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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

El mazo de Kharas (20 page)

BOOK: El mazo de Kharas
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—Parecía que estuviese herido. Probablemente esos guerreros lo tienen acorralado —sugirió Caramon, esperanzado, antes de salir corriendo en pos de Sturm.

—¡Qué alivio! No es más que un dragón herido y acorralado —rezongó el joven mago.

Repasó mentalmente la lista de hechizos que tenía buscando alguno que hiciera algo más que irritar al dragón... o darle risa. Tras elegir uno que le pareció aceptable, Raistlin se apresuró a ir detrás de su hermano con la esperanza de evitar, al menos, que a Caramon acabaran matándolo en una grandiosa y noble carga final de los Brightblade.

Caramon salió de la destrozada biblioteca detrás de Sturm y se encontró en un pasillo ancho. Esa parte de la fortaleza había escapado a los peores efectos de la explosión. Los únicos daños eran grietas en las paredes y los suelos y algunos pedazos de techo que habían caído en el corredor. Los rugidos del dragón sonaban como si llegaran del otro extremo del pasillo. Se hicieron más fuertes y más aterradores.

Las voces de los que combatían con la bestia también sonaron más altas. Caramon no entendía lo que decían, pero daba la impresión de que se mofaran de su enemigo y se azuzaran entre sí. Sturm corría delante; no había mirado hacia atrás, así que ignoraba si Caramon lo había seguido o no.

El guerrero avanzó con más cautela. Había algo en esa batalla que le resultaba chocante. Habría querido que su hermano estuviese ya con él. Se volvió a medias.

—Raist, date prisa —lo llamó en voz baja.

Una mano lo asió del brazo y una voz susurrante que salió de la oscuridad le habló:

—Estoy aquí, hermano.

—¡Maldita sea, Raist! ¡No te acerques a mí así, a hurtadillas!

—Hemos de apresurarnos si queremos impedir que el caballero acabe reducido a pavesas —dijo Raistlin en tono sombrío.

—Esto no me gusta —dijo su hermano.

—No se me ocurre por qué —repuso el mago, cáustico—. Nosotros tres, marchando con arrojo al encuentro de la muerte...

—No es por eso —añadió el guerrero al tiempo que sacudía la cabeza—. Fíjate en esas voces, Raist. Ya las he oído antes, o algo muy patecido a como suenan.

Raistlin miró a su gemelo y vio que Caramon estaba serio. Los dos habían servido juntos como mercenarios y había llegado a respetar su destreza y su instinto como guerrero. Raistlin se retiró la capucha para escuchar mejor las voces. Luego miró a Caramon y asintió con la cabeza.

—Tienes razón, ya habíamos oído antes esas voces. ¡Necio caballero! —añadió con acritud—. Tenemos que detenerlo antes de que lo maten. Ve tú por delante, que yo te alcanzaré.

Caramon así lo hizo.


Shirak
—pronunció Raistlin la palabra mágica, y la luz del cristal del bastón irradió. Cuando pasaba por delante reparó en los restos de una enorme escalera de caracol hecha de hierro que descendía a los niveles inferiores.

—Conduce a mis aposentos —se dijo.

Centrado en la ejecución de su magia no se dio cuenta de lo que acababa de decir.

—¡Sturm, espera! —gritó Caramon cuando creyó que el caballero lo oiría por encima del entrechocar de las armas. El caballero se detuvo y se volvió hacia él.

—Bien ¿qué pasa? —inquirió con impaciencia.

—¡Esas voces! —dijo el guerrero, que resopló por el esfuerzo realizado—. Son draconianos. ¡No, escucha! —apremió a su amigo mientras lo asía del brazo para detenerlo.

El caballero escuchó y frunció el entrecejo mientras bajaba la espada.

—¿Por qué iban unos draconianos a atacar a un dragón?

—A lo mejor han tenido una discusión —sugirió su amigo, que intentaba recuperar el aliento—. El mal se vuelve contra sí mismo.

