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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

El mazo de Kharas (21 page)

BOOK: El mazo de Kharas
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Los ojos se deslizaron en el aire hacia él, con la agitada negrura abismal que lo envolvía siguiéndolo como una estela.

Raistlin alzó el bastón y lo sostuvo ante sí. El cayado era su única protección, pues estaba demasiado débil para lanzar otro hechizo aun en el caso de que hubiese sido capaz de recordar algún conjuro eficaz contra el aterrador espectro. Consideró la idea de gritar pidiendo ayuda, pero temió que hacer tal cosa indujera al espectro a atacarlo. Ante todo debía impedir que el espectro lo tocara, ya que el tacto mortífero le consumiría el calor, la energía y la vida.

El espectro se aproximó más y, de repente, la luz del bastón irradió con repentina intensidad, tan blanca, tan deslumbrante que casi cegó a Raistlin y lo obligó a resguardarse los ojos con la mano. El espectro se detuvo.

Una voz habló. Era una voz seca como hueso y suave como ceniza que provenía de una boca invisible.

—El Amo me pide que te dé este mensaje, Raistlin Majere. Has encontrado lo que buscas.

El joven mago estaba tan estupefacto que casi dejó caer el bastón. La mano le tembló y la luz titiló, vacilante. El espectro se acercó más y Raistlin aferró el cayado con fuerza y lo adelantó ante sí. La luz brilló firmemente y el espectro retrocedió.

—No... entiendo. —Raistlin tenía la boca muy seca. Tuvo que intentarlo dos veces antes de conseguir hablar y, cuando le salieron las palabras, sonaron como un graznido.

—Ni lo entenderás. Ni debes entenderlo. Al menos durante mucho tiempo. Sabe que ahora estás al cuidado del Amo.

Los ojos espectrales se cerraron. La oscuridad se disipó. El brazo de Raistlin empezó a temblar de forma incontrolada y se vio obligado a soltar el bastón. Tenía los nervios de punta y cuando una voz habló a su espalda se dio un susto de muerte. Era Sturm.

—¿Con quién hablabas? —El tono del caballero sonaba desagradable y desconfiado—. Te oí hablar con alguien.

—Hablaba conmigo mismo —replicó Raistlin. Metió el yelmo en el saco con la esperanza de que el caballero no lo hubiera visto. Luego inquirió con voz cortante:— ¿Qué eran esas voces que había oído mi hermano? ¿Dónde está Caramon?

Sturm no estaba dispuesto a que lo distrajera. Había visto el brillo metálico.

—¿Qué guardas ahí? —demandó— ¿Por qué intentas esconderlo? ¡Déjame verlo!

—No intento esconder nada —dijo Raistlin con un suspiro—. Encontré un antiguo yelmo enano dentro de este saco. Sé poco sobre piezas de armadura, pero parece tener cierto valor. Puedes juzgar por ti mismo. —Le tendió el saco—. ¿Dónde está Caramon?

—Recibiendo invitados —repuso Sturm.

El caballero abrió el saco, sacó el yelmo y lo sostuvo a la luz. Soltó un suave suspiro.

—Excelente manufactura. Nunca había visto nada igual. —Lanzó una mirada feroz al mago—. ¡«Cierto» valor! Esto vale el rescate de un rey. Un yelmo así sólo lo llevaría puesto alguien de sangre real, un príncipe o tal vez el propio rey.

—Eso lo explicaría... —musitó Raistlin, que añadió con tono despreocupado:— Deberías manejarlo con cuidado. Creo que podría estar encantado.

Estaba pensando en lo que el espectro le había dicho: «Has encontrado lo que buscas.» ¿Qué había ido a buscar allí? Raistlin no lo sabía en realidad. Le había dicho a Tanis que buscaba la llave que les abriría las puertas de Thorbardin. ¿Era cierto o sólo había sido una excusa? ¿O quizá la verdad se encontraba en medio, entre lo uno y lo otro...?

—¿Recibiendo invitados? —repitió el mago cuando el extraño comentario del caballero penetró en la bruma que le enturbiaba la mente—. ¿Qué quieres decir? No estará en peligro...

