Igual que el último hálito de conciencia de Alfred encontró a Haplo.
Alfred se deslizaba por un vacío, caía a plomo, cuando de pronto se detuvo. Las terribles sensaciones que había experimentado en la Puerta de la Muerte desaparecieron. Se encontró en terreno firme y con un cielo sobre su cabeza. Nada rodaba ya a su alrededor y deseó llorar de alivio cuando, de improviso, advirtió que el cuerpo que ocupaba no era el suyo. Pertenecía a un niño, a un chiquillo de unos ocho o nueve años. Tenía el cuerpo desnudo, salvo un taparrabo atado en torno a la cintura y a sus delgados muslos. El resto de la piel estaba cubierta de trazos y líneas que formaban runas, azules y rojas.
De pie junto a él, dos adultos conversaban. Alfred los reconoció; supo que eran sus padres, aunque era la primera vez que los veía. También supo que había estado huyendo, corriendo desesperadamente para salvar la vida, y que estaba cansado, que el cuerpo le dolía y le ardía y que no podía dar un paso más. Estaba asustado, terriblemente asustado, y le pareció que lo había estado la mayor parte de su corta vida. Que aquel miedo había sido la primera emoción en su recuerdo.
—Es inútil —decía el hombre, su padre, entre jadeos—. Nos están alcanzando.
—Tenemos que detenernos aquí y hacerles frente —insistió la mujer, su madre—. Debemos hacerlo mientras aún tengamos fuerzas.
Alfred, pese a su corta edad, sabía que la resistencia era igualmente inútil. Fuera lo que fuese, lo que los perseguía era más fuerte y más rápido. Escuchó unos aterradores sonidos por donde habían venido; unos cuerpos de gran tamaño se abrían paso entre la maleza. Le vino a la boca un gimoteo pero lo reprimió, sabedor de que expresar su miedo no haría sino empeorar las cosas. Llevó la mano al taparrabo y extrajo una daga puntiaguda y afilada, manchada de sangre reseca. Al verla, Alfred pensó que, evidentemente, ya había matado antes.
—¿Y el chico? —preguntó su madre, dirigiéndose al hombre. El peligro que se acercaba estaba echándoseles encima.
El hombre, muy tenso, cerró con fuerza los dedos en torno a la lanza que empuñaba y cruzó una mirada con la mujer. Una mirada que Alfred entendió y lo hizo saltar hacia adelante con un «¡No!» luchando frenéticamente por escapar de sus labios. Lo siguiente fue un golpe en la cabeza que lo dejó sin sentido.
Alfred salió del cuerpo y observó a sus padres arrastrar su forma exánime y laxa bajo un macizo de tupidos arbustos y acabar de cubrirlo con zarzas. Después, echaron a correr para atraer a su enemigo lo más lejos posible del pequeño, antes de volverse y plantar resistencia a su perseguidor. No lo salvaban en un acto de amor, sino siguiendo un instinto, igual que el pájaro madre finge tener un ala rota para alejar al zorro de su nido.
Cuando el pequeño recobró la conciencia bajo las zarzas, Alfred se encontró de nuevo en su cuerpo infantil. Agachado tras los matorrales y muerto de miedo, presenció, como en un sueño vago y lejano, cómo los snogs asesinaban a sus padres.
Quiso gritar, romper a llorar, pero de nuevo el instinto (o tal vez sólo el miedo que le paralizaba la lengua) lo hizo guardar silencio. Sus padres se batieron con valentía y a fondo, pero no eran rival para los cuerpos enormes, los colmillos afilados y las largas zarpas como cuchillas de aquellos inteligentes snogs. La carnicería se prolongó mucho, muchísimo rato.
Hasta que al fin, misericordiosamente, concluyó. Los cuerpos de sus padres, lo que quedó de ellos cuando los snogs hubieron terminado su voraz festín, quedaron tirados en el suelo, inmóviles. Los gritos de su madre habían cesado. A continuación, llegó el aterrador instante en que Alfred se dio cuenta de que él era el siguiente, en que pensó que debían de haberlo descubierto, que su presencia debía de ser tan visible como la brillante sangre roja que se coagulaba ya sobre la alfombra de hojarasca del bosque.
Pero los snogs se habían cansado de su deporte. Saciadas el hambre y el ansia de matar, no tardaron en alejarse, dejando a Alfred solo en la maleza.
Allí permaneció escondido largo rato, cerca de los cuerpos de sus padres. Llegaron los animales carroñeros para dar cuenta de los despojos. El pequeño tenía miedo de quedarse, miedo de marcharse, y no pudo evitar un gemido, aunque sólo fuera para escuchar el sonido de su propia voz y saber que estaba vivo. Y, a continuación, advirtió la presencia de dos hombres que, de pie junto a él, lo contemplaban. Y se llevó un sobresalto porque no los había oído deslizarse por la espesura, sino que se habían movido más silenciosos que el viento.