—No estoy tan seguro de que sea eso —dijo Raistlin, que se acercó a ellos. Miró alternativamente al caballero y a su hermano—. ¿Alguno de los dos siente ese temor debilitador que hemos experimentado cuando había cerca una de esas criaturas?

—No —contestó Sturm—, pero el dragón no nos está viendo.

—Eso no tendría por qué influir en el terror que inspiran. En el campamento del valle sentimos el miedo al Dragón Rojo mucho antes de que lo viéramos o nos viera.

—Todo esto es muy extraño —musitó Sturm, pensativo.

—Lo que sí sabemos es esto: el enemigo de mi enemigo es amigo mío —citó Raistlin.

—Cierto —convino el caballero con una leve sonrisa—. En tal caso, deberíamos ayudar al dragón.

—¡Ayudar al dragón! —Caramon los miró con los ojos desorbitados—. ¿Os habéis vuelto locos los dos?

Al parecer sí, ya que Sturm echó de nuevo a correr hacia el ruido de la lucha y Raistlin lo siguió de prisa para no quedarse atrás. Sacudiendo la cabeza, el guerrero salió disparado en pos de su gemelo y del caballero.

El fragor de la lucha se había intensificado. Los siseos de los draconianos y sus voces guturales se oían ahora con absoluta claridad. Hablaban en su lenguaje, aunque lo mezclaban con el Común, por lo que Caramon entendía una de cada cuatro palabras. Los rugidos del dragón habían perdido fuerza. Salía luz de la armería al corredor.

Sturm se había pegado contra la pared y al acercarse a la puerta se arriesgó a echar una ojeada dentro. Lo que vio lo dejó tan sorprendido que fue incapaz de moverse y se quedó paralizado, sin poder apartar los ojos de la escena. Caramon lo retiró de un tirón.

—¿Y bien? —demandó.

—Hay un dragón —dijo Sturm, apabullado—. Uno que no se parece en nada a los que he visto o de los que me han hablado. Es hermoso. —Se sacudió como para salir de una ensoñación y volver a la realidad—. Y está malherido.

Caramon se asomó para verlo por sí mismo.

Sturm tenía razón. El dragón era distinto de todos los dragones con los que se había topado. Había visto dragones con escamas tan negras como el corazón de la Reina Oscura, dragones con escamas rojas como llamas abrasadoras, dragones con escamas de un azul tan intenso como un cielo de color cobalto. Este era distinto. Era más pequeño que los otros y era hermoso, como había dicho Sturm. Las escamas le brillaban como latón bruñido.

—¿Qué clase de dragón es? —le preguntó Caramon a su gemelo.

—Eso es lo que hemos de averiguar —contestó Raistlin—, lo que significa que no debemos dejar que lo maten.

—Hay cuatro draconianos —informó Sturm—. Uno está malherido y los otros tres siguen de pie. Están de espaldas a nosotros y centrados en acabar con el dragón. Van armados con arcos y le han estado disparando flechas. Podríamos sorprenderlos por detrás.

—Déjame ver qué puedo hacer —dijo el mago—. Quizá consiga ahorrarnos tiempo y problemas.

Raistlin sacó algo de un saquillo, lo estrujó entre los dedos, pronunció unas palabras mágicas e hizo un gesto con la mano.

Una bola de fuego abrasador voló desde sus dedos, atravesó la estancia y alcanzó a uno de los draconianos en la espalda. El fuego mágico estalló en la piel escamosa de la criatura. El draconiano soltó un chillido espeluznante y se desplomó en el suelo, donde rodó sobre sí mismo aullando de dolor mientras el fuego ennegrecía las escamas y chamuscaba la carne. Sus compañeros brincaron para apartarse de él ya que las llamas se extendían y les lamían los talones.

—¡Recordad los dos! —advirtió Raistlin cuando Caramon y Sturm entraron a la carga en la habitación—. ¡Los draconianos son tan peligrosos muertos como cuando están vivos!