—Eso depende de lo que entiendas por peligro —contestó Sturm, que soltó una corta carcajada.

Preocupado, Raistlin hizo intención de ir en ayuda de su hermano, pero encontró a Caramon en el umbral de la armería. El guerrero tenía el rostro encendido.

—Eh, Raist, fíjate quién ha venido —dijo con una sonrisa tímida.

Tika apareció junto a Caramon. Le dirigió a Raistlin una sonrisa que se disipó rápidamente ante la mirada fría del mago. Éste se disponía a decir algo, pero se lo impidió Tasslehoff al entrar en la estancia dando saltos y hablando de forma atropellada por la excitación.

—¡Hola, Raistlin! Vinimos a rescataros pero supongo que no hacía falta. Caramon creía que éramos draconianos y casi nos ensartó con la espada. ¡Guau! ¿Eso es un dragón? ¿Está muerto? ¡Pobre! ¿Puedo tocarlo?

Raistlin asestó a su gemelo una mirada penetrante.

—Caramon, tenemos que hablar —dijo en tono gélido.

13

Invitado real

La salida

Un descubrimiento pavoroso

Sturm pasó la mano por el yelmo, maravillado por la destreza de su artífice. Era vagamente consciente de la tensión que flotaba en el ambiente, de la reprimenda de Raistlin a su hermano con voz baja e irritada, del ruido que hacía Caramon con los pies al apoyar el peso ora en uno ora en otro y de sus respuestas apenadas sobre que aquello no era culpa suya, de que Tika agarraba al kender por el cuello de la camisa y lo sacaba de la estancia a la fuerza mientras mascullaba algo sobre buscar la salida de aquel sitio horrible. El caballero era consciente de todo lo que pasaba, pero no prestaba atención a nada de aquello. No podía apartar los ojos ni la mente del yelmo.

Con las yemas de los dedos quitó la mugre de las gemas para que brillaran con más intensidad. Una en particular atrajo su mirada: un rubí tan grande como el puño de un niño que iba engastado en el centro del yelmo. Sturm imaginó el aspecto que tendría ese yelmo cuando estuviese bruñido, reluciente. De repente sintió la tentación de ponérselo.

No sabía de dónde le había venido la idea. Ni que decir tiene que no cambiaría su propio yelmo —que había llevado su padre y antes su abuelo— ni por todas las monedas de acero de Krynn; de todos modos, ese yelmo no le quedaría bien. Se había hecho para un enano y, en consecuencia, era demasiado grande para un humano. La cabeza le repicaría dentro igual que un guisante en una cáscara de nuez, pero a pesar de todo Sturm deseaba probárselo. A lo mejor era sólo para ver qué se sentía al lucir un objeto que valía el rescate de un rey o quizás era para juzgar la calidad de aquella pieza artesanal o tal vez era que el yelmo le estaba hablando y lo instaba a ponérselo en la cabeza y cubrirse con él el largo y oscuro cabello, en el que empezaban a menudear las canas a pesar de que sólo tenía veintinueve años.

Se quitó el yelmo de su padre y lo dejó en el suelo, a sus pies. Sosteniendo el enjoyado yelmo y contemplándolo con admiración, a Sturm le pareció recordar que Raistlin había dicho algo respecto a que el yelmo era mágico. El caballero desechó esa idea. Ningún guerrero de verdad como tenía que haber sido el enano que lo había lucido le habría permitido a un hechicero que se acercara a su armadura. Lo que intentaba Raistlin con esa advertencia era despertar su recelo para que no lo tocara siquiera. El mago quería el yelmo para sí mismo.

Sturm se lo puso. Para su sorpresa y su satisfacción, le ajustaba como si se lo hubiesen hecho especialmente para él.

—Bueno, Raist ¿qué clase de dragón crees que es? —preguntó Caramon en un intento desesperado de cambiar de tema y evitar la agarrada que veía venir—. Tiene un color raro. A lo mejor era un dragón mudable.

