—Fueron los libros quienes nos dijeron que
ellos
iban a volver a nosotros, ¡y mira qué ha salido de ello! ¡Libros! —Exclama el rey con un bufido—. No confío en ellos. ¡No creo que debamos confiar en ellos! Tal vez dijeran la verdad hace siglos, pero el mundo ha cambiado desde entonces. Los caminos que trajeron a nuestros antepasados a este reino están, probablemente, destruidos y desaparecidos.
—Baltazar ha explorado los túneles hasta donde se ha atrevido y los ha encontrado en buen estado y ajustados a los mapas. Recuerda, padre, que los túneles están protegidos por la magia, antigua y poderosa, que los construyó y que creó este mundo.
—¡Magia antigua! —La cólera del viejo rey sale a la superficie con toda su fuerza, arde en su voz—. ¡La magia antigua ha fracasado! ¡Ha sido el fracaso de la magia antigua lo que nos ha traído a esto! Ha traído la ruina donde una vez hubo prosperidad, la desolación donde una vez hubo abundancia, el hielo donde una vez hubo agua. ¡La muerte, donde una vez hubo vida!
Se detiene en el pórtico de entrada a palacio y mira al frente. Sus ojos físicos contemplan la oscuridad que se ha cerrado sobre ellos, la ven rota únicamente por los débiles puntos de luz que arden diseminados aquí y allá por la ciudad. Estos puntos de luz representan a su pueblo y su número ahora es muy reducido, demasiado. La inmensa mayoría de las cosas del reino de Kairn Telest están frías y a oscuras. Como la reina, quienes ahora permanecen en las casas pueden pasarse muy bien sin luz ni calor; ninguna de ambas cosas se desperdician en ellos.
Sus ojos físicos observan la oscuridad, igual que su cuerpo físico siente el dolor del frío, y la rechazan. Contempla entonces su ciudad a través de los ojos del recuerdo, un don que intenta compartir con su hijo, ahora que es demasiado tarde.
—Se dice que en el mundo antiguo, durante el tiempo anterior a la Separación, había un orbe de fuego cegado que llamaban sol. Lo leí en un libro. Baltazar no es el único que sabe leer —añade el viejo monarca secamente—. Cuando el mundo quedó separado en cuatro partes, el fuego de ese sol fue dividido entre estos cuatro nuevos mundos. En el nuestro, fue colocado en su centro. Ese fuego es el corazón de Abarrach y, como cualquier corazón, tiene conductos que transportan hasta los órganos y miembros del cuerpo, como si fuera sangre, la corriente vital de calor y energía.
Escucho un roce, el giro de una cabeza que se mueve entre múltiples capas de ropa. Imagino al rey apartando la vista de la ciudad agonizante, acurrucada en la oscuridad, para dirigirla mucho más allá de las murallas de la ciudad. El viejo no puede ver nada, pues la oscuridad es completa. Pero tal vez, con los ojos de la mente, percibe una tierra de luz y calor, una tierra de verdor y de cultivos bajo el altísimo techo de una caverna tachonado de brillantes estalactitas, una tierra donde los niños jugaban y reían.
—Nuestro sol estaba ahí fuera.
Otro roce. El anciano monarca levanta la mano y señala una dirección en la oscuridad eterna.
—El coloso —murmura Edmund. El joven es paciente con su padre. Hay mucho, muchísimo que hacer, pero permanece junto al viejo y presta atención a sus recuerdos.
—Algún día, su hijo hará lo mismo por él —susurro esperanzado, pero la sombra que envuelve nuestro futuro no se despeja en mi corazón.
¿Presentimiento? ¿Premonición? Yo no creo en tales cosas, pues implican la existencia de un poder superior, de una mano y una mente inmortales que intervienen en los asuntos de los hombres. No obstante, así como tengo la seguridad de que Edmund deberá abandonar esta tierra donde ha nacido, donde vieron la luz su padre y tantísimos otros antepasados suyos, también tengo la rotunda certeza de que mi protegido será el último rey de Kairn Telest.
Por eso agradezco la oscuridad. Oculta mis lágrimas.
El rey también guarda silencio. Nuestros pensamientos siguen el mismo lúgubre curso. Él también lo sabe. Y tal vez ahora quiera al muchacho. Ahora, cuando ya es demasiado tarde...
—Recuerdo el coloso, padre —se apresura a decir su hijo, tomando equivocadamente el mutismo del viejo por una muestra de irritación—. Recuerdo el día en que tú y Baltazar os disteis cuenta por primera vez de que estaba dejando de funcionar —añade en tono más sombrío.
Las lágrimas se me han helado en las mejillas, ahorrándome el trabajo de enjugarlas. Ahora, también yo recorro los senderos de la memoria. Avanzo por ellos bajo la luz..., la luz mortecina...
