El Mar De Fuego (7 page)

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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #Fantasía Épica

BOOK: El Mar De Fuego
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Al principio del viaje, durante largos ciclos, el rey no dijo nada a nadie, ni siquiera a su hijo. Ahora, en cambio, habla casi constantemente, pero sólo para sí, nunca dirigiéndose a nadie. A nadie de los presentes, mejor dicho. Pasa mucho tiempo hablando con su esposa, no en su estado actual, como difunta, sino como si hubiera vuelto a la época en que la reina estaba viva. Nuestro rey ha abandonado el presente y ha regresado al pasado.

Las cosas se pusieron tan mal que el consejo rogó al príncipe que se proclamara rey. Edmund se negó en redondo, en una de las pocas ocasiones en que lo he visto enojado de veras. Los miembros del consejo se escabulleron como niños temerosos de una zurra ante su estallido de cólera. Edmund tiene razón. Según nuestra ley, el rey es rey hasta que muere. Pero nuestra ley no ha previsto la posibilidad de que un monarca perdiera la razón. Tales cosas no suceden entre nuestro pueblo.

Los miembros del consejo se vieron obligados a acudir a mí (debo confesar que fue un momento delicioso) para rogarme que interviniera ante Edmund en interés del pueblo. Yo prometí hacer lo que pudiera.

—Edmund, tenemos que hablar —le dije en una de nuestras paradas forzosas, mientras aguardábamos a que los soldados despejaran un enorme montón de escoria que obstruía el paso.

Su rostro se ensombreció y adoptó una mueca de rebeldía. Yo había visto a menudo aquella mirada cuando el príncipe era un muchacho y lo obligaba a estudiar matemáticas, una ciencia que nunca le ha agradado mucho. La mirada que vi en sus ojos me evocó recuerdos tan intensos que tuve que hacer una pausa para recuperarme, antes de continuar.

—Edmund —repetí, manteniendo deliberadamente un tono de voz práctico y enérgico, convirtiendo mis palabras en un asunto de sentido común—, tu padre está enfermo. Tienes que tomar el liderazgo del pueblo... Aunque sólo sea temporalmente —añadí al instante, levantando la mano en previsión de su brusco rechazo—. Hasta que Su Majestad vuelva a estar en condiciones de desempeñar sus deberes.

»Tienes una responsabilidad para con el pueblo, mi príncipe —continué—. Jamás, en toda la historia de Kairn Telest, hemos estado en un peligro mayor del que corremos ahora. ¿Vas a abandonarlos por un falso sentido del deber y de las obligaciones filiales? ¿Querría tu padre que lo hicieras?

Por supuesto, no mencioné que había sido su padre quien había actuado así, abandonando a su pueblo. Edmund, no obstante, entendió la insinuación. Si hubiera pronunciado las palabras en voz alta, él las habría rechazado con rabia. Pero al ser su propia conciencia quien se las decía...

Lo vi mirar a su padre, sentado en una roca y conversando con su pasado. Vi la preocupación y la inquietud en el rostro de Edmund. Vi el sentimiento de culpa. Entonces supe que mi arma había dado en el blanco. A regañadientes, lo dejé a solas para que la herida se agrandara.

Mientras me alejaba, volví a preguntarme con tristeza por qué he de ser siempre yo, que lo quiero tanto, quien ha de causarle dolor una y otra vez.

Al término de aquel ciclo, Edmund convocó una asamblea del pueblo para declarar que sería su jefe, si así lo querían, pero sólo provisionalmente. Seguiría ostentando el título de príncipe. Su padre seguía siendo el rey y Edmund confiaba en que su padre reasumiría sus deberes como monarca cuando se recuperara.

El pueblo respondió a su príncipe con entusiasmo, y su cariño y lealtad conmovieron profundamente a Edmund. Su proclama no sació el hambre de la gente, pero elevó su ánimo e hizo más fácil de soportar el ayuno. Yo lo contemplé con orgullo y con una renacida esperanza en mi corazón.

Me dije que lo seguirían a cualquier sitio. Incluso a la Puerta de la Muerte.

Pero parece más probable que antes encontremos la muerte que la Puerta de la Muerte. El único dato positivo que hemos encontrado en nuestro éxodo es que la temperatura se ha hecho, al menos, algo más soportable; parece que el frío ha remitido un poco. Empiezo a pensar que hemos seguido la ruta correcta y que estamos acercándonos a nuestro destino, el flamante corazón de Abarrach.

—Es un signo esperanzador —le comenté a Edmund al término de otro ciclo triste y sombrío a través de los túneles—. Un signo esperanzador —repetí con confianza.

Los miedos y dudas que me asaltan, los guardo para mí. No es necesario añadir más cargas sobre estos jóvenes hombros, por fuertes que sean.

