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Authors: Agatha Christie

El misterioso Sr Brown (16 page)

BOOK: El misterioso Sr Brown
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—Es enloquecedor —exclamó Tuppence—. Y pensar que Julius ha estado varias horas bajo el mismo techo que ella.

—Fui un estúpido —musitó el joven con pesar.

—Usted no podía saberlo —le consoló Tuppence.

—Yo le aconsejo que no se atormente —le dijo sir James amablemente—. Ya sabe que no hay que llorar por la leche derramada.

—Lo grave es: ¿qué vamos a hacer ahora? —agregó Tuppence, siempre práctica.

Sir James se encogió de hombros.

—Puede poner un anuncio pidiendo información sobre la enfermera que acompañó a la joven. Es lo único que se me ocurre y debo confesar que no espero grandes resultados.

—Pero no hay nada más que hacer.

—¿Nada? —Tuppence se desanimó—. ¿Y Tommy?

—Esperemos que no le haya ocurrido nada —dijo sir James.

—Oh, sí, solo nos resta seguir esperando.

Pero en medio de su desaliento sus ojos se encontraron con los de Julius y, casi sin darse cuenta él asintió con la cabeza. Julius comprendió que el abogado daba el caso por perdido y su rostro se puso grave.

Sir James estrechó la mano de Tuppence.

—Comuníquenme si averiguan algo más. Me remitirán las cartas.

Tuppence lo contempló con asombro.

—¿Se marcha?

—Ya se lo dije. ¿No lo recuerda? A Escocia.

—Sí, pero yo creí... —La muchacha vacilaba.

—Mi querida jovencita, yo no puedo hacer nada. Nuestras pistas se han desvanecido en el aire. Le aseguro que no hay nada que hacer. Si surgiera algo nuevo, celebraría aconsejarlos en todo lo que esté a mi alcance.

Sus palabras la dejaron desolada.

—Supongo que tiene usted razón —le dijo—. De todas formas, muchísimas gracias por tratar de ayudarnos. Adiós.

Julius estaba inclinado sobre el coche y los ojos de sir James reflejaron cierta compasión al ver el rostro desanimado de Tuppence.

—No desespere, señorita Tuppence —le dijo en voz baja—. Recuerde que no siempre se divierte uno durante las vacaciones. A veces se trabaja un poco también.

Su tono de voz hizo que la joven alzara la mirada y él hizo un gesto de asentimiento.

—No, no puedo decirle más. Hablar demasiado es un gran error. Recuérdelo. Nunca diga todo lo que sabe, ni siquiera a la persona que más conozca. ¿Ha comprendido? Adiós.

Se alejó y Tuppence permaneció inmóvil mirándole. Empezaba a comprender los métodos de sir James. De nuevo la había advertido. ¿Era aquello un consejo? ¿Qué se escondía exactamente tras sus breves palabras? ¿Quiso decir que, a pesar de todo, no abandonaba el caso, que en secreto seguiría trabajando en él mientras...?

Sus reflexiones fueron interrumpidas por Julius, que le decía que subiera al coche.

—Está muy pensativa —observó mientras arrancaba—. ¿Ha dicho algo más?

Tuppence abrió la boca impulsivamente, pero volvió a cerrarla. En sus oídos resonaron las palabras de sir James: «Nunca diga todo lo que sabe, ni siquiera a la persona que más conozca». Como un relámpago acudió también a su mente el recuerdo de Julius ante la caja fuerte del piso, su pregunta y la pausa que hizo antes de responder: «Nada». ¿No había nada realmente? ¿O acaso encontró algo que quiso guardar solo para sí? Si él podía ser reservado, ella también.

—Nada en particular —replicó.

Sintió que Julius le dirigía una mirada de soslayo.

—Oiga, ¿quiere que demos una vuelta por el parque?

—Como guste.

Durante un rato, circularon en silencio bajo los árboles. Era un día radiante. El aire fresco animó a Tuppence.

