
—¡Mi padre sigue siendo el rey! —replica Edmund con firmeza.
—Sí —respondo. Y no puedo evitar la sensación de que es un hecho de lamentar profundamente. Edmund se planta ante mí con la barbilla muy erguida.
—¡Y, mientras siga siéndolo, se hará como él y el consejo ordenen! Viajaremos al viejo reino de Kairn Necros, buscaremos a nuestros hermanos de allí y les pediremos ayuda. Al fin y al cabo, fuiste tú quien propuso esta empresa.
—Lo que propuse fue que viajáramos a Kairn Necros —lo corrijo—. Según mis estudios, Kairn Necros es el único lugar de nuestro mundo donde aún podemos esperar, razonablemente, que exista vida. Está situado en el mar de Fuego y, aunque el gran océano de magma habrá encogido sin duda, aún debe de tener el tamaño suficiente para proporcionar calor y energía a los pobladores de sus cercanías. ¡Pero jamás he aconsejado que acudamos a ellos como mendigos!
El hermoso rostro de Edmund se sonroja. Sus ojos centellean. El príncipe es joven y orgulloso.
Advierto el fuego de su interior y hago cuanto puedo por avivarlo.
—¡Mendigar a quienes han provocado nuestra ruina! —le insisto.
—No puedes tener la seguridad de que...
—¡Bah! Todos los indicios apuntan en una dirección: Kairn Necros. Sí, creo que encontraremos al pueblo de ese reino vivo y bien instalado. ¿Y gracias a qué? ¡Gracias a habernos robado nuestras vidas!
—Entonces, ¿por qué nos propusiste que acudiéramos a ellos? —Edmund está perdiendo la paciencia—. ¿Acaso quieres la guerra? ¿Es eso?
—Tú ya sabes lo que quiero, Edmund —respondo sin alzar la voz.
Demasiado tarde, el príncipe advierte que se ha dejado llevar al terreno prohibido.
—Partiremos cuando hayamos desayunado —anuncia con voz fría—. Tengo algunos asuntos que atender y, sin duda, tú también los tendrás, nigromante. Nuestros difuntos deben ser preparados para el viaje.
Da media vuelta para marcharse. Alargo el brazo y mis dedos se cierran en torno a su brazo cubierto de pieles.
—¡La Puerta de la Muerte! —le digo—. Piensa en ello, mi príncipe. Es lo único que pido. ¡Piensa en ello!
Perturbado, Edmund se detiene en seco, pero no se vuelve. Aumento la presión de mi mano sobre el brazo del joven, hundiendo los dedos en las capas de pieles y de tejido hasta notar el hueso y los músculos, duros y poderosos, que hay debajo. Lo noto temblar.
—Recuerda las palabras de la profecía. La Puerta de la Muerte es nuestra esperanza, Edmund —insisto en un cuchicheo—. Nuestra única esperanza.
El príncipe mueve la cabeza, se sacude de encima mi mano y abandona la biblioteca, dejando atrás su llama vacilante y los libros en sus nichos como tumbas.
Yo regreso a mis escritos.
El pueblo de Kairn Telest se congrega en la oscuridad junto a la puerta de la muralla de la ciudad. La puerta ha estado abierta desde que se tiene recuerdo, desde que se guardan registros de la ciudad, lo que equivale a decir desde la fundación de ésta. Las murallas se levantaron para proteger a los ciudadanos de los animales depredadores; jamás han tenido por objeto proteger a la gente de otra gente. Tal idea es impensable en nosotros. Viajeros y extranjeros han sido siempre bien acogidos, de modo que las puertas no se han cerrado nunca.
Pero hace ya tiempo, un día, el pueblo de Kairn Telest cayó en la cuenta de que hacía mucho, muchísimo, que no aparecía ningún viajero. Caímos en la cuenta de que ya no había viajeros. Ni siquiera se veían animales. En adelante, las puertas han permanecido abiertas porque cerrarlas habría sido una pérdida de tiempo y una molestia. Y ahora los habitantes de la ciudad se encuentran ante esas puertas abiertas, convertidos ellos mismos en viajeros, y esperan en silencio a que se inicie su éxodo.
Llegan el rey y el príncipe, acompañados del ejército; los soldados portan las antorchas de hierba de kairn. Tras ellos avanzo yo —el nigromante del rey— y mis colegas nigromantes y aprendices. Después vienen los servidores de palacio cargados con pesados fardos que contienen ropas y alimentos. Un criado, que camina pesadamente detrás de mí, transporta una caja llena de libros.
El rey hace una pausa cerca de las puertas abiertas, toma una antorcha de manos de un soldado y la sostiene en alto. Su luz baña una pequeña parte de la ciudad en sombras. El monarca la contempla. Todo el pueblo se vuelve y la contempla. Yo me vuelvo.
Vemos amplias calles que rodean edificios levantados sobre las rocas de Abarrach. Los brillantes exteriores de mármol blanco, decorados con runas cuyo significado nadie recuerda, reflejan la luz de nuestras antorchas. Alzamos la vista hasta el palacio, en una elevación del suelo de la caverna. Ahora no podemos admirarlo, pues queda envuelto en sombras, pero podemos observar una luz, una tenue lucecita, en una de sus ventanas.
—He dejado la lámpara —anuncia el rey con voz sonora e inusualmente enérgica— para que ilumine el camino a nuestro regreso.