—Mira —continué, señalando el mapa—, verás que, cuando lleguemos al extremo de los túneles, se abren sobre un gran lago de magma que se extiende fuera. Lo llaman el lago de la Roca Ardiente y será la primera cosa que veamos al entrar en Kairn Necros. No puedo estar seguro, pero creo que el aumento de temperatura que notamos se debe al calor de ese lago, que asciende por el túnel.

—Eso significa que nos acercamos al final de nuestro viaje —contestó Edmund con una luz de esperanza en el rostro, delgadísimo por el ayuno.

—Tienes que comer más, mi príncipe —le dije con suavidad—. Al menos, come tu ración. No ayudarás al pueblo si caes enfermo o estás tan débil que no puedes continuar.

El joven movió la cabeza en gesto de negativa. Yo sabía que respondería de este modo, pero sabía también que se tomaría en serio mi consejo. Al final de aquel ciclo, durante las horas de descanso, lo vi consumir toda la reducida cantidad de alimento que le correspondía.

—Sí —continué, volviendo al mapa—, creo que estamos cerca de la salida. De hecho, me parece que estamos por aquí. —Situé el índice en un punto del pergamino—. Un par de ciclos más y llegaremos al lago, siempre que no encontremos nuevos obstáculos.

—Y por fin estaremos en Kairn Necros —dijo él—. Y, sin duda, allí encontraremos un reino de abundancia, lleno de agua y comida. Mira este enorme océano que llaman el mar de Fuego. —Edmund señaló una gran extensión de magma—. Este mar debe de proporcionar luz y calor a toda esta enorme extensión de tierras. Y a esas ciudades y pueblos. Fíjate en ésta, Baltazar. Puerto Seguro. Qué nombre tan maravilloso... Lo interpreto como un signo esperanzador. Puerto Seguro, donde por fin nuestro pueblo hallará la paz y la felicidad.

Pasó largo rato estudiando el mapa e imaginando en voz alta qué aspecto tendría tal lugar o tal otro, cómo hablaría la gente y la sorpresa que se llevarían al vernos.

Yo me recosté contra la pared del túnel y lo dejé hablar. Me complacía verlo de nuevo esperanzado y feliz. Casi me hizo olvidar las terribles punzadas del hambre que me taladraban las entrañas y los efectos aún más terribles de los miedos que me atenazaban en las horas de vigilia.

¿Por qué hacer estallar aquella pequeña burbuja? ¿Por qué pincharla con el cortante filo de la espada de la realidad? Al fin y al cabo, no tengo la certeza de nada. «¡Teorías!», las habría llamado su padre, el rey, con tono de desprecio. Lo único que tengo son teorías.

Suposición: el mar de Fuego está reduciéndose y ya no puede proporcionar calor y luz a las vastas extensiones de tierra que lo circundan.

Teoría: no encontraremos reinos de abundancia. Encontraremos tierras tan desoladas, yermas y desiertas como las que hemos dejado atrás. Ésta es la razón de que el pueblo de Kairn Necros nos robara la luz y el calor.

—Se llevarán una sorpresa al vernos —comenta Edmund, sonriendo para sí ante la ocurrencia.

Sí, me respondo. Una sorpresa. Una gran sorpresa, realmente.

Kairn Necros, así llamada por los antiguos que llegaron los primeros a este mundo. Así llamada para honrar a quienes perdieron la vida en la Separación del viejo universo. Así llamada para indicar el final de una vida y el inicio —el luminoso inicio, era entonces— de otra.

¡Oh, Edmund, mi príncipe, hijo mío! Busca ese signo tuyo en este nombre. No en Puerto Seguro. Puerto Seguro es una mentira.

En Kairn Necros. En la Caverna de la Muerte.

CAPÍTULO 6

LAGO DE LA ROCA ARDIENTE, ABARRACH

¿Cómo puedo escribir un relato de esta terrible tragedia? ¿Cómo puedo darle sentido y exponerlo con alguna coherencia? Y, sin embargo, debo hacerlo. Le he prometido a Edmund que el heroísmo de su padre quedaría registrado por escrito para que todos lo recuerden, pero la mano me tiembla de tal manera que apenas soy capaz de sostener la pluma. Y no es debido al frío. Ahora, la temperatura en el túnel ha subido. ¡Y pensar que recibimos con júbilo ese calor! No, mis temblores son una reacción a los sucesos que he experimentado últimamente. Es preciso que me concentre.

Por Edmund. Voy a hacerlo por Edmund.

Levanto los ojos del pergamino y lo veo sentado frente a mí, solitario, como corresponde a quien está de luto. El pueblo ha efectuado los gestos rituales de condolencia. Sus subditos hubieran querido ofrecerle el acostumbrado presente fúnebre —en comida, pues es lo único de valor que les queda— pero su príncipe (ahora su rey, aunque él se niega a aceptar la corona hasta después de la resurrección) se lo ha prohibido. Yo he procedido a poner en orden el cuerpo antes del
rigor mortis
y he realizado los ritos de conservación. Por supuesto, llevaremos el cadáver con nosotros.

