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Authors: Agatha Christie

El misterioso Sr Brown (14 page)

BOOK: El misterioso Sr Brown
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—Es el corazón —susurró—. No debo hablar.

Cerró los ojos.

Sir James volvió a asir su muñeca una vez más, que luego dejó con gesto de aprobación.

—Ahora está mejor.

Los tres se apartaron de la cama hablando en voz baja.

De momento era inviable interrogarla y, por lo tanto, estaban cruzados de brazos, sin poder hacer nada.

Tuppence les contó que la señora Vandemeyer se había mostrado dispuesta a descubrir la identidad del señor Brown, así como a averiguar y revelar el secreto de Jane Finn. Julius la felicitó.

—¡Estupendo, señorita Tuppence! Me figuro que las cien mil libras le parecerán tan bien por la mañana como le parecieron esta noche. No tenemos por qué preocuparnos. ¡De todas formas apuesto a que no hablará sin el dinero!

Desde luego, sus palabras rebosaban sentido común y Tuppence se sintió algo más animada.

—Lo que usted dice es cierto —dijo sir James, pensativo—. No obstante debo confesar que desearía no haberlas interrumpido. Pero ahora no tiene remedio y solo nos queda aguardar a mañana.

Contempló la figura inerte sobre la cama. La señora Vandemeyer permanecía inmóvil con los ojos cerrados.

Movió la cabeza con pesar.

—Bien —dijo Tuppence intentando animarle—, hay que esperar a mañana, eso es todo. Pero no creo que debamos abandonar ahora el apartamento.

—¿Y si dejamos de guardia a ese joven botones amigo suyo?

—¿Albert? Suponiendo que intentara marcharse de nuevo, Albert no podría detenerla.

—Supongo que no querrá alejarse mucho de los dólares.

—Es posible, pero parecía muy asustada por el señor Brown.

—¿Qué? ¿De veras estaba asustada?

—Sí. Miraba a todas partes y dijo que incluso las paredes oyen.

—Tal vez se refería a un micrófono —dijo Julius, interesado.

—La señorita Tuppence tiene razón —replicó sir James a toda prisa—. No debemos dejar el apartamento, aunque solo sea para proteger a la señora Vandemeyer.

Julius le miró de hito en hito.

—¿Cree usted que irán tras ella esta noche? ¿Cómo puede saberlo?

—Olvida su propia insinuación de que quizá haya un micrófono —repuso sir James con sequedad—. Tenemos un adversario formidable y creo que, si andamos con cuidado, existen muchas probabilidades de que caiga en nuestras manos. Toda precaución es poca. Contamos con un testigo importante, pero debemos protegerlo. Sugiero que la señorita Tuppence vaya a acostarse, y usted y yo, señor Hersheimmer, nos repartiremos las guardias.

Tuppence se disponía a protestar, pero se le ocurrió mirar hacía la cama y vio a la señora Vandemeyer con los ojos entreabiertos y una expresión mezcla de miedo y maldad en su rostro que se le helaron las palabras en los labios.

Por un momento se preguntó si el ataque al corazón habría sido una comedia pero, al recordar su palidez mortal, apenas podía dar crédito a su suposición. Mientras la miraba, aquella expresión desapareció como por arte de magia y Rita volvió a quedar inmóvil como antes. Por un momento creyó haberlo soñado, pero no obstante resolvió estar alerta.

—Bien —dijo Julius—. Supongo que de todas formas lo mejor será salir de esta habitación.

Los otros estuvieron de acuerdo y sir James volvió a tomarle el pulso a la señora Vandemeyer.

—Perfectamente normal —le comunicó a Tuppence en voz baja—. Estará restablecida del todo después de una noche de descanso.

La muchacha vaciló un momento junto a la cama. La intensidad de la expresión que sorprendiera en aquel rostro la había impresionado mucho.