Los dos hombres se pusieron a hablar como si él no estuviera. Observaron los restos de sus padres sin inmutarse y comentaron algo acerca de ellos sin mostrar la menor emoción. No eran crueles; sólo insensibles, duros, como si hubieran visto demasiadas muertes y el espectáculo ya no les produjera la menor impresión. Uno de ellos introdujo la mano entre las zarzas, sacó a rastras a Alfred y lo puso en pie. Después, sin soltarlo, lo llevó junto a los cuerpos destrozados de sus padres.
—Mira esto —le dijo el hombre, sujetando al chiquillo por el cuello y obligándolo a contemplar la terrible visión—. Recuérdalo. Y recuerda esto: no han sido los snogs quienes han matado a tus padres. Han sido aquellos que nos encerraron en esta prisión y nos abandonaron a la muerte. ¿De quién estoy hablando, muchacho? ¿Lo sabes? —Los dedos del hombre se clavaron dolorosamente en los músculos del chiquillo.
—De los sartán —oyó Alfred que respondía su propia voz. Y supo que él era un sartán y que acababa de matar a aquellos que le habían dado la vida.
—¡Repítelo! —le ordenó el hombre.
—¡Los sartán! —exclamó Alfred, y rompió a llorar.
—Exacto. No lo olvides nunca, muchacho. Nunca.
Haplo se sumió en la oscuridad entre maldiciones, luchando y debatiéndose por mantenerse lúcido. Pero su mente se reveló contra él y lo privó de la conciencia por su propio bien. Captó entonces un breve destello de luz, mientras tenía la sensación de alejarse más y más, y volcó hasta el último hálito de su ser en alcanzar aquella luz. Lo consiguió.
La sensación de estar cayendo cesó, todas las sensaciones extrañas desaparecieron y lo embargó una inmensa paz. Estaba tendido de espaldas y le pareció como si acabara de despertar de un sueño profundo y reparador iluminado por hermosas visiones. No se dio prisa en levantarse, sino que permaneció tendido, dejándose vencer brevemente por la modorra y siguiendo una música dulce que sonaba en su mente. Por fin, se notó despierto del todo y abrió los ojos.
Yacía en una cripta. Al principio se sorprendió del hecho, pero no se asustó, como si supiera dónde estaba pero lo hubiese olvidado y ahora, al recordarlo, todo encajara. Experimentó una sensación de nerviosismo y de intensa expectación. Estaba a punto de producirse algo que llevaba mucho tiempo esperando. Se preguntó cómo haría para salir de la cripta, pero supo la respuesta de inmediato: la cripta se abriría a su orden.
Cómodamente tendido allí, Haplo contempló su cuerpo y le sorprendió verse vestido con una extraña indumentaria, una larga túnica blanca. Y advirtió, con una punzada de terror, que las runas tatuadas en sus manos y brazos habían desaparecido. Y con las runas, su magia. ¡Estaba indefenso, desvalido como un mensch!
Pero al instante le sobrevino la certeza, casi risible por su propia simplicidad, de que no estaba impotente. Seguía poseyendo la magia, pero estaba en su interior, no en el exterior. Probó a levantar la mano y examinarla. Era fina y delicada. Trazó un signo mágico en el aire y, al mismo tiempo, entonó la runa. La puerta de su cripta de cristal se abrió.
Haplo se incorporó hasta quedar sentado, descolgó las piernas a un lado del lecho y saltó al suelo sin esfuerzo. Un hormigueo le recorrió el cuerpo ante el desacostumbrado ejercicio. Volvió la vista hacia la superficie cristalina de la cripta vacía y experimentó una profunda sorpresa. Estaba viendo su propio reflejo, pero no era su rostro el que lo miraba, sino el de Alfred.
¡Él era Alfred!
Haplo dio unos pasos vacilantes, impactado físicamente por el descubrimiento. Por supuesto, aquello explicaba la ausencia de runas en su piel. La magia de los sartán actuaba de dentro afuera, mientras que la de los patryn lo hacía de fuera adentro.
Confuso, Haplo pasó la vista de su cripta vacía a la que se encontraba junto a ella. En su interior vio a una mujer joven, encantadora, cuyo rostro reposaba tranquilo y sereno. Al contemplarla, Haplo sintió un calor dentro de sí y supo que la amaba, que la había amado durante mucho, muchísimo tiempo. Se acercó a la cripta y colocó las manos sobre el cristal helado. La miró con emoción, siguiendo cada detalle de aquel rostro amado.
—Anna —susurró, y acarició el cristal con los dedos.
Entonces, un escalofrío recorrió a Haplo, paralizándole el corazón. La mujer no respiraba. Lo podía apreciar claramente a través de la tumba acristalada que, supuestamente, no era tal tumba sino sólo un capullo, un lugar de descanso donde permanecer hasta el momento de reemprender sus tareas.