El pueblo lanza vítores porque sabe que su monarca quiere que los lance. Pero los gritos y vítores se apagan pronto. Demasiado pronto. No son pocos los que callan a causa de las lágrimas.
—En esa lámpara hay combustible para unos treinta ciclos —comento en voz baja mientras ocupo mi lugar al lado del príncipe.
—¡Silencio! —ordena Edmund—. Eso hace feliz a mi padre.
—No puedes silenciar la verdad, Alteza. No puedes silenciar la realidad —le recuerdo. El príncipe no responde.
—Hoy dejamos Kairn Telest —continúa mientras tanto el rey, con la antorcha aún en alto—, pero volveremos con nueva abundancia y haremos nuestro reino más glorioso y más hermoso que nunca.
Nadie lanza gritos de júbilo. Nadie tiene ánimos para hacerlo.
El pueblo de Kairn Telest empieza a abandonar su ciudad. La mayoría viaja a pie, transportando su ropa y su comida en fardos, aunque algunos tiran de toscas carretas donde cargan sus pertenencias y a aquellos que no pueden caminar: enfermos, ancianos y niños pequeños. Las bestias de carga utilizadas en otro tiempo para tirar de los carros han muerto hace mucho; su carne ha sido consumida y su piel ha sido empleada para proteger a la gente del terrible frío.
Nuestro rey es el último en salir. Cruza las puertas sin una mirada atrás, con los ojos fijos en el frente, confiados en el futuro, en una nueva vida. Su paso es firme y su porte, erguido. El pueblo, al verlo, siente crecer una esperanza. Se forma un pasillo a lo largo del camino y surgen los vítores, pero esta vez son gritos que salen del corazón. El monarca camina entre ellos con el rostro encendido, lleno de dignidad.
—Vamos, Edmund —ordena. El príncipe me deja y ocupa su sitio, al lado de su padre.
Los dos caminan entre la gente hasta la cabeza de la comitiva. Sosteniendo en alto la antorcha, el rey de Kairn Telest conduce a su pueblo.
Un destacamento de soldados se queda atrás cuando los demás emprenden la marcha. Yo espero con ellos, interesado en conocer cuáles son sus órdenes finales.
Les lleva algún tiempo y un considerable esfuerzo, pero al fin consiguen cerrar las puertas. Unas puertas marcadas con runas que ya nadie reconoce y que ahora, cuando nos alejamos de ellas con las antorchas, nadie puede ver en la oscuridad.
KAIRN TELEST, ABARRACH
Estoy escribiendo en condiciones casi imposibles. Explico esto a quienquiera que algún día pueda, tal vez, leer este volumen y se pregunte a qué viene este cambio de estilo y esta diferencia de caligrafía. No es que, de pronto, me haya vuelto viejo y débil, ni que me atormente ninguna enfermedad. Las letras bailan en la página porque me veo obligado a escribir a la débil luz de una antorcha parpadeante. La única superficie que tengo por escritorio es una losa de pedernal que me ha buscado uno de los soldados. Sólo gracias a la magia consigo a duras penas mantener líquida la tinta del fruto de sangre el tiempo suficiente para poner las palabras por escrito.
Además, estoy molido hasta los huesos. Me duelen todos los músculos y tengo los pies llenos de llagas y rozaduras. Pero he hecho un pacto conmigo mismo y con Edmund, comprometiéndome a llevar este diario de viaje y ahora voy a registrar los sucesos del ciclo antes...
Iba a decir antes de que los olvide.
Pero ¡ay!, no creo que vaya a olvidarlos nunca.
La jornada de este primer ciclo no ha sido difícil, en el plano físico. La ruta se extiende a través de lo que un día fueron campos de cereales y de verduras, huertos y planicies donde se alimentaba el ganado. El camino, pues, ha sido sencillo, físicamente. En el plano emotivo, en cambio, la jornada ha tenido un efecto devastador.
Una vez, hace no tantos años, brillaba sobre esta tierra la luz cálida y suave de los colosos. Ahora, en la oscuridad, al resplandor de las antorchas que portan los soldados, vemos esos campos vacíos, yermos, desolados. Los restos cortados y agostados de la última siega de hierba de kairn forman matojos dispersos y castañetean como huesos bajo las ráfagas de viento helado que lanzan lúgubres aullidos a través de las grietas de las paredes de la enorme caverna.
El ánimo aventurero, casi jovial, que hizo emprender la marcha con esperanza a nuestro pueblo, desapareció de nosotros y quedó atrás, en los campos devastados. Anduvimos en silencio por el camino helado, con los pies entumecidos, resbalando y tropezando sobre placas de hielo y escarcha. Nos detuvimos una vez, para hacer una comida a media jomada, y luego continuamos. Los niños, echando en falta sus siestas, gimoteaban malhumorados y, en muchos casos, caían dormidos en brazos de sus padres mientras caminaban.
Nadie pronunció una sola palabra de queja, pero Edmund escuchó el llanto de los pequeños. Vio el cansancio de la gente y comprendió que no era causado por la fatiga sino por la amargura y la pena. Yo advertí que el corazón del príncipe se dolía por ellos, pero teníamos que continuar adelante. Nuestras provisiones de alimento son escasas y, con el racionamiento, apenas alcanzará para el plazo que, según mis cálculos, nos llevará llegar al reino de Kairn Necros.