¡Arras, Solamni!
—lanzó su grito de guerra Sturm, que significaba «Levanta, Solamnia».

El grito hizo dar un respingo a los draconianos, y uno que se volvió para hacer frente a ese nuevo enemigo se encontró con la espada de Sturm; el acero penetró en sus entrañas. El caballero sacó el arma de un tirón, antes de que el cadáver del draconiano se convirtiera en piedra y la espada se quedara atrapada. Caramon no corrió riesgos. Ciñendo la mano sobre la empuñadura de la espada, golpeó al otro draconiano en la nuca. El cuello de la criatura se rompió con un chasquido y el ser cayó al suelo, duro como mármol.

—¡Tres muertos! —informó el guerrero, que se chupó los doloridos nudillos. Corrió hacia el draconiano herido para rematarlo, pero resultó que ya había muerto. El cuerpo se deshizo en ceniza mientras se acercaba a él—. Cuatro muertos —rectificó.

Finalizada la lucha, Sturm se dirigió con rapidez hacia el dragón. La enorme criatura yacía despatarrada en el suelo, con las brillantes escamas de color latón embadurnadas de sangre. Raistlin también se acercó al dragón tan de prisa como pudo. La magia siempre se cobraba un precio del cuerpo y el mago se sentía tan agotado como si hubiese combatido durante tres días en lugar de tres minutos.

—Vigila el corredor —ordenó a Caramon cuando pasó junto a su hermano—. Había más draconianos en esta estancia. A estos cuatro los dejaron para rematar la tarea.

El guerrero recorrió con la mirada la cámara y al ver el ingente número de flechas caídas en el suelo de los disparos fallidos asintió con la cabeza, torvo el gesto. Echó otra ojeada al dragón y el corazón le latió en el pecho con fuerza. El animal era tan hermoso, tan magnífico... Aunque fuera un dragón no debería estar sufriendo así. Salió para vigilar el corredor desde la puerta.

Sturm se acuclilló al lado de la cabeza del dragón. Éste tenía los ojos abiertos, pero el brillo en ellos se apagaba muy de prisa. La respiración era trabajosa. Miró a Sturm, asombrado.

—Un caballero solámnico... ¿Por qué estás aquí? ¿Luchas con... los enanos? —El dragón salió de su estupor y alzó un poco la cabeza con esfuerzo—. ¡Tienes que matar a ese vil hechicero!

Sturm miró a Raistlin.

—A mí no —espetó el mago—. El dragón habla de enanos en combate... ¡Debe de referirse a Fistandantilus!

—Me encontró mientras dormía —murmuró el dragón—. Me lanzó un hechizo, me hizo prisionero... Y ahora ha enviado a sus demonios para que me maten...

El dragón tosió y le salió sangre por la boca.

—¿Qué tipo de dragón eres? —preguntó Raistlin—. Nunca hemos visto uno como tú.

El cuerpo reluciente se estremeció. La inmensa cola golpeó el suelo, una convulsión sacudió las patas y las alas se contrajeron. Tuvo un último estremecimiento y la sangre le salió a borbotones por las fauces. La cabeza del reptil colgó de lado. Los ojos los miraron fijamente sin verlos.

Raistlin soltó un suspiro contrariado y Sturm le lanzó una mirada de reproche, tras lo cual inclinó la cabeza para orar.

—Paladine, dios de la luz y de la clemencia, de la sabiduría y de la verdad, acoge el alma de este noble animal en tu bendito reino...

—¡Sturm, he oído algo! —Caramon entró corriendo en la estancia. Se detuvo, consternado, cuando vio que el caballero rezaba y luego miró a su gemelo—. He oído voces que vienen de la biblioteca.

—Señor caballero —dijo Raistlin, tajante—, deja las plegarias. Paladine sabe qué tiene que hacer con un alma, no necesita que tú se lo expliques.

Sturm hizo caso omiso, acabó el rezo y después se puso de pie.