KAIRN TELEST, ABARRACH
La Cámara del Consejo del monarca del reino de Kairn Telest está abarrotada de gente. El rey está reunido con el consejo, formado por ciudadanos destacados cuyos antepasados, fundadores de las respectivas familias, actuaron ya como miembros de tal institución a la llegada de los seres humanos a Kairn Telest, siglos atrás. Aunque se tratan asuntos de un carácter tremendamente serio, en la reunión reina el orden y la serenidad. Todos los miembros del consejo, incluida Su Majestad, escuchan a sus colegas con atención y respeto.
El rey no emite edictos regios, no imparte reales órdenes ni hace proclamas de la corona. Todos los asuntos a tratar se votan en consejo, donde el monarca actúa como guía y asesor, ofrece su consejo y sólo emite un voto de calidad sobre algún tema cuando se produce igualdad entre varias opciones.
Entonces, ¿por qué tenemos un rey? El pueblo de Kairn Telest tiene una notoria necesidad de orden y de convenciones sociales. Hace siglos, nuestros antepasados ya consideraron que precisaban de algún tipo de estructura gubernamental. Estudiaron nuestra naturaleza y nuestra situación y, sabiendo que somos más una familia que una comunidad, decidieron que la forma más adecuada e inteligente de gobierno sería una monarquía, que proporciona una figura paternal, combinada con un consejo dotado de voz y voto.
Nunca hemos tenido razón alguna para lamentar la decisión de nuestros antepasados. La primera reina elegida para gobernar tuvo una hija capaz de llevar a cabo la tarea de su madre. Esta hija tuvo a su vez un varón y así ha sido transmitido el reino de Kairn Telest de generación en generación. El pueblo de Kairn Telest está satisfecho y conforme con esta situación. En un mundo que parece en constante cambio en torno a nosotros —un cambio sobre el cual no tenemos, al parecer, el menor control—, esta monarquía nuestra ejerce una influencia poderosa y estabilizadora.
—Así pues, ¿el nivel del río no ha subido? —pregunta el rey, y su mirada recorre uno por uno los rostros preocupados de los reunidos.
Los miembros del consejo se sientan en torno a una mesa central de reuniones, cuya cabecera ocupa el rey. Su asiento es más lujoso que los demás, pero está colocado a la misma altura que éstos.
—Si acaso, Majestad, su caudal se ha reducido aún más. O así estaba ayer, cuando fui a comprobarlo. —El jefe del gremio de campesinos habla con voz atemorizada, cargada de malos presagios—. Hoy no he acudido a verlo porque he tenido que salir muy temprano para llegar a tiempo a palacio. Pero tengo pocas esperanzas de que haya aumentado durante la noche.
—¿Y las cosechas?
—Con seguridad, perderemos la cosecha de cereales a menos que llevemos agua a los campos en el plazo de cinco ciclos. Afortunadamente, la hierba de kairn está bien; parece capaz de prosperar bajo condiciones casi imposibles. En cuanto a las verduras, hemos puesto a los braceros a acarrear agua a los campos, pero no da resultado. Acarrear agua es una tarea nueva para ellos. No la comprenden, y ya sabéis lo difícil que resulta hacerles aprender algo nuevo.
Varias cabezas asienten en torno a la mesa. El rey frunce el entrecejo y se rasca la perilla. El campesino continúa como si sintiera la necesidad de explicarse, tal vez para ofrecer una excusa.
—Los braceros se olvidan a cada momento de lo que tienen que hacer y desaparecen. Cuando vamos en su busca, los encontramos dedicados de nuevo a su vieja tarea, con los cubos del agua olvidados en cualquier rincón. Según mis cálculos, hemos gastado de esta manera más agua de la que hemos empleado en los huertos.
—¿Y cuáles son tus recomendaciones?
—Mis recomendaciones... —el campesino mira a su alrededor buscando apoyo y suspira—. Recomiendo que cosechemos todo lo que podamos, mientras estamos a tiempo. Será mejor salvar lo poco que tenemos, antes que dejar que todo se agoste y muera en los campos. He traído esta parfruta para mostrárosla. Como veis, tiene un tamaño muy pequeño y aún no está madura. No debería recolectarse hasta dentro de dieciséis ciclos, por lo menos. Pero, si no la cosechamos ahora, se secará y morirá en la planta. Después de la cosecha, podemos hacer otra siembra y tal vez para entonces el río habrá vuelto a su caudal habitual...