—Dígame, señorita Tuppence, ¿cree usted que llegaré a encontrar a Jane?

Julius habló con desánimo. Aquello era tan raro en él, que la joven lo miró sorprendida.

—Sí, es cierto. Estoy desanimado. Ya lo ha visto: sir James no nos ha dado la menor esperanza. No me resulta simpático. No sé por qué, pero no nos llevamos bien. Es muy inteligente y me figuro que no lo dejaría correr si existiera la menor posibilidad de éxito. Dígame, ¿no es cierto? ¿No lo cree así?

Tuppence se sintió algo culpable, pero se aferró a la creencia de que Julius también le había ocultado algo y se mantuvo firme.

—Sugirió que pusiéramos un anuncio pidiendo noticias de la enfermera —le recordó.

—Sí, ¡con un tono de «se perdió hasta la última esperanza»! No. Estoy harto. Estoy casi decidido a regresar a Estados Unidos.

—¡Oh, no! —exclamó Tuppence—. Tenemos que encontrar a Tommy.

—Vaya, me había olvidado de Beresford —dijo el joven, contrito—. Es cierto. Tenemos que encontrarlo. Pero después... bueno, he estado soñando despierto desde que empecé la búsqueda y todos mis sueños se vienen abajo. Estoy harto de ellos. Oiga, señorita Tuppence, hay algo que quisiera preguntarle.

—¿Sí?

—¿Qué hay entre usted y Beresford?

—No lo comprendo. —replicó Tuppence muy digna, agregando con muy poca lógica—: ¡Y de todas formas, se equivoca!

—¿No están enamorados?

—Desde luego que no —dijo Tuppence acalorada—. Tommy y yo somos amigos, pero nada más.

—Me imagino que todas las parejas de enamorados han dicho eso en alguna ocasión.

—¡Tonterías! ¿Tengo aspecto de ser de esas chicas que se enamoran de todos los hombres que conocen?

—No. ¡Su aspecto es más bien de esas chicas de las que todos se enamoran!

—¡Oh! —dijo Tuppence, cogida por sorpresa—. Supongo que eso es un cumplido.

—Por supuesto. Ahora pongamos en claro una cosa.

—¡Está bien, dígalo! Sé hacer frente a los hechos. Supongamos que haya muerto. ¿Qué?

—Y que todo este asunto se venga abajo. ¿Qué piensa usted hacer?

—No lo sé.

—Se encontrará muy sola.

—No se preocupe por mí —replicó Tuppence, que no resistía verse compadecida por nadie.

—¿Qué le parece el matrimonio?

—Desde luego, mi intención es casarme —explicó la joven—. Es decir, si... —se detuvo dispuesta a volverse atrás, pero al fin se mantuvo en su idea con valentía—... si encuentro a un hombre lo bastante rico. Esto es ser franca, ¿no le parece? Supongo que ahora me despreciará.

—Nunca he despreciado el instinto comercial —dijo Hersheimmer—. ¿A qué aspira usted?

—¿Se refiere a si ha de ser alto o bajo? —Tuppence lo miró extrañada.

—No. Me refiero a qué renta... qué fortuna...

—¡Oh! Todavía no lo he pensado.

—¿Qué le parezco yo?

—¿Usted?

—Sí, yo.

—¡Oh, no podría!

—¿Por qué no?

—Le digo que no podría.

—Y yo vuelvo a preguntarle por qué no.

—No me parecería leal.

—No veo la deslealtad. Yo la admiro mucho, señorita Tuppence, mucho más que a ninguna otra de las jóvenes que he conocido. Es usted muy valiente. Me encantaría poder proporcionarle una existencia verdaderamente agradable. Diga una palabra y nos iremos a la mejor joyería para dejar arreglado lo del anillo.

—No puedo.

—¿Por Beresford?

—¡No, no! ¡No!

—Entonces, ¿por qué?

Tuppence se limitó a menear la cabeza con energía.

—No espere encontrar más dólares de los que yo tengo.