El príncipe, en su desconsuelo, me rogaba que celebrara los ritos postumos por el rey en ese momento, pero le he recordado con toda seriedad que tales ceremonias sólo pueden realizarse después de transcurridos tres ciclos completos desde la muerte. Llevarlos a cabo antes sería demasiado peligroso, por lo cual nuestro código lo prohibe.

Edmund no ha insistido. El hecho mismo de que tomara en consideración una aberración semejante ha sido, sin duda, resultado de su dolor y su confusión. Ojalá, pienso para mí, el principe se abandone al sueño. Quizá lo haga, ahora que los demás lo han dejado en paz. Aunque, si se parece a mí, cada vez que cierre los ojos verá esa horrible cabeza surgiendo de...

Repaso lo que acabo de escribir y me da la impresión de estar empezando por el final de la historia. Se me ocurre destruir esta página y empezar de nuevo, pero ando escaso de pergaminos y no puedo permitirme malgastarlo. Además, esto no es ningún cuento que esté narrando tranquilamente mientras apuro unos vasos de vino de frutas muy frío. Y, sin embargo, ahora que lo pienso, esto bien podría ser una especie de relato de sobremesa, pues la tragedia nos ha alcanzado —como tan a menudo sucede a los protagonistas de estas historias— en el momento en que la esperanza parecía más radiante.

Los últimos dos ciclos de viaje habían sido fáciles, casi podría decirse que felices. Dimos con una corriente de agua dulce, la primera que encontrábamos en los túneles. Allí, no sólo pudimos beber a placer y volver a llenar nuestras reducidas reservas de agua, sino que descubrimos la presencia de peces en la rápida corriente.

Rápidamente, improvisamos unas redes con lo que teníamos a mano: un chal femenino, la sábana hecha jirones de un bebé, la camisa raída de un hombre... Los adultos se colocaron a lo largo de las orillas, sosteniendo las redes que tendimos de una ribera a otra. Todo el mundo se dedicó a la tarea con una ceñuda determinación hasta que Edmund, que encabezaba la partida de pesca, resbaló en una roca y, agitando los brazos violentamente, cayó al agua con un tremendo chapoteo.

Con la sola luz de las antorchas de hierba de kairn, no teníamos modo de saber qué profundidad tenía la corriente. De todas las gargantas surgió un grito de alarma y varios soldados se dispusieron a saltar en su rescate. Entonces, Edmund se incorporó. El agua le llegaba apenas a la espinilla. Sintiéndose ridículo, el príncipe se echó a reír de sí mismo a grandes carcajadas.

Y entonces oí a nuestro pueblo riéndose por primera vez en muchos ciclos.

Edmund también oyó las risas. Estaba empapado de pies a cabeza, pero estoy convencido de que las gotas que le resbalaban por las mejillas no procedían del riachuelo subterráneo, sino que tenían el sabor salado de las lágrimas. Tampoco he creído ni por un instante que el príncipe, cazador de pie firme, cayera al agua por un descuido.

El príncipe alargó la mano hacia un amigo, hijo de uno de los miembros del consejo. El amigo, en su intento de ayudar a Edmund a salir del agua, resbaló a su vez en la húmeda ribera y, en esta ocasión, fueron los dos quienes cayeron de espaldas en la corriente. Las risas subieron de tono y, muy pronto, todo el mundo saltó al agua o fingió caer a ella. Lo que había empezado como un penoso trabajo se convirtió en un juego alegre.

Finalmente, conseguimos capturar algunos peces. Al acabar el ciclo, celebramos un gran festín y todo el mundo durmió a pierna suelta, saciada el hambre y alegrado el corazón. Todavía pasamos otro ciclo entero cerca del riachuelo, pues nadie quería abandonar tan bendito lugar de risas y buenos sentimientos. Sacamos más peces, los salamos y los conservamos para complementar nuestras provisiones.

Reanimado por la comida, el agua y el agradable calor del túnel, el pueblo fue superando la desesperación. Y su alegría aumentó cuando el propio rey pareció, de pronto, quitarse de encima las nubes oscuras de la locura. Miró a su alrededor, reconoció a Edmund, le habló con coherencia y preguntó dónde estábamos. Era evidente que el viejo monarca no recordaba nada de nuestro éxodo.

El príncipe, conteniendo las lágrimas, mostró el mapa a su padre y le indicó lo cerca que estábamos del lago de la Roca Ardiente y, por tanto, de Kairn Necros.

El rey comió en abundancia, durmió profundamente y no volvió a hablar con su difunta esposa.

El ciclo siguiente, todo el mundo despertó temprano, recogió el equipaje y se dispuso a seguir la marcha con impaciencia. Por primera vez, el pueblo empezó a pensar que quizás el futuro le reservaba una vida mejor de la que había llegado a conocer en nuestra patria.

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