—Querrás decir mutante, mentecato —lo corrigió Raistlin con frialdad—. ¡Y en este momento me importa un ardite qué era! —Inhaló con un sonido silbante.

—Creo que iremos a buscar la salida, Caramon —anunció Tika, que dijo lo primero que se le vino a la cabeza—. Vamos, Tas. Vayamos a buscar la salida —dijo al tiempo que agarraba al kender por el cuello de la camisa.

—¡Pero si sabemos cómo salir! —argüyó Tas—. ¡Sólo tenemos que volver por donde hemos venido!

—Vamos a buscar una salida diferente —replicó la joven, hosca, mientras tiraba de él hacia la puerta.

Raistlin asestó a Caramon una mirada fulminante bajo la que el hombretón se encogió como si hubiese menguado a la mitad de su tamaño.

—¿Qué hace ella aquí? —demandó el mago—. ¿Le dijiste que viniera? Lo hiciste, ¿verdad?

—¡No, Raist, lo juro! —Caramon estaba cabizbajo, con la vista clavada en las botas—. No tenía ni idea.

—De las muchas tonterías que has hecho, ésta es el colmo. ¿Te das cuenta del peligro en el que la has puesto? Y el kender. ¡Por los dioses, el kender!

Raistlin tuvo que hacer una pausa para inhalar aire, y eso lo hizo toser. Le fue imposible hablar durante unos segundos, en los que rebuscó su pañuelo.

Caramon observaba a su gemelo con angustia, pero no se atrevía a decirle ninguna palabra de consuelo ni intentó ayudarlo. Ya estaba metido en un buen apuro; un apuro que, se mirara como se mirara, no era culpa de él. Y si bien por un lado lo emocionaba que Tika lo considerara lo bastante importante para ir tras él, por otro habría querido que la joven estuviese en la otra punta del continente.

—Ella no te dará problemas, Raist —dijo—. Y Tas tampoco. Sturm puede acompañarlos de vuelta al campamento. Tú y yo... Seguiremos a Thorbardin o donde sea que quieras ir.

Por fin el mago consiguió respirar de nuevo. Se limpió los labios y miró a su hermano con aprobación aunque a regañadientes. El plan de Caramon no sólo los libraría de Tika y de Tasslehoff, sino que también les quitaría de en medio al caballero.

—Han de marcharse de inmediato —dijo Raistlin, que hablaba con voz enronquecida por la tos.

—Claro, Raist —accedió Caramon con un gran alivio—. Iré a hablar con Sturm... ¡Sturm! Ah, estás ahí.

Se había dado media vuelta y ahora tenía al caballero ante sí. Caramon miró a su amigo con desconcierto. Se había quitado su yelmo, un yelmo que para él valía más que su propia vida, y lo había sustituido por otro que estaba sucio, manchado de sangre y que era demasiado grande para él. La visera le llegaba al cuello y los ojos apenas se le veían a través de las ranuras superiores.

—Eh... ese yelmo que has encontrado es bonito, Sturm —dijo Caramon.

—Te dirigirás a mí con el debido respeto y el tratamiento de «alteza» —declaró Sturm con una voz que sonaba extraña al salir de aquel yelmo—. Os preguntaría vuestros nombres y de dónde sois, pero no podemos perder tiempo en cumplidos. ¡Hay que cabalgar hacia Thorbardin ahora mismo!

Caramon dirigió una mirada desconcertada a su hermano. No tenía ni idea de qué decía su amigo. No era propio del serio caballero hacer el tonto.

Raistlin observaba a Sturm con los ojos entrecerrados, atentos.

—Venga, Sturm, déjate de bromas —pidió el guerrero, que ahora estaba asustado—. He hablado con Raist y hemos decidido que deberías escoltar a Tas y a Tika de vuelta al campamento.

—No sé quién es ese tal Sturm del que no dejas de hablar —lo interrumpió el caballero, impaciente—. Soy Grallen, hijo de Duncan, el Rey Bajo la Montaña. Hemos de regresar a Thorbardin de inmediato. —El tono de su voz se tornó triste—. Me temo que todo está perdido. Hay que informar al rey que sus hijos han muerto.