—¡Oh, no es eso! —exclamó Tuppence con una risa histérica—. Pero, agradeciéndoselo mucho y todo lo que se dice en estos casos, creo mejor decirle que no.

—Le ruego que lo piense hasta mañana.

—Es inútil.

—No obstante, prefiero que lo dejemos así hasta mañana.

Ninguno de los dos volvió a hablar hasta que llegaron al Ritz. Tuppence subió a su habitación. Se sentía moralmente derrotada después de haberse enfrentado a la vigorosa personalidad de Julius. Sentada ante el espejo estuvo contemplando su imagen durante algunos minutos.

—Tonta —murmuró al fin haciendo una mueca—. Más que tonta. Tienes todo lo que deseas, todo lo que has esperado y vas, y le sueltas un «no» como una estúpida. Es una oportunidad única. ¿Por qué no la aprovechas? ¡Qué más puedes desear?

Como si respondiera a su propia pregunta, sus ojos se posaron en una pequeña fotografía de Tommy que estaba sobre el tocador. Por unos momentos quiso conservar el dominio de sí misma, pero al fin, abandonando todo disimulo, se la llevó a los labios estallando en sollozos.

—¡Oh, Tommy, Tommy! —exclamó—. Te quiero tanto y no volveré a verte nunca...

Al cabo de cinco minutos, Tuppence se incorporó, se secó las lágrimas y peinó sus cabellos.

—Eso es —observó en tono firme—. Hay que hacer frente a la realidad. Al parecer, me he enamorado de un idiota a quien probablemente le importo un comino. —Hizo una pausa y luego resumió, como discutiendo con un ser invisible—: Aunque esto lo ignoro. De todas formas, nunca se hubiera atrevido a decírmelo. Siempre me he burlado del sentimentalismo y ahora resulta que soy más sentimental que nadie. ¡Qué tontas somos las mujeres! Siempre lo he pensado. Supongo que ahora dormiré con su retrato debajo de la almohada y soñaré toda la noche con él. Es terrible ver que una no es fiel a sus principios.

Tuppence sacudió la cabeza y volvió a la realidad.

—No sé qué voy a decirle a Julius. ¡Oh, qué tonta me siento! Tendré que decirle algo. Es tan norteamericano y cabal, que insistirá en que le dé la razón. Por otro lado, quisiera saber si encontró algo en la caja fuerte.

Sus reflexiones se dirigieron por otros derroteros y recordó los acontecimientos de la noche anterior que parecían concordar con las enigmáticas palabras de sir James.

De pronto, se sobresaltó y el color huyó de su rostro. Sus ojos se fijaron, muy abiertos, en los de su imagen reflejada en el espejo.

—¡Imposible! —murmuró—. ¡Imposible! Debo de haberme vuelto loca para pensar siquiera una cosa así.

Era monstruoso y, no obstante, lo explicaba todo.

Tras unos momentos de reflexión, se sentó para escribir una nota, pensando cada una de sus palabras. Al fin quedó satisfecha y la introdujo en un sobre que dirigió a Julius.

Fue hasta su saloncito y llamó a la puerta. Como esperaba, la habitación estaba vacía y dejó la carta sobre la mesa para que Julius la encontrara a su regreso.

Un botones estaba aguardando ante la puerta cuando regresó a su habitación.

—Un telegrama para usted, señorita.

Tuppence lo recogió de la bandeja y lo abrió, lanzando un grito. ¡El telegrama era de Tommy!

Capítulo XVI
-
Más aventuras de Tommy

Tommy fue volviendo lentamente a la vida desde una oscuridad salpicada de destellos. Cuando al fin consiguió abrir los ojos, lo único de que tuvo conciencia fue de un agudo dolor en las sienes. Vislumbró apenas un ambiente desconocido. ¿Dónde estaba? ¿Qué había ocurrido?

Parpadeó. Aquella no era su habitación del Ritz. ¿Y qué diablos le pasaba a su cabeza?