—¡No! —lo interrumpe una voz, nunca oída hasta ese momento en la sala y en la reunión. Ya me han tenido suficiente tiempo esperando en la antecámara. Es evidente que el rey no va a mandar a buscarme y debo ocuparme personalmente de lo que sucede—. El río no volverá a la normalidad. Al menos, no lo hará pronto y, si algún día sucede, será sólo gracias a algún cambio drástico que ahora soy incapaz de prever. El Hemo está reducido a un riachuelo fangoso y, salvo que tengamos mucha suerte, Majestad, creo que terminará secándose por completo.
El rey se vuelve, irritado, mientras efectúo mi entrada en la sala. Sabe que soy mucho más inteligente que él y, por ello, desconfía de mí. Pero ha terminado por concederme la razón. Se ha visto obligado a ello. Las pocas veces que no ha sido así, en las contadas ocasiones en que ha decidido llevar las cosas a su modo, ha terminado lamentándolo. Por eso soy ahora el nigromante del rey.
—Tenía intención de mandarte a buscar cuando llegara el momento adecuado, Baltazar —añade el rey, con el entrecejo cada vez más arrugado—, pero parece que no puedes esperar a dar tus malas noticias. Por favor, toma aliento y ofrece tu informe al consejo.
Por el tono de voz, cualquiera diría que le gustaría echarme la culpa de esas malas noticias.
Tomo asiento en el extremo opuesto de la mesa de reuniones cuadrangular, una mesa de piedra tallada. Los ojos de los reunidos en torno a ella se vuelven poco a poco, reacios a mirarme directamente. Soy, debo reconocerlo, una visión insólita.
Todos los que viven dentro de las enormes cavernas del mundo de piedra de Abarrach tienen, naturalmente, una tez pálida. Sin embargo, la mía es de un blanco cerúleo, de un blanco tan lechoso que casi parece traslúcida, con un leve tono azulado por las venillas que corren justo bajo la piel.
Esta palidez fuera de lo común se debe al hecho de que paso largas horas encerrado en la biblioteca, leyendo textos antiguos. Mis cabellos negro azabache —extremadamente raros entre mi pueblo, que los tiene casi siempre blancos con las puntas castaño oscuro— y las vestiduras negras de mi oficio hacen que mi rostro parezca aún más blanco, en contraste.
Poca gente me ve habitualmente, pues casi nunca me alejo de palacio, de mi querida biblioteca, y rara vez me aventuro por las calles de la ciudad ni aparezco en la corte real. Mi presencia en una reunión del consejo es un acontecimiento alarmante. Soy un personaje cuya presencia resulta temible. Mi aparición, pues, tiende un velo de inquietud sobre los corazones de los presentes casi como si extendiese mi negro manto sobre los consejeros.
Empiezo poniéndome en pie. Con las palmas de las manos posadas sobre la mesa, me apoyo ligeramente sobre ellas para dar la impresión de que me cierno sobre los reunidos, que me observan con extasiada fascinación.
—Hace poco, sugerí a Su Majestad que me enviara a explorar el Hemo, a seguir su cauce hasta su fuente para ver si descubría la causa de que el caudal haya descendido tan bruscamente. Su Majestad accedió a la sugerencia, considerándola conveniente, y emprendí la marcha.
Advierto que varios miembros del consejo intercambian miradas y fruncen el entrecejo. Este viaje de exploración no ha sido discutido ni aprobado en consejo, lo cual los pone de inmediato en contra, como era de esperar.
El rey capta su inquietud, se revuelve en el asiento y parece a punto de salir en su propia defensa. Yo asumo la responsabilidad antes de que pueda decir una palabra.
—Su Majestad me propuso informar al consejo y recibir su aprobación, pero me opuse a ello. Y no por faltar al respeto a los miembros del consejo —me apresuro a asegurarles—, sino por la necesidad de no perturbar la tranquilidad del pueblo. Su Majestad y yo compartíamos entonces la opinión de que el descenso del caudal era consecuencia de algún fenómeno de la naturaleza. Tal vez un seísmo había provocado que una parte de la caverna se hundiera y obstruyera el cauce, o quizás alguna colonia de animales había decidido construir una presa en sus aguas. En fin, pensamos, ¿para qué inquietar al pueblo sin necesidad? Pero, ¡ay! —soy incapaz de contener un suspiro—, éste no es el caso.
Los miembros del consejo me miran con creciente inquietud. Se han acostumbrado a lo extraño de mi apariencia y ahora empiezan a advertir cambios en mí. Soy consciente de que no tengo buen aspecto, sino más bien peor del habitual. Mis ojos negros están hundidos, rodeados de sombras púrpuras, y tengo los párpados hinchados y enrojecidos. El viaje ha sido largo y fatigoso, no he dormido en muchos ciclos y tengo los hombros hundidos de agotamiento.
Los miembros del consejo olvidan su irritación ante el gesto del rey de actuar por su cuenta, sin consultarlos. Aguardan, con caras torvas y ceñudas, a escuchar mi informe.