Caramon se había quedado boquiabierto.

—¿Grallen? ¿Hijo de Duncan? ¿Qué? Raist, ¿sabes tú de qué habla?

—Qué interesante —murmuró el mago, que miraba a Sturm como si fuese algún tipo de experimento metido en un frasco de laboratorio—. Se lo advertí, pero no me hizo caso.

—¿Qué le ha ocurrido? —demandó el guerrero.

—El yelmo se ha apoderado de su voluntad. No es tan inusual ese tipo de magia. Está el famoso Broche de Adoración elfo, creado por un hechicero para que guardara el espíritu de su esposa muerta. También existe la Flauta Camarina de Leonora, que...

—¡Raist! ¡Déjate de lecciones! ¿Qué le pasa a Sturm? —increpó Caramon.

—Al parecer el yelmo perteneció a un príncipe enano llamado Grallen —le explicó Raistlin—. Murió, ya fuera en el campo de batalla o aquí, en la fortaleza. No estoy seguro del tipo de encantamiento, pero imagino que el alma del príncipe tenía alguna razón poderosa para permanecer en este mundo, una razón tan importante que se negó a renunciar a ella, ni siquiera ante la muerte. Su alma se convirtió en parte del yelmo con la esperanza de que alguien fuera lo bastante necio para cogerlo y ponérselo. Es decir, Sturm Brightblade.

—¿Así que ese príncipe enano es ahora Sturm? —preguntó Caramon, aturdido.

—Al revés. Sturm es ahora el príncipe enano Grallen.

Caramon dirigió una mirada afligida a su amigo.

—¿Y volverá a ser Sturm alguna vez? —preguntó.

—Si se quita el yelmo, probablemente —contestó el mago.

—¡Ah, bien, entonces se lo quitaremos!

—Yo no lo... —empezó Raistlin, pero Caramon ya había asido el yelmo y empezaba a tirar de él para sacarlo de la cabeza de Sturm.

El caballero lanzó un grito de dolor y de indignación y apartó a Caramon de un empellón.

—¿Cómo osas ponerme las manos encima, humano? —increpó al tiempo que llevaba la mano a la espada.

—Os pedimos disculpas, alteza —se apresuró a intervenir Raistlin—. Mi hermano no sabe lo que hace. El ardor de la batalla lo ha dejado confundido...

Sturm envainó la espada.

—El yelmo estaba como atascado, Raist —informó Caramon—. ¡Me fue imposible moverlo!

—No me sorprende. Me pregunto... —Se quedó en silencio, pensativo.

—¿Qué quieres decir con que no te sorprende? ¡Éste es Sturm! ¡Tienes que romper el encantamiento, quitárselo o hacer lo que sea con él!

—El hechizo no se puede romper hasta que el alma del príncipe Grallen lo libere —explicó Raistlin a la par que sacudía la cabeza.

—¿Y eso cuándo ocurrirá? ¿Será Sturm un enano para siempre?

—No es probable —repuso el mago, que añadió, irritado:— ¡Y deja de gritar! ¡Conseguirás que todos los draconianos que haya en este sitio caigan sobre nosotros! El alma del príncipe está resuelta a cumplir una misión. Quizá sea algo tan sencillo como regresar para dar la noticia sobre la muerte de su hermano.

Raistlin hizo una pausa; en silencio, miró el yelmo de hito en hito.

—Quizás era esto a lo que se refería el mensaje... —murmuró.

Caramon se pasó los dedos por el cabello. Se le notaba muy preocupado.

—¡Sturm cree que es un enano! ¡Es terrible! ¿Qué vamos a hacer?

—Alteza, nos sentiríamos muy honrados de escoltaros de vuelta a Thorbardin, pero, como podéis ver, somos humanos —empezó Raistlin—. No sabemos el camino.

—Yo os guiaré, por supuesto —repuso de inmediato Sturm—. Habrá una cuantiosa recompensa para vosotros en pago al servicio que me hacéis. ¡El rey debe saber esta terrible noticia!

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