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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

El mazo de Kharas (29 page)

BOOK: El mazo de Kharas
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Las llanuras de Dergoth, situadas entre el Monte de la Calavera y Thorbardin, eran planicies de desesperación. El sol brillaba en el cielo azul, pero era una luz fría, como la de las lejanas estrellas, y no proporcionaba calor a quienes se veían obligados a cruzar aquel espantoso lugar, un sitio tan horrible que hasta borró la alegría del kender.

Tasslehoff caminaba con la mirada prendida en sus botas cubiertas de ceniza, porque mirarlas era mejor que mirar al frente y no ver nada aparte de nada, cuando de repente se fijó en algo extraño. Alzó los ojos al cielo y de nuevo los bajó al suelo.

—Caramon, he perdido mi sombra —dijo con voz tensa.

El guerrero oyó al kender, pero fingió que no. Ya tenía bastante con preocuparse de su hermano. Raistlin lo estaba pasando mal. Fuera cual fuese la energía que lo había sostenido y le había dado fuerzas en el viaje al Monte de la Calavera, parecía que lo hubiese abandonado al marcharse de allí. La caminata a través de la ciénaga lo había dejado exhausto. Caminaba despacio, apoyado en el bastón, y cada paso parecía costarle un gran esfuerzo.

Aun así, se había negado a descansar. Insistió en que siguieran adelante y comentó que el supuesto príncipe Grallen no les permitiría detenerse, cosa que seguramente era verdad. Caramon tenía que ir frenando continuamente a Sturm, que marchaba a paso rápido, fija la vista en las montañas, porque en caso contrario habría dejado atrás al agotado mago con su marcha lenta.

—Mira, Caramon, tú también has perdido la tuya —señaló Tas con alivio—. Ya no me siento tan mal.

—¿Que he perdido qué? —inquirió el guerrero, que sólo le prestaba atención a medias.

—Tu sombra —contestó Tas al tiempo que señalaba al suelo.

—Probablemente será mediodía —comentó con desgana Caramon—. No se ve la sombra de uno cuando tienes el sol justo encima de la cabeza.

—Eso es lo que pensé yo —dijo Tas—, pero mira el sol. Está casi en el horizonte. Faltan un par de horas para que oscurezca. No, nuestras sombras han desaparecido —concluyó con un suspiro.

Con una sensación de ridículo, Caramon se volvió a mirar hacia atrás para ver su sombra. Tenía el sol delante, pero no había una sombra alargándose detrás de él. Ni siquiera veía sus huellas, que deberían haberse marcado con claridad en la fina ceniza gris. Experimentó la repentina sensación de haber dejado de existir.

—Caminamos por un mundo de muerte al que no pertenecen los seres vivos —dijo Raistlin con la voz reducida a un mero susurro—. No proyectamos sombra ni dejamos huellas.

—Odio este sitio —dijo Caramon, estremecido por un escalofrío.

Lanzó una mirada aciaga a Sturm, que se había parado para esperarlos y daba golpecitos con un pie en señal de impaciencia.

—Raist, ¿y si el yelmo encantado que lleva puesto nos está conduciendo hacia una trampa mortal? Quizá deberíamos regresar.

Raistlin se planteó, anheloso, volver al Monte de la Calavera. No le encontraba explicación, pero mientras habían estado allí se había sentido fuerte y sano, casi como antes de la Prueba. Allí fuera, ahora, tenía que obligarse a dar cada paso, cuando lo que deseaba era dejarse caer en el suelo cubierto de ceniza gris y dormir sobre el polvo de los muertos. Tosió, sacudió la cabeza e hizo un débil ademán para señalar al caballero.

Caramon entendió. Sturm, bajo la influencia del yelmo, estaba obligado a ir a Thorbardin. Si regresaban, no querría ir con ellos.

Raistlin le tiró de la manga a su hermano.

—¡Tenemos que seguir! —dijo jadeante—. ¡No debemos dejar que la noche nos sorprenda en este horrible lugar!

