Ranee era un enano corpulento y no muy despierto que era thane porque su banda de matones era la que tenía el mando en ese momento. Le daba igual quién fuera el Rey Supremo siempre y cuando él sacara tajada de los beneficios. Por ello, construyó túneles secretos que conducían a Pax Tharkas. A espaldas de Hornfel, Realgar y Ranee fueron los primeros en reabrir las puertas de Thorbardin, y la primera persona que entró en el reino fue el Señor del Dragón Verminaard.
El trato se cerró. A cambio de enviar un ejército de draconianos para que los ayudara a derrotar a los hylars, los theiwars y los daergars accedieron a vender hierro a Pax Tharkas, así como armas de acero, entre ellas espadas y mazas, martillos y hachas de guerra, moharras y puntas de flecha. Fue un golpe de suerte para lord Verminaard que eso ocurriera en el momento más oportuno, aunque no vivió para saberlo.
Así las cosas, Dray-yan pudo mantener el suministro continuo de hierro y proporcionar a los ejércitos de los Dragones excelentes armas.
Las tropas de draconianos ya habían entrado por el túnel secreto. Realgar estaba casi preparado para lanzar su ataque, cuando la apertura de la Puerta Norte y la llegada de forasteros desbarató su plan. Había intentado matar a los Altos él mismo con la esperanza de librarse de ellos antes de que otros conocieran su presencia en Thorbardin. Los ingenieros draconianos habían reparado y reconstruido los pozos de la muerte del Eco del Yunque. Se suponía que su trabajo era un secreto, ya que el comandante draconiano se proponía utilizar las buhederas en caso de una invasión del ejército hylar.
Realgar no tenía tiempo para secretos, así que envió a sus theiwars allí arriba con órdenes de tirar grandes piedras por los pozos de la muerte hasta el puente.
Resultó que hacerlo no era una tarea tan sencilla como Realgar había supuesto. Los theiwars no eran físicamente fuertes y les costó trabajo situar las piedras en posición. No veían a sus blancos —la luz mágica del bastón del mago los había cegado cada vez que se asomaron por el borde de las buhederas— de modo que más que apuntar para hacer blanco las habían dejado caer al azar. Los Altos habían escapado y Realgar se encontró metido en problemas con el comandante de los draconianos, un detestable lagarto llamado Grag, que lo abroncó por haber desvelado una de sus mejores ventajas estratégicas.
—Puede que tu acción nos cueste una guerra —lo había increpado Grag fríamente—. ¿Por qué no nos mandaste llamar a mis soldados y a mí? Nos habríamos ocupado rápidamente de esa escoria. De hecho, se te habría recompensado. Esos criminales fueron los instigadores de la revuelta de los esclavos humanos y se ha puesto precio a sus cabezas. Ahora, por tu chapucería, están en pleno corazón de Thorbardin, fuera de nuestro alcance. ¿Quién sabe qué perjuicios pueden ocasionarnos?
Realgar se maldijo por no haber llamado a los draconianos para que lo ayudaran con los Altos. Tendría que haber imaginado que existía recompensa por ellos, pero lo ignoraba hasta que Grag lo dijo.
—Esos esclavos huidos vienen hacia Thorbardin —continuó el comandante draconiano, que estaba que echaba chispas—. Tienen intención de entrar para pedir asilo. ¡Tenéis ochocientos humanos ahí fuera, prácticamente en la puerta!
—No serán ochocientos guerreros, ¿verdad? —preguntó Realgar, alarmado.
—No. Alrededor de la mitad son niños y viejos, pero los hombres y algunas de las mujeres son combatientes aguerridos y tienen uno o dos dioses de su parte. Dioses débiles, por supuesto, pero han resultado ser un engorro para nosotros en el pasado.
—Confío en que no estés diciendo que les tienes miedo a unos pocos centenares de esclavos humanos y a sus insignificantes dioses —dijo Realgar con una mueca burlona.
—Puedo ocuparme de ellos —replicó Grag, severo—, pero eso significará dividir las fuerzas, combatir una batalla en dos frentes con la posibilidad de encontrarnos flanqueados en ambos.
—Aún no han entrado en la montaña —manifestó Realgar—. Necesitarán el permiso del Consejo para hacerlo y eso es algo que no se concederá así como así. He oído comentar que han traído consigo un artefacto maldito, conocido como el Yelmo de Grallen. Ni siquiera Hornfel es tan blando ni tan estúpido como para permitir que ochocientos humanos entren tranquilamente en Thorbardin. ¡Y menos si están malditos! No te preocupes, Grag. Estaré en la reunión del Consejo y haré lo que sea menester para asegurarme de que nuestros planes sigan adelante.
Realgar había enviado a sus informadores para que corrieran la voz de que los forasteros traían con ellos el yelmo maldito de un príncipe muerto. Todo el mundo conocía la tétrica historia, aunque hablar de ello públicamente había sido prohibido por los hylars durante trescientos años. Habiendo hecho todo lo posible para poner a la gente en contra de los forasteros, Realgar se dirigió a la reunión del Consejo.