Rita alzó los párpados; al parecer se esforzaba por hablar y la joven se inclinó sobre ella.

—No me dejen... —susurró, e incapaz de continuar musitó algo que sonó como «dormir». Luego, volvió a intentar hablar.

Tuppence se acercó más aún. Su voz era apenas un susurro.

—El señor... Brown... —Se detuvo.

Los ojos entreabiertos parecían seguir enviando un mensaje agonizante.

Movida por un impulso repentino la joven dijo a toda prisa:

—No saldré del apartamento y estaré despierta toda la noche.

Con inmenso alivio los párpados ocultaron los ojos. Al parecer la señora Vandemeyer dormía, pero sus palabras habían despertado una nueva inquietud en Tuppence. ¿Qué quiso significar con «El señor Brown» ? La muchacha se sorprendió mirando recelosa por encima de su hombro. El enorme armario parecía suficiente para que un hombre se escondiera en él. Avergonzada, Tuppence lo abrió para inspeccionar su interior. ¡Nadie, por supuesto! Se agachó para mirar debajo de la cama. No había otro lugar donde esconderse.

Tuppence se encogió de hombros con un gesto que la caracterizaba.

¡Era absurdo, se estaba dejando llevar por sus nervios! Lentamente salió de la habitación. Julius y sir James hablaban en voz baja. Sir James se volvió hacia ella.

—Cierre la puerta con llave, señorita Tuppence, y guárdela. Hay que evitar a toda costa que nadie entre en esa habitación.

Su seriedad la impresionó y Tuppence se sintió menos avergonzada de su ataque de «nervios».

—Oiga —observó Julius de pronto—, ¿y el botones amigo de Tuppence? Creo que será mejor bajar a tranquilizarlo. Es un buen muchacho, Tuppence.

—A propósito, ¿cómo entraron ustedes? —preguntó Tuppence de pronto—. Me olvidé de preguntárselo.

—Albert me llamó por teléfono. Corrí a buscar a sir James y vinimos enseguida. Ese muchacho nos estaba esperando y temía que le hubiese ocurrido algo. Había estado escuchando detrás de la puerta, pero no alcanzó a oír nada. Nos sugirió que subiéramos en el montacargas en vez de llamar a la puerta. Entramos por la cocina y vinimos directamente a buscarla. Albert sigue abajo y debe de estar loco de impaciencia.

Dicho esto se marchó bruscamente.

—Señorita Tuppence —dijo sir James—, usted conoce este apartamento mejor que yo. ¿Dónde sugiere que nos instalemos?

Tuppence meditó unos instantes.

—Creo que lo más cómodo será el saloncito de la señora Vandemeyer —dijo al fin. Luego lo acompañó hasta la estancia.

Sir James miró a su alrededor.

—Aquí estaremos muy bien. Ahora, mi querida jovencita, vaya a acostarse y duerma un poco.

Tuppence meneó la cabeza decidida.

—No podría, gracias, sir James. ¡Soñaría toda la noche con el señor Brown!

—Pero estará muy cansada, jovencita.

—No, prefiero quedarme levantada. De verdad.

El abogado se dio por vencido.

Julius apareció pocos minutos más tarde, después de haber tranquilizado a Albert y recompensado sus servicios. Cuando él tampoco consiguió convencer a Tuppence para que se acostara unas pocas horas, dijo con decisión:

—Pero, como mínimo, tiene que comer algo. ¿Dónde está la despensa?

Tuppence lo acompañó y, a los pocos minutos, regresaban con un pastel de carne frío y tres platos.

Después de haber comido, Tuppence se sintió inclinada a desdeñar sus imaginaciones de una hora atrás. El poder del dinero no podía fallar.

—Ahora, señorita Tuppence —dijo sir James—, nos gustaría escuchar sus aventuras.

—Eso es —convino Julius.