—¡Amén a eso, hermano! —convino Caramon de todo corazón. Colocó el fuerte brazo debajo del de su gemelo para servirle de apoyo en su vacilante caminar y alcanzaron a Sturm.

—Espero recuperar mi sombra —dijo Tasslehoff, que iba detrás—. Le tenía cariño. Acostumbraba venir conmigo a todas partes.

Siguieron avanzando trabajosamente.

* * *

Su sombra, alargándose a un lado del camino, advertía a Tanis que sólo quedaban unas pocas horas de luz. Habían bajado de la montaña con rapidez por la antigua calzada enana que descendía entre pinos. Unos cuantos kilómetros más y llegarían al bosque. Un lecho de agujas de pino sonaba muy bien después de las incómodas y lúgubres noches en la montaña, con la roca por colchón y una piedra de almohada.

—Huelo a humo —dijo Flint, que se frenó de golpe.

El semielfo husmeó el aire. También él captó el olor a humo. No se había percatado de ello. En el campamento, ese olor de las lumbres de las cocinas había sido penetrante. Estaba cansado de caminar todo el día y no había sabido apreciar realmente lo que ese olor significaba allí. Cuando cayó en la cuenta, irguió la cabeza y escudriñó el cielo.

—Allí está —dijo al tiempo que señalaba unos pocos zarcillos negros que se elevaban por encima de los pinos, no muy lejos de su posición. Observó el humo—. A lo mejor es un incendio forestal.

—Huele a carne quemada —respondió el enano a la par que sacudía la cabeza. Frunció el entrecejo y lanzó una mirada cargada de pesimismo por debajo de las pobladas cejas—. Qué va, no huele a incendio forestal. —Clavó el pico en el suelo y manifestó con gesto avinagrado:— Huele a enano gully. Ése es el pueblo del que te hablé. —Miró en derredor—. Debería haber reconocido dónde habíamos venido a parar, pero nunca había llegado hasta aquí desde esta dirección.

—Me he estado preguntando si el pueblo al que te referías era en el que estuviste prisionero.

Flint soltó un fuerte resoplido y se puso muy colorado.

—¡Como si fuera yo a acercarme a ese sitio ni en mil años!

—No, claro que no —dijo Tanis, que disimuló una sonrisa y cambió de tema—. Hasta ahora siempre habíamos encontrado a los enanos gullys en ciudades. Parece extraño hallarlos instalados aquí, en terreno agreste.

—Esperan a que las puertas se abran —contestó Flint.

—¿Cuánto tiempo llevan ahí? —inquirió Tanis, que miró al enano con aire perplejo.

—Trescientos años. —Flint agitó la mano—. Hay madrigueras de gullys por toda esta zona. El día que las puertas se cerraron y los dejaron fuera, los gullys se sentaron en cuclillas delante de la montaña a esperar, convencidos de que las puertas volverían a abrirse. Todavía siguen esperando.

—Al menos esto demuestra que los gullys son optimistas —comentó el semielfo. Entonces salió de la calzada hacia una vereda que viraba en la dirección del humo.

—¿Dónde crees que vas? —demandó Flint, inmóvil en la calzada como si se hubiese quedado clavado en el sitio.

—A hablar con ellos —contestó el semielfo, a lo que su amigo respondió con un gruñido.

—Se ve que como el kender no anda por aquí echas en falta tu ración diaria de estupideces —rezongó el enano.

—Los enanos gullys tienen un talento natural para localizar lo oculto —repuso Tanis—. Como vimos en Xak Tsaroth, lograron colarse por pasadizos secretos y túneles. ¿Quién sabe? Quizás han descubierto alguna forma de entrar en la montaña.

—En tal caso, ¿por qué siguen viviendo fuera? —razonó Flint, aunque fue en pos de su amigo.

—Puede que no sepan lo que han encontrado.

Flint sacudió la cabeza.

