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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

El mazo de Kharas (28 page)

BOOK: El mazo de Kharas
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Al igual que su padre, a Gilthanas lo irritaba el hecho de que los dioses hubiesen considerado adecuado servirse de humanos como heraldos de su regreso. Los dioses deberían haber acudido a los elfos, que, después de todo, eran el pueblo elegido. Habían sido los humanos con sus transgresiones los que habían provocado que los dioses descargaran su ira sobre el mundo.

«Somos los hijos buenos
—se dijo para sus adentros Laurana—.
No tendrían que habernos castigado. Mas ¿éramos realmente buenos? ¿O es que nunca nos pillaron en un renuncio?»

Los elfos no albergaban tales dudas. Los elfos estaban seguros de su sitio en el universo. Los humanos, por otro lado, siempre dudaban, siempre buscaban, siempre se hacían preguntas. A Laurana le gustaba eso de los humanos. Así no se sentía tan sola con sus dudas.

Se le ocurrió la idea de que nunca había intentado explicarle eso a Gilthanas y decidió hacerlo y ayudarlo a comprender. Miró en su dirección y sonrió para demostrar que no estaba enfadada. Él la vio pero rehuyó los ojos a propósito. Laurana suspiró y prestó atención de nuevo a la reunión.

La discusión proseguía. Elistan apoyaba a Riverwind, al igual que Maritta.

—Todos vimos al dragón con ese diablo, Verminaard, encaramado a la espalda —les dijo la mujer mayor—. Ahora han atacado a uno de nosotros aquí, en este valle, o tan cerca de él que da lo mismo. Si eso no es una señal de que ya no estamos a salvo, no sé qué más podría serlo.

Sin embargo, los argumentos de Hederick también eran persuasivos, y les daba más peso el razonamiento de que no estaban en peligro en ese momento, pero sí lo estarían si abandonaban la seguridad y el refugio de las cuevas para aventurarse en terreno agreste, como lo demostraba el ataque sufrido por Tika.

Riverwind no podía argumentar nada contra esos hechos. El peso debía cargarlo su corazón y lo aceptaba tal como era y sin andarse con tapujos.

—Si nos vamos, quizás alguno de nosotros muera —dijo—, pero creo que si nos quedamos y no hacemos nada, si pasamos por alto la advertencia de Tika, caeremos víctimas de un enemigo cruel y brutal.

Al menos, estaba convencido de que su pueblo se uniría a él. Los guerreros de las Llanuras eran todos de la opinión de que se avecinaban problemas y por fin habían acordado, incluso los que-kiris, elegir a Riverwind como su jefe. Mientras oraba, Riverwind no había oído una voz inmortal haciéndole promesas, no había sentido el tacto tranquilizador de una mano inmortal, pero había dejado atrás el altar con la reconfortante convicción de que no caminaba solo.

Se disponía a añadir algo más cuando se produjo una ligera agitación en la entrada. Apareció Goldmoon, que guiaba los pasos vacilantes de Tika.

—Ha insistido en venir —dijo Goldmoon—. La insté a que descansara, pero dijo que debía hablar por sí misma.

Hubo murmullos suaves de compasión entre los reunidos. Los arañazos de los brazos se habían curado, pero todavía seguían siendo visibles. Pálida y débil por efecto de la fiebre, Tika apartó la mano de Goldmoon y se sostuvo sola para decir lo que tenía que decir.

—Sólo quiero recordaros a todos quién fue el que os liberó de Pax Tharkas —empezó la joven—. Quién os salvó de la esclavitud y de la muerte. No fue él, el Sumo Teócrata. —Asestó una mirada abrasadora a Hederick—. Fueron Tanis el Semielfo y Flint Fireforge, y los dos han partido para intentar encontrar Thorbardin. Fueron Sturm Brightblade y Caramon Majere y Raistlin Majere, y también han ido, corriendo un gran peligro, al Monte de la Calavera, donde han hallado un modo de entrar en Thorbardin. Fueron Riverwind y Goldmoon, que os enseñaron a sobrevivir y sanaron vuestras heridas.