La joven relató lo sucedido con cierta complacencia. De vez en cuando Julius intercalaba un «bravo». Sir James no dijo nada hasta que hubo terminado y, entonces, su «bien hecho, señorita Tuppence», la hizo enrojecer de satisfacción.

—Hay una cosa que no veo clara —dijo Hersheimmer—. ¿Qué le impulsó a marcharse?

—No lo sé —confesó Tuppence.

Sir James se frotó la barbilla pensativo.

—La habitación estaba en completo desorden, como si su marcha hubiera sido impremeditada, como si la hubieran puesto sobre aviso.

—Supongo que el señor Brown —se mofó Julius.

El abogado le miró fijamente durante un buen rato.

—¿Por qué no? Recuerde que a usted ya lo engañó en una ocasión.

Julius enrojeció de rabia.

—Me pone fuera de mí cada vez que recuerdo cómo le entregué la fotografía de Jane. ¡Si vuelvo a tenerlo a mi alcance me pegaré a él como una lapa!

—Es una contingencia muy remota —dijo el otro con sequedad.

—Me figuro que tiene razón —admitió Hersheimmer con franqueza—. Y de todas formas, lo que busco es el original. ¿Dónde cree usted que puede estar, sir James?

—Es imposible decirlo. Pero tengo una ligera idea de dónde ha estado.

—¿Sí? ¿Dónde?

—En el escenario de sus aventuras nocturnas, la clínica de Bournemouth.

—¿Allí? Imposible. Ya pregunté.

—No, querido amigo, usted preguntó si había estado allí alguien que se llamaba Jane Finn. Ahora bien, si la muchacha estuvo allí, es casi seguro que estaría bajo un nombre supuesto.

—Bien por usted —exclamó Julius—. ¡No se me había ocurrido pensarlo!

—Pues es bastante lógico.

—Quizá el médico esté mezclado también en esto —sugirió Tuppence.

—No lo creo. Enseguida me resultó simpático. No, estoy casi seguro de que el doctor Hall no tiene nada que ver en todo eso.

—¿Hall ha dicho usted? —preguntó sir James—. Es curioso, muy curioso.

—¿Por qué? —quiso saber la joven.

—Porque da la casualidad de que lo he visto esta mañana. Lo conozco superficialmente desde hace algunos años y esta mañana me he tropezado con él en la calle. Me dijo que estaba en el hotel Metropole —Se volvió hacia Julius—. ¿No le dijo que iba a venir a la ciudad?

Julius movió la cabeza.

—Es curioso —musitó sir James—. Esa tarde usted no mencionó su nombre o de otro modo yo le hubiera enviado a verle con mi tarjeta para obtener más información.

—Soy un estúpido —exclamó el joven con inusitada humildad—. Debí haber pensado en lo del nombre falso.

—¿Cómo podía pensar en nada después de caerse del árbol? —exclamó Tuppence—. Estoy segura de que cualquier otro se hubiera matado.

—Bueno, imagino que ahora da lo mismo —manifestó Hersheimmer—. Tenemos a la señora Vandemeyer a buen recaudo y es todo lo que necesitamos.

—Sí —dijo Tuppence sin mucho convencimiento.

Se hizo un silencio. Poco a poco la magia de la noche comenzó a hacer mella en sus ánimos. Se oían crujir los muebles y ligeros rumores detrás de las cortinas. De pronto Tuppence se puso en pie lanzando un grito.

—No puedo evitarlo. ¡Sé que el señor Brown está en el apartamento! Puedo sentirlo.

—¿Por qué lo dice, Tuppence? ¿Porque la puerta del vestíbulo está abierta? Es imposible que haya entrado alguien sin que nosotros lo hubiésemos visto u oído.

—¡No puedo remediarlo! Presiento que está aquí.

Miró suplicante a sir James, que replicó con gravedad:

—Con la debida deferencia a sus sentimientos, señorita Tuppence, y por descontado a los míos, no veo que sea humanamente posible que nadie haya entrado en el apartamento sin que nosotros lo hayamos notado.