—¡Maldita sea! —dijo Tommy, intentando incorporarse al recordar. Se encontraba en aquella siniestra casa del Soho y con un gemido volvió a dejarse caer como estaba.

Con un gran esfuerzo, porque apenas si podía mantener los ojos abiertos, fue inspeccionándolo todo con suma atención.

—Ya vuelve en sí —dijo una voz cerca de su oído, que reconoció enseguida como la del alemán de la barba. Procuró no moverse. Sería una pena despertar demasiado deprisa y, hasta que el dolor de cabeza no se amortiguara un poco, no sería capaz de coordinar sus ideas. Penosamente trató de recordar lo ocurrido. Sin duda, alguien debió haberse deslizado a sus espaldas para propinarle un golpe en la cabeza. Ahora sabían que era un espía y debían tenerlo bajo vigilancia. Estaba perdido. Sus amigos ignoraban su paradero y, por lo tanto, no cabía esperar ayuda exterior; solo le restaba confiar en su propia inteligencia.

Bueno, ahí va, murmuró para sus adentros y repitió su exclamación anterior.

—¡Maldita sea! —Esta vez consiguió incorporarse.

Al minuto siguiente, el alemán le acercaba un vaso a los labios.

—Beba esto.

Tommy obedeció. El brebaje le hizo toser, pero le despejó las ideas de inmediato.

Se encontraba tendido sobre un diván, en la misma habitación en que se había celebrado la reunión. A un lado estaba el alemán y, en el otro, el portero con cara de villano que le había dejado entrar. Los demás se hallaban agrupados a cierta distancia. Sin embargo, Tommy echó de menos un rostro. El hombre conocido por el Número Uno ya no estaba entre ellos.

—¿Se encuentra mejor? —le preguntó el alemán.

—Sí, gracias —respondió Tommy, en tono animoso.

—¡Mi joven amigo, ha sido una suerte que tuviera el cráneo tan duro! El bueno de Conrad le dio un buen porrazo —Señaló al siniestro portero.

El hombre sonrió.

Tommy volvió la cabeza hacia un lado con doloroso esfuerzo.

—¡Oh! De modo que usted es Conrad. A mí me parece que la dureza de mi cráneo ha sido una suerte también para usted. Al verlo, considero una lástima haberle permitido escapar del verdugo.

El aludido gruñó y el alemán de la barba dijo sin alterarse:

—No hubiera corrido ningún riesgo.

—Como guste. Sé que está de moda despistar a la policía. Yo tampoco confío mucho en ella.

Sus modales eran de lo más desenvuelto. Tommy era uno de esos jóvenes ingleses que no se distinguen por ninguna dote intelectual especial, pero que saben portarse de un modo inmejorable en un momento difícil. Tommy se daba perfecta cuenta de que la única oportunidad de escapar estaba en su ingenio y, detrás de sus maneras despreocupadas, su cerebro trabajaba a toda velocidad.

—¿Tiene usted algo que decir antes de morir por espía? —dijo el alemán, reanudando la conversación.

—Montones de cosas —replicó Tommy con la misma naturalidad de antes.

—¿Niega haber escuchado detrás de esa puerta?

—No. Debo disculparme, pero su conversación era tan interesante que venció mis escrúpulos.

—¿Cómo entró aquí?

—El amigo Conrad me abrió la puerta —Tommy le sonrió—. No quisiera sugerirles que lo despidan, pero la verdad es que deberían tener un vigilante más de fiar.

Conrad gruñó y, cuando el de la barba se volvió hacia él, dijo:

—Me dio la contraseña. ¿Cómo iba a saberlo?

—Sí —intervino Tommy—. ¿Cómo iba a saberlo? No le echen la culpa al pobre. Su impulsiva acción me ha proporcionado el placer de verlos cara a cara.

Sus palabras causaron cierta inquietud en el grupo, pero el alemán los tranquilizó con un ligero ademán de la mano.

—Los muertos no hablan —dijo en tono de sentencia.

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