¡Pero Anna no respiraba!
Cabía la posibilidad de que el letargo mágico retardara las funciones corporales. Haplo siguió observando a la mujer con inquietud, deseando que la tela que le cubría los pechos se moviese, que sus párpados vibraran. Siguió observando y esperando durante horas, con las manos apretadas contra el cristal. Esperó hasta que las fuerzas lo abandonaron y cayó derrumbado al suelo.
Allí tendido, Haplo volvió a levantar la mano y a estudiarla. Advirtió algo que se le había pasado por alto. La mano era larga, delgada y delicada, pero era vieja, arrugada, cruzada de venas azules claramente visibles. Se puso en pie a duras penas, miró el cristal de la cripta y contempló su rostro.
—Estoy viejo —susurró, alargando la mano para tocar el reflejo de unas facciones que, cuando había iniciado aquel largo sueño, irradiaban juventud y estaban llenas de luminosas esperanzas. Ahora estaba envejecido, con la piel flaccida, y la cabeza calva y la orla de cabello en torno a las orejas grisácea, canosa.
—¡Estoy viejo! —repitió, notando una oleada de pánico en su interior—. ¡He envejecido, y un sartán tarda muchísimo tiempo en hacerlo! ¡Ella, en cambio, no! Ella no está avejentada.
Volvió a mirar la cripta de la mujer. No; Anna no estaba más vieja de lo que él la recordaba. Lo cual significaba que para ella no había pasado el tiempo. Y eso quería decir...
—¡No! —gritó, asiendo los costados de la tapa acristalada como si quisiera romperlos. Sin embargo, sus dedos se deslizaron en vano sobre el cristal—. ¡No! ¡Muerta, no! ¡Ella muerta y yo vivo, no! ¡No!, yo vivo y..., y...
Retrocedió unos pasos y volvió la cabeza para estudiar las demás criptas. Todas ellas, salvo la suya, contenían un cuerpo. Bajo la tapa de cristal de cada una se encontraba un camarada, un hermano, una hermana. Eran los que debían regresar a aquel mundo con él, cuando llegara el momento. Los que habían de volver para continuar la tarea. ¡Había tanto por hacer!
Haplo corrió a otra cripta.
—¡Ivor! —exclamó, golpeando la tapa de cristal con las yemas de los dedos. Pero el hombre permaneció inmóvil, insensible. Haplo corrió frenéticamente de cripta en cripta pronunciando el querido nombre de cada uno de los ocupantes, suplicando con palabras inconexas que despertaran, que volvieran a ser.
«¡No! ¡Yo solo, no...!»
—O tal vez no —se dijo de pronto, conteniendo su pánico desatado. Una nueva esperanza, refrescante y confortadora, creció en su interior—. Quizá no esté solo. Todavía no he salido del mausoleo. —Miró la puerta cerrada del extremo opuesto de la cámara circular—. Sí, probablemente habrá alguien más ahí fuera.
Pero no hizo el menor movimiento hacia la puerta. La esperanza se desvaneció, destruida por la lógica. Allí fuera no había nadie. De lo contrario, habrían puesto fin al encantamiento. No: él era el único superviviente. Estaba solo. Lo cual significaba que en algún sitio, de algún modo, algo había salido terriblemente mal.
—¿Acaso tendré que ocuparme, sin la ayuda de nadie, de corregir el fallo?
EL MAR DE FUEGO, ABARRACH
Haplo recuperó, no la conciencia, sino la sensación de ser él mismo. Había conseguido su objetivo de permanecer despierto durante la travesía de la Puerta de la Muerte, pero ahora sabía por qué la mente prefería con mucho realizar el trayecto en las tinieblas de la ignorancia. Comprendió, con una sensación muy real de profundo terror, lo cerca que había estado de caer en la locura. La cuerda a la que se había agarrado para salvarse había sido la realidad de Alfred y el patryn se preguntó, con amargura, si no habría sido mejor soltarse.
Permaneció tendido en la cubierta unos momentos, tratando de recomponer su yo roto en pedazos y de sacudirse los sentimientos de pena, de miedo y de profunda pérdida que lo asaltaban..., todos ellos por Alfred. Una cabeza peluda se apoyó en el pecho del patryn y unos ojos acuosos lo miraron con ansia. Haplo acarició las sedosas orejas del perro y le rascó el hocico.
—Está bien, muchacho, ya me encuentro bien —murmuró, pero se dio cuenta de que nunca más lo estaría de verdad. Dirigió una mirada al cuerpo exánime tendido en la cubierta junto a él.
—¡Maldito seas! —masculló e, incorporándose hasta quedar sentado, sacudió al sartán con la punta del pie para que despertara. No pudo evitar el recuerdo del cadáver de la hermosa joven en la tumba de cristal. Alargó la mano y sacudió a Alfred por el hombro.