»
Ninguno de ellos tenía por qué hacer lo que hicieron. Podrían haberse ido hace tiempo y regresar a sus hogares, pero se quedaron. Permanecieron aquí y arriesgaron la vida por ayudaros. Sé que será difícil partir, pero... En fin, sólo quiero que penséis lo que os he dicho.

Mucho lo pensaron e hicieron los comentarios correspondientes, hablando a favor de marcharse. Otros no estaban tan seguros. Riverwind dejó que la discusión fluyera sin trabas, pero cuando empezaron a repetirse los mismos argumentos una y otra vez, le puso fin.

—Yo ya he tomado una decisión. Cada cual tendrá que hacer lo mismo. Mi esposa y yo y quienes vengan con nosotros estaremos preparados para partir pasado mañana, con la primera luz del día. —Hizo una breve pausa y después continuó.

»
El camino será difícil y peligroso y no puedo prometeros que encontraremos refugio seguro en Thorbardin. O en cualquier otro lugar del mundo, dicho sea de paso. Sí puedo prometeros una cosa: empeñaré mi vida por vosotros. Haré todo cuanto esté en mi mano para interponerme entre vosotros y la oscuridad. Lucharé para defenderos hasta mi último aliento.

Abandonó la cueva donde estaban reunidos en medio de un gran silencio. Los suyos y Gilthanas lo acompañaron. Tika insistió en regresar a su cueva argumentando que descansaría mejor en el jergón.

La gente se arremolinó alrededor de Elistan buscando su consejo y consuelo. Muchos querían que decidiera por ellos: ¿debían partir o quedarse? Esto fue algo que el clérigo no hizo, sino que insistió en que cada uno debía tomar esa decisión. Les repitió que fueran con sus dudas y preocupaciones a los dioses y tuvo la satisfacción de ver que algunos se dirigían al altar. Otros, sin embargo, se alejaron enfadados rezongando que para qué servían unos dioses que no les decían qué hacer.

Laurana se quedó junto a Elistan para ayudarlo con la gente, paciente, ofreciendo sus propias palabras de sosiego y su consejo. Cuando se marchó el último la elfa se sentía completamente exhausta y decaída.

—Hasta este momento no entendía cómo podía alguien adorar con conocimiento de causa a un dios del mal, pero ahora lo entiendo —le dijo a Elistan—. Si fueras un clérigo de Takhisis les habrías prometido a esas personas cuanto hubieran querido. Esas promesas costarían un precio muy alto y no se guardarían, pero eso daría igual. La gente no quiere hacerse responsable de su propia vida. Quieren que otro les diga qué hacer y quieren tener alguien a quien echar la culpa si las cosas salen mal.

—Aún estamos en los primeros días del regreso de los dioses, Laurana —argüyó Elistan—. Nuestra gente es como un ciego que de repente vuelve a ver. La luz los ciega tanto o más que la oscuridad. Dales tiempo.

—Tiempo... Lo único que no tenemos —repuso la elfa con un suspiro.

Al final, la mayoría de la gente decidió ir con Riverwind. El terror de los dragones sobrevolando el campamento influyó tanto como cualquiera de sus argumentos para convencer a los refugiados de que se marcharan. No obstante, Hederick y sus seguidores hicieron saber que pensaban quedarse.

—Estaremos aquí esperando a dar la bienvenida a quienes regresen —anunció el Sumo Teócrata, que añadió en tono ominoso—: Los que sobrevivan...

* * *

Riverwind trabajó incansablemente ese día y gran parte de la noche y también todo el día siguiente respondiendo preguntas, ayudando a la gente a decidir qué llevar consigo y a hacer el equipaje. Los refugiados habían hecho el duro viaje de Pax Tharkas al valle y ya sabían qué necesitarían para el camino. Hasta los chiquillos prepararon sus pequeños fardos.