La joven se consoló algo con sus palabras.

—Pasar una noche en vela pone nerviosa a cualquiera —confesó.

—Sí —dijo sir James—. Estamos en las mismas condiciones que los que celebran reuniones espiritistas. Quizá si tuviéramos una médium obtendríamos maravillosos resultados.

—¿Cree usted en el espiritismo? —preguntó Tuppence con los ojos muy abiertos.

—¿Cómo voy a creer en esas cosas? —exclamó el abogado alzando los hombros.

Las horas fueron transcurriendo. Con los primeros resplandores de la aurora, sir James descorrió las cortinas y contemplaron lo que muy pocos londinenses veían: el lento ascender del sol y la ciudad dormida. Con la llegada de la luz, los temores e imaginaciones de la noche pasada parecían absurdos; Tuppence recuperó los ánimos.

—¡Hurra! —exclamó—. Va a hacer un día espléndido y encontraremos a Tommy y a Jane Finn. Y todo saldrá a pedir de boca. Le pediré al señor Carter que me nombre dame .

A las siete, Tuppence fue a preparar un poco de té y volvió con una bandeja en la que había una tetera y cuatro tazas.

—¿Para quién es la cuarta? —quiso saber Julius.

—Para la prisionera, por supuesto. ¿Supongo que debo llamarla así?

—Llevarle el té parece un desagravio por lo de anoche —dijo Hersheimmer, pensativo.

—Sí, lo es —admitió Tuppence—. Pero de todas formas, se lo llevo. Quizá sea mejor que vengan los dos, por si se echara sobre mí, o algo así. No sabemos de qué humor se despertará.

Sir James y Julius la acompañaron hasta la puerta.

—¿Dónde está la llave? Oh, claro, la tengo yo.

La introdujo en la cerradura y, antes de abrir, se detuvo.

—Supongamos que se hubiera escapado —murmuró.

—Es imposible —replicó Julius para tranquilizarla.

Sir James no dijo nada.

Tuppence se llenó los pulmones de aire y entró exhalando un suspiro de alivio al ver a la señora Vandemeyer en la cama.

—Buenos días —le dijo en tono alegre—. Le traigo un poco de té.

Rita no respondió, Tuppence dejó la taza sobre la mesita de noche y fue a descorrer las cortinas. Cuando se volvió la señora Vandemeyer aún no había hecho movimiento alguno. Con un ramalazo de temor, Tuppence se aproximó a la cama, pero la mano que levantó estaba fría como el hielo.

Ahora la señora Vandemeyer ya no hablaría. Su grito atrajo a los otros. Pocos minutos después no cabía la menor duda. La señora Vandemeyer estaba muerta... debía estarlo desde hacía varias horas. Sin duda había fallecido en pleno sueño.

—¿No es tener mala suerte? —exclamó Julius desesperado.

El abogado estaba tranquilo y sus ojos tenían un brillo peculiar.

—Sí que es mala suerte —replicó.

—¿Usted cree? Pero si es imposible que haya entrado nadie.

—Sí —admitió el abogado—. No veo cómo han podido entrar. Y no obstante, cuando está a punto de traicionar al señor Brown, se muere. ¿Es solo una coincidencia?

—Pero ¿cómo...?

—Sí. ¿Cómo? Eso es lo que debemos averiguar. —Permaneció unos instantes acariciándose la barbilla y repitió sin alterarse—: Tenemos que averiguarlo.

Tuppence sintió que de ser ella el señor Brown, no le hubiera agradado el tono de aquellas sencillas palabras.

Julius miró a la ventana.

—La ventana está abierta —observó—. ¿Usted cree que...?

Tuppence movió la cabeza.

—La terraza solo llega hasta el saloncito y nosotros estábamos allí.

—Pudo haberse deslizado —insinuó Julius, pero fue interrumpido por sir James.

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