El hechicero theiwar no vestía túnica. Realgar era un renegado, como lo eran casi todos los hechiceros enanos. No sabía nada de las Ordenes de la Alta Hechicería. Ni siquiera sabía que su magia le llegaba como un don de un dios de la oscuridad, Nuitari, al que le caían bien esos sabios enanos. Realgar no tenía libros de conjuros, porque no sabía leer ni escribir. Ejecutaba los hechizos que su maestro había realizado en su presencia y que a su vez había aprendido de su maestro antes y así sucesivamente, remontándose en el tiempo.
Realgar llevó puesta armadura a la reunión del Consejo, una pieza de excelente manufactura ya que los theiwars tenían habilidad para trabajar el metal. El yelmo era de cuero e iba equipado con cristal ahumado en las ranuras de la visera a fin de protegerle los ojos sensibles a la luz. La máscara tenía la ventaja adicional de impedir que los demás le vieran la cara, que recordaba la de una comadreja porque tenía la nariz larga y fina, los ojos muy pequeños y la barbilla retraída, cubierta por una barba rala.
El thane theiwar ni siquiera había entrado en la Sala de los Thanes, cuando Ranee le salió al paso.
—¿Qué sabes de esos Altos? —demandó.
—¡Baja la voz! —susurró Realgar, que apartó a Ranee a un lado.
—¡He oído que esos Altos entraron por la Puerta Norte y pasaron a través de tu territorio! Han traído el yelmo maldito. ¡Y entre ellos hay un hechicero y un neidar! ¿Por qué les permitiste entrar? ¿Por qué has dejado que lleguen tan lejos? ¿Qué supone esto para nuestros planes?
—Si te callas un momento, podré decírtelo —increpó Realgar—. Yo no los dejé entrar. Destruyeron la puerta, lo que ya los señala como delincuentes. En cuanto al yelmo, puede que sea una maldición para los hylars y una bendición para nosotros. Mantén la boca cerrada y haz lo que yo te indique.
A Ranee no le gustaba aquello, porque no confiaba lo más mínimo en el theiwar. De haberse encontrado solos, habría acosado a Realgar hasta tener respuestas a sus preguntas, pero Hornfel había llegado y lanzaba miradas desconfiadas en su dirección. No podían dejarse ver en una actitud confidencial en exceso. Mascullando entre dientes, Ranee entró en la Sala con sonoras zancadas y fue a ocupar su asiento en el trono de los daergars. Realgar hizo lo mismo en el de los theiwars.
Iba a dar comienzo la sesión del Consejo de Thanes.
El Yelmo de Grallen habla
Flint hace una apuesta
La Sala del Consejo de Thanes era una construcción grandiosa en una de las murallas exteriores del Árbol de la Vida. Unos soldados hylars, con uniformes de gala, condujeron a los compañeros a través de una puerta doble de bronce a una sala larga e imponente, flanqueada por columnas. Al otro extremo de la sala había un estrado de planta curva en el que descansaban nueve tronos. Esos tronos estaban tallados en marfil estriado, cada uno de color diferente en una gama que iba del blanco al gris, del rojizo castaño al verde. El trono que pertenecía al reino de los muertos se había tallado en obsidiana negra. El noveno trono, situado en el centro del arco, era de mayor tamaño que el resto y estaba tallado en mármol blanco puro, con adornos en oro y plata.
Los soldados formaron dos hileras a lo largo de las columnas. Arman Kharas condujo a los compañeros hasta una zona en forma de rotonda, delante de los tronos. Una vez allí, la persona que se dirigiera al Consejo le hablaría al Rey Supremo, cuyo trono tendría enfrente, con los otros thanes observando a uno y otro lado. Puesto que no había Rey Supremo, la persona que tuviera que hablar estaría situada en el centro de la sala para mirar a todos los thanes al mismo tiempo o de otro modo habría de girar la cabeza continuamente a uno y otro lado para dirigirse a todos los thanes, cosa que lo dejaría en bastante desventaja.
Flint iba delante de sus compañeros, con el Yelmo de Grallen en las manos. Se había producido un fugaz altercado entre Arman y él antes de entrar en la Sala respecto a cuál de los dos debería llevar el Yelmo. Para ser sincero, Flint no quería tener nada que ver con el maldito objeto y habría renunciado a él de buen grado, pero se había sentido herido en su orgullo y no estaba dispuesto a dejar que lo llevara el hylar. Además, en un rincón de su pensamiento siempre tenía presente la promesa de Reorx.
Arman Kharas tampoco quería el yelmo. Había pedido llevarlo porque se sentía comprometido por el honor a hacerlo, de modo que, en un gesto de gentileza, no insistió y manifestó que temía que un altercado condujera a un derramamiento de sangre.
Tanis iba detrás de Flint, con Sturm a su lado. Raistlin y Caramon los seguían, con Tasslehoff entre ambos. El mago había amenazado con lanzarle un conjuro de sueño en cuanto abriera la boca para hablar y, aunque por lo general a Tasslehoff le habría parecido una fantástica perspectiva ser hechizado, no quería perderse nada de lo que pudiese ocurrir con los enanos, así que estaba en un dilema. Al final decidió que podían hechizarlo cualquier otro día, mientras que presentarse ante el Consejo de Thanes era una oportunidad que se presentaba una vez en la vida, de modo que se dispuso a hacer el esfuerzo heroico de mantener la boca cerrada.