La noche anterior a la partida Riverwind no pudo dormir. Yació despierto, mirando la oscuridad, dudando de sí mismo, dudando de su decisión, hasta que Goldmoon lo tomó en sus brazos. Él besó a su esposa, la estrechó contra sí y, acompasando su respiración a la de ella, se quedó dormido.

Riverwind se levantó antes del amanecer. La gente salía de las cuevas en la penumbra, saludaban a amigos o regañaban a los niños, a quienes el viaje les parecía una fiesta y se comportaban con una exaltación rebelde. Hederick apareció lanzando grandes suspiros y despidiendo a los viajeros con aire afligido, como si los viese muertos en el camino.

A Riverwind no le pasó por alto que algunos empezaban a vacilar y tomó la resolución de ponerse en marcha en cuanto hubiese un poco de luz en el cielo, antes de que tuvieran ocasión de cambiar de parecer. Sus exploradores habían encontrado la trocha abierta por Tanis y le informaron que la primera parte del viaje sería fácil; eso levantaría el ánimo a los viajeros y les daría confianza.

El día amaneció soleado y brillante. Justo antes de emprender la marcha, los exploradores volvieron con noticias de que la senda del enano conducía a un paso entre las montañas que hasta ese momento les había pasado inadvertido. Riverwind estudió el rudimentario mapa que Flint le había dibujado y los exploradores afirmaron que el mapa coincidía con lo que ellos habían encontrado. Mirando los trazos, Riverwind recordó la enigmática orden de Flint: llevar picos. Aunque ello significaba más carga para algunos, siguió las instrucciones del enano.

Los refugiados lanzaron vítores ante la noticia de que se había descubierto un paso y lo interpretaron como un buen augurio para el futuro. Emprendieron la marcha en silencio, sin mucho jaleo ni aspavientos. La dura vida de adversidades y privaciones los había endurecido. Estaban acostumbrados al esfuerzo físico; habían caminado muchos kilómetros para llegar a ese lugar y estaban preparados para caminar otros tantos kilómetros o más. Gozaban de buena salud; Mishakal había sanado a los enfermos. Hasta Tika se había recuperado casi por completo. Laurana reparó en que su amiga se mostraba inusitadamente taciturna y prefería ir sola, evitando tener compañía. Las heridas del cuerpo se habían sanado; las del corazón eran más profundas y ni siquiera una diosa podía remediarlas.

El sol brillaba y la temperatura aumentó conforme pasaba el tiempo, justo con el frío suficiente para que el esfuerzo de la caminata no resultara agobiante por el calor. Maritta empezó a entonar una canción adecuada para marchar por el camino, y en seguida todos unieron sus voces a la de la mujer. Avanzaron a buen ritmo por la vereda, a un paso regular y sostenido.

Riverwind sintió que su carga se aligeraba.

Esa noche, tras la partida de los refugiados, Hederick el Sumo Teócrata se encontró sentado solo en su cueva. Había pasado el día «deleitando» con algunos de sus mejores discursos a aquellos de sus seguidores que habían decidido quedarse. Eran menos de los que Hederick había esperado que se quedarían y ya habían escuchado varias veces todas sus arengas. Cuando empezó a oscurecer, pusieron cualquier excusa para escabullirse, ya fuera para irse a acostar o para reunirse a la luz de la lumbre a jugar a «puntos negros», un juego en el que unas teselas blancas marcadas con puntos negros se colocan siguiendo diversos patrones de números. Puesto que el Sumo Teócrata había prohibido terminantemente las apuestas, los hombres creyeron que era mejor mantener en secreto su juego.