—Aun en el caso de que hubiesen encontrado un modo de acceder a Thorbardin nunca conseguirías hallar sentido a lo que te contaran. Y no permitas que esos desdichados te convenzan para quedarte a cenar. —El enano arrugó la nariz—. ¡Puag! ¡Qué peste! ¡Ni siquiera una rata asada huele tan mal como eso!

Habían llegado a un punto donde el humo era ya más denso y el olor resultaba muy desagradable. Si era de una lumbre, Tanis no llegaba a imaginar qué estarían cocinando los gullys.

—No te preocupes —contestó y se tapó nariz y boca con la mano a la par que intentaba respirar lo menos posible.

La vereda los condujo a un claro entre los árboles. Allí, Flint y Tanis se pararon en seco y contemplaron en un silencio sombrío la terrible escena. Los edificios habían sido incendiados y se había masacrado a todos los enanos gullys. Sólo quedaban esqueletos carbonizados e informes masas humeantes de carne ennegrecida.

—No era rata asada, sino gullys asados —dijo Flint con aspereza.

Poniéndose harapos sobre la nariz y la boca y con los ojos llorosos por el humo, los dos amigos recorrieron el pueblo por si quedaba alguno que siguiera vivo, pero su búsqueda resultó infructuosa.

Quienesquiera que fuesen responsables de aquello habían atacado rápida y brutalmente. Al parecer habían pillado desprevenidos a los enanos gullys —sobradamente conocidos por su cobardía—, sin tiempo para huir. Los habían matado allí donde los sorprendieron. Algunos de los cadáveres tenían agujeros de parte a parte, otros estaban partidos en pedazos, mientras que otros tenían astas de flechas medio quemadas que les sobresalían entre las costillas y algunos no tenían rastros de heridas, pero aun así estaban muertos.

—Aquí ha intervenido magia oscura —dijo Tanis, severo.

—No fue lo único que intervino.

Flint se agachó y, con mucho cuidado, recogió por la empuñadura una espada rota caída junto al cadáver de un gully que había llevado puesta en la cabeza, boca abajo, una sopera. Quizás el improvisado yelmo le había salvado la vida un poco de tiempo, lo suficiente para llegar al mismo borde del poblado antes de que su atacante lo alcanzara y le hiciera pagar caro romperle la espada. El gully, todavía con la sopera puesta en la cabeza, yacía retorcido, con el cuello roto.

—Draconiana —dijo Flint mientras miraba la espada.

Aunque sólo quedaba la mitad de la hoja era fácil de identificar por los extraños filos aserrados que utilizaban los servidores de la Reina de la Oscuridad.

—De modo que están a este lado de la montaña —concluyó el semielfo con tono adusto.

—Quizás estén ahora mismo ahí fuera, observándonos —sugirió Flint, que soltó la espada rota para armarse con el hacha.

Tanis desenvainó la espada y los dos amigos escudriñaron con atención las sombras.

Los últimos rayos de sol empezaban a desaparecer tras las montañas. Ya estaba oscuro entre los pinos, y las sombras de la cercana noche, junto con el humo, hacían difícil ver algo.

—Ya no podemos hacer nada por estos pobres desdichados —dijo el semielfo—. Marchémonos de aquí.

—De acuerdo —contestó Flint, pero de repente se quedó muy quieto.

—¿Has oído eso? —preguntó Tanis en un susurro.

El enano se acercó a él, pero espalda contra espalda con Tanis.

—Suena como el tintineo de armaduras, algo grande deslizándose sigilosamente entre los árboles —dijo en voz baja.

El semielfo recordó a los enormes draconianos y su gran envergadura de alas, las pesadas extremidades protegidas bajo piezas de armadura y cotas de malla. Podía imaginar a los monstruos intentando deslizarse entre los pinos, haciendo susurrar la maleza al engancharse en ella, pisando las hojas secas y chascando ramas... justo los sonidos que estaban oyendo. De pronto el ruido cesó.

—¡Nos han visto! —musitó Flint.