—He oído voces que llegaban del corredor —repitió Caramon en tono de disculpa—. Quizá sean draconianos. No estoy seguro.

—Acompaña a mi hermano —instruyó el mago—. La magia me ha dejado exhausto. He de descansar.

Se sentó pesadamente en el suelo y apoyó la cabeza en la pared. Caramon se alarmó al verlo.

—Raist, no deberías quedarte solo aquí.

—Ve, Caramon —contestó Raistlin y cerró los ojos—. Sturm necesita tu ayuda. Además, ¡me agobias lo indecible con tus aspavientos!

La luz titilante del cristal del bastón brillaba en la tez dorada. Tenía el semblante demacrado. Empezó a toser y buscó el pañuelo en uno de los bolsillos.

—No sé —vaciló el guerrero.

—Aquí estará bastante seguro —opinó Sturm—. Los draconianos han seguido camino.

Caramon miró a su gemelo con incertidumbre.

—Deberías apagar la luz, Raist.

Raistlin esperó hasta oír que las pisadas apresuradas de Sturm y de su hermano se perdían en la distancia. Cuando estuvo seguro de que se habían marchado y confiando en que a su hermano no se le metiera en la cabeza la idea de regresar, Raistlin se puso de pie.

Como había dicho, la estancia había sido una armería. Había pedazos de perchas de antiguos petos desperdigadas por el suelo. Seguramente los draconianos las habían tirado y hecho cachos buscando algún botín. Armas de diversos tipos alfombraban el suelo cubierto de sangre, la mayoría de ellas rotas o tan oxidadas que no tenían arreglo. Raistlin les echó una rápida ojeada pero no vio nada de interés. Los draconianos eran criaturas inteligentes que sabían si algo era valioso cuando lo veían y se habrían apropiado ya de cualquier cosa que mereciera la pena.

El mago se acercó al objeto que había despertado su interés: un gran saco de arpillera, cerca del montón de polvo que había sido un draconiano. Dejó el bastón en el suelo y se arrodilló junto al saco, con cuidado de que la túnica no rozara en la sangre.

Dio golpecitos con el dedo a uno de los bultos que había dentro del saco y notó algo duro y sólido. El saco estaba empapado de sangre. Los diestros dedos de Raistlin tiraron y hurgaron el nudo del cordel que cerraba la boca del saco. Por fin consiguió soltarlo y lo abrió.

La luz del cristal del bastón brilló en un yelmo. Y no en un yelmo cualquiera, por cierto. El draconiano había sabido ver su valor bajo la capa de polvo y mugre que lo cubría y, aunque Raistlin no era un entendido para juzgar los detalles que hacían excelente una pieza de armadura, hasta él se daba cuenta de que el yelmo era obra de un experto, diseñado tanto para proteger a quien lo llevara puesto como de adorno.

El mago lo frotó con la bocamanga para quitar un poco de polvo. Destacando de las otras gemas engastadas, un gran rubí centelleó al reflejar la luz.

Raistlin miró dentro del saco, no vio nada más de interés y de nuevo centró su atención en el yelmo. Pasando la mano sobre él, murmuró unas palabras y el yelmo empezó a irradiar un fulgor tenue.

—Ah, de modo que eres mágico... Me pregunto...

El vello de la nuca se le erizó y un escalofrío le recorrió la espina dorsal. Había alguien con él en la estancia. Alguien se acercaba a hurtadillas, a su espalda. Con lentitud, Raistlin soltó el yelmo; en el mismo movimiento asió el bastón y giró sobre los pies.

Unos ojos fríos, pálidos, envueltos en sombras, lo contemplaban desde la oscuridad. Los ojos no tenían sustancia ni cabeza ni cuerpo. No eran los ojos de un ser vivo. Raistlin reconoció en aquella mirada cruel el odio y el dolor de un alma obligada a morar en el Abismo, prisionera del Dios de la Muerte, incapaz de hallar reposo ni alivio del atroz tormento de su terrible existencia.

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