Hederick se encontró solo, sin audiencia. La noche era silenciosa; increíblemente silenciosa. Estaba acostumbrado al ruido y el ajetreo del campamento, acostumbrado a caminar por el asentamiento haciéndose el importante. Todo eso se había acabado. Aunque había tenido buen cuidado de no demostrarlo, lo irritaba que tan poca gente hubiese confiado lo suficiente en él para quedarse y que la mayoría hubiese elegido partir hacia lo desconocido con un tosco e inculto salvaje. Hederick se había dicho que lo lamentarían.

Ahora que estaba solo, con tiempo para pensar, el que lo lamentaba era él. Sentado en la oscuridad se preguntó con inquietud qué pasaría si esa tonta camarera tuviera razón.

17

Sin sombra

Demasiadas sombras

Los sueños de un enano

La misma luz del sol que calentaba el corazón y el ánimo de los refugiados brillaba en el cielo sobre Caramon, Raistlin, Sturm y Tas. Sin embargo, el astro no consiguió calentar ni animar a ninguno de los cuatro. Caminaban por una tierra yerma, inhóspita, desolada. Caminaban por las llanuras de Dergoth.

Todos habían creído que no podía haber nada peor que vadear la ciénaga que rodeaba el Monte de la Calavera. El agua hedía a podredumbre y corrupción. No tenían ni idea de qué clase de criaturas vivirían bajo las aguas limosas, pero alguna había. Por las ondas que rizaban la superficie o por un repentino movimiento alrededor de los pies, era evidente que al pasar molestaban a alguna especie habitante del pantano. Tuvieron que mantenerse juntos para no perderse de vista entre la densa niebla y se vieron obligados a avanzar despacio, arrastrando los pies, para evitar tocones y ramas muertas que quedaban ocultos bajo el agua.

Por suerte, no era un pantano grande y salieron en seguida de la lobreguez de la ciénaga a un terreno seco, liso y duro. Los zarcillos tenues de la niebla siguieron enroscados alrededor de los amigos, pero un viento frío no tardó en deshacerlos. Volvieron a ver el sol y se felicitaron al creer que habían sobrevivido a lo peor. Sturm señaló una cadena montañosa que se alzaba en lontananza.

—Debajo de aquel pico conocido como
Buscador de Nubes
se encuentra Thorbardin —les dijo el príncipe Grallen, y Raistlin lanzó a Caramon una mirada de triunfo.

Tras un breve descanso reemprendieron la marcha y entraron en las llanuras de Dergoth. Poco después todos empezaron a desear hallarse en cualquier otro sitio, incluso de vuelta en el fétido miasma que acababan de dejar atrás. Al menos la ciénaga tenía vida. Era una vida verde y fangosa, escamosa y sinuosa, espeluznante y serpenteante, pero vida al fin y al cabo.

En las llanuras de Dergoth imperaba la muerte. Allí ya no vivía nada. Antaño habían existido praderas y bosques poblados de pájaros y otros animales. Trescientos años atrás allí se había librado una batalla en la que combatieron enanos contra enanos en una disputa encarnizada. La tierra se empapó de sangre, se exterminó a los venados, las aves huyeron. La hierba se pisoteó y se talaron los árboles para hacer piras funerarias en las que incinerar los cadáveres. Aun así, seguía quedando vida. Los árboles habrían crecido de nuevo, la hierba habría reverdecido y las aves y los animales habrían regresado.

Entonces ocurrió la espantosa explosión que demolió la gran fortaleza y acabó con todos los combatientes de ambos bandos. La conflagración destruyó todo lo que existía con tal violencia que no quedó ni el más leve vestigio de vida. Ni árboles ni hierba ni bestias ni insectos ni liquen ni musgo. Nada excepto muerte. Grotescos montones de armaduras retorcidas, chamuscadas y derretidas y pilas de ceniza alfombraban el suelo arrasado por el fuego. No había quedado nada más de los dos ejércitos cuyos denodados esfuerzos habían finalizado en un único instante terrible en el que el fuego devoró cuerpos, hizo hervir la sangre y los consumió totalmente.

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