Sintiéndose vulnerable y a descubierto en el claro, Tanis estuvo tentado de decirle a Flint que corriera hacia los árboles, pero se contuvo. Con la penumbra y el humo, lo que quiera que estuviese ahí fuera podría haberlos oído, pero todavía no los habría localizado. Si corrían, atraerían la atención hacia ellos y revelarían su posición.

—No te muevas —advirtió Tanis—. ¡Espera!

Al parecer, el enemigo del bosque había tenido la misma idea. No oyeron más ruidos de movimiento, pero sabían que aún estaba allí, esperando también.

—¡A la mierda! —masculló el enano—. No podemos quedarnos aquí toda la noche. —Antes de que Tanis pudiera impedírselo, el enano alzó la voz—. ¡Lagartijas babosas! ¡Dejaos de merodear y salid aquí a luchar!

Oyeron un chillido, rápidamente ahogado.

—Flint, ¿eres tú? —preguntó con recelo una voz y el enano, al oírla, bajó el hacha.

—¿Caramon? —llamó.

—¡Y yo, Flint! —gritó otra voz—. ¡Tasslehoff!

Flint gimió y sacudió la cabeza.

Hubo mucho estrépito en la pinada, se encendieron antorchas y Caramon salió entre los árboles sosteniendo a Raistlin, que apenas podía caminar. Tasslehoff apareció detrás a toda carrera aunque llevaba a Sturm de la mano y tiraba de él.

—¡Vas a ver a quién he encontrado! —exclamó Tas.

Tanis y Flint miraron al caballero de hito en hito al ver que se cubría la cabeza con un yelmo demasiado grande para él. Tanis se acercó para abrazar a Sturm, pero el caballero dio un paso atrás, hizo una reverencia y se mantuvo apartado. Tenía la mirada prendida en Flint y la expresión no era amistosa.

—No te conoce, Tanis —explicó el kender, que casi no podía contener el entusiasmo—. ¡No nos conoce a ninguno!

—No lo habrán golpeado en la cabeza otra vez, ¿verdad? —preguntó Tanis mientras se volvía hacia Caramon.

—Qué va. Está hechizado.

Tanis desvió la mirada hacia Raistlin.

—No he sido yo —dijo el mago, que se sentó pesadamente en un tocón de árbol que había salido indemne del fuego—. Fue cosa del propio caballero.

—Es una larga historia, Tanis. ¿Qué ha pasado aquí? —preguntó Caramon al tiempo que miraba la destrucción del poblado.

—Draconianos —fue la escueta respuesta del semielfo—. Por lo visto esos monstruos han cruzado la montaña.

—Sí, nosotros también nos topamos con draconianos —dijo el guerrero—. En el Monte de la Calavera. ¿Crees que siguen por los alrededores?

—No hemos visto ninguno. ¿De modo que conseguisteis llegar a la fortaleza? —inquirió Tanis.

—Sí, y damos gracias por estar lejos de ese sitio horrible y de esas malditas llanuras. —Con un gesto de la cabeza señaló hacia la dirección de la que llegaban.

—¿Cómo nos habéis encontrado?

Raistlin tosió y echó una ojeada a su hermano. A Caramon se le puso la cara roja y apoyó el peso ora en un pie ora en otro con nerviosismo.

—Le pareció que olía a comida —aclaró Raistlin, mordaz. Caramon esbozó una sonrisa avergonzada y se encogió de hombros.

Entretanto, Flint había estado observando intensamente a Sturm y a Tasslehoff, que se retorcía para contener el regocijo.

—¿Qué le pasa a Sturm? —preguntó el enano—. ¿Por qué me mira de ese modo, como si quisiera fulminarme? ¿Y de dónde ha sacado ese yelmo? ¿Por qué lo lleva puesto? No le queda bien. Ése es un yelmo... —Se acercó más, entrecerrando los ojos para ver mejor el casco en la penumbra—. ¡Es enano!

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