Los thanes se encontraban sentados en los tronos y mostraban un aparente sosiego a pesar de que la apertura de la puerta y la llegada del yelmo maldecido habían supuesto una conmoción. El único que estaba realmente imperturbable era el thane de los aghars, el Gran Bulp del clan bulp, que estaba profundamente dormido. Y siguió dormido durante casi todo el proceso, ya que sólo se despertó cuando un ronquido especialmente sonoro lo despabiló. Cuando ocurrió esto, parpadeó, bostezó, se rascó y volvió a dormirse.
Flint observó a los thanes conforme Arman Kharas se los presentaba y tomó nota mental de cuál podría ser amistoso y cuál peligroso. Hornfel de los hylars era un enano de semblante majestuoso y porte noble, serio y digno. Su expresión se tornó preocupada cuando miró a Flint y después sombría, al contemplar el yelmo.
El theiwar, Realgar, cuyo trono se hallaba en lo más oscuro de las oscuras sombras, los contempló con ceñudo desagrado, al igual que el thane daergar, Ranee. A Flint no le sorprendió aquello, ya que los enanos oscuros odiaban a todo el mundo. Lo que lo intranquilizó fue el aire de satisfacción que emanaba del theiwar. Flint no distinguía los ojos de Realgar tras el cristal ahumado del yelmo, pero una mueca burlona le curvaba las comisuras de los labios, algo que a Flint le resultaba perturbador; era como si Realgar supiera algo que el resto ignoraba. Flint decidió no quitar ojo al theiwar.
El cabecilla de los daewars, Gneiss, ofrecía una estampa muy imponente con toda la parafernalia de combate, pero al parecer era todo cuanto se podía decir de él. Tufa, del clan kiar, tenía la misma apariencia enajenada que todos los kiars, incluso los que estaban en sus cabales. Tufa no dejaba de echar ojeadas inquietas a Hornfel, como si esperara a que le dijera lo que tenía que pensar. Ranee, de los daergars, sería enemigo de los neidars por la mera razón de que siempre había sido así y siempre lo sería. La cuestión era si los daergars estaban aliados con los theiwars en fuera cual fuera la maldad que estuvieran tramando.
Acabada la presentación de todos los thanes, Flint hizo una respetuosa reverencia al trono vacío del reino de los muertos y luego se inclinó con aire desafiante ante el otro trono vacío, el que pertenecía a los neidars. Hornfel presenció eso último con actitud seria mientras que Realgar soltaba un resoplido desdeñoso, con lo que sacó de su sueño al Gran Bulp, que rezongó antes de volver a hacerse un ovillo en el trono y dormirse otra vez.
—Soy Flint Fireforge —empezó Flint con las presentaciones, y se giró hacia Tanis—. Y éste es...
—¿Por qué no están encadenados con grilletes estos criminales? —interrumpió Realgar—. Han destruido la Puerta Norte. Son asesinos y espías. ¿Por qué no están en una mazmorra?
—No somos espías —replicó Flint, furioso—. Somos portadores de noticias urgentes y una advertencia del mundo que hay más allá de la montaña. La reina Takhisis, a la que los enanos conocen como el Falso Metal, ha regresado del Abismo trayendo consigo sus dragones del mal. Ha creado unos hombres-dragón, guerreros temibles a las órdenes de los Señores de los Dragones, que están haciendo la guerra en el mundo. Muchos reinos han caído ya presas de la oscuridad, entre ellos Qualinesti. El siguiente será Thorbardin.
Todos los thanes empezaron a hablar a la vez, a gritos y gesticulando, señalándose unos a otros y a Flint, que también gritaba y apuntaba con el dedo.
—Sin duda nuestros clérigos lo habrían sabido si el Falso Metal hubiese regresado —manifestó Gneiss, desdeñoso—. No hemos visto ninguna señal de ello.
—En cuanto a esas afirmaciones sobre dragones y hombres-dragón, ¿acaso somos niños para creer esos cuentos? —gritó Ranee.
El Gran Bulp, a quien sacaron bruscamente de su sueño, miró a su alrededor, aturullado.
—¿Qué pasa? —le preguntó Sturm a Tanis, que era el único aparte de Flint que hablaba el lenguaje enano. El caballero estaba acostumbrado a la protocolaria etiqueta de los solámnicos y estaba espantado ante semejante tumulto—. ¡Esto es más una reyerta de taberna que una reunión de dirigentes!
—Los enanos no son dados al ceremonial —contestó Tanis—. Flint les ha dicho que Takhisis ha vuelto y discuten esa afirmación.
—¡Demostraré que son espías! —La voz de Realgar era tenue y áspera y tenía un dejo quejumbroso, como si se sintiera constantemente maltratado—. Mi gente intentó arrestar a esta pandilla, pero se los llevaron Arman Kharas y sus secuaces, que no tenían derecho a encontrarse en nuestro territorio.