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Authors: Christian Jacq

Tags: #Esoterismo, Histórico, Intriga

El monje y el venerable (6 page)

BOOK: El monje y el venerable
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El jefe de las SS, socarrón y amparado por sus hombres, miraba al compañero como quien mira a un animal enjaulado.

—Necesidades fisiológicas.

El jefe dio una orden en alemán a dos de sus hombres. Uno de ellos empujó a Brissac por la espalda; el otro señaló en dirección al barracón sanitario.

La puerta del barracón rojo se cerró.

—¿Y si Raoul no vuelve? —preguntó Pierre Laniel, con un nudo en la garganta.

—Unamos nuestros corazones en fraternidad —encareció el venerable, como si las palabras rituales pudieran conjurar el miedo, como si pudieran volar para socorrer a un hermano en peligro. Se imaginaba a Raoul molido a culatazos, gritando con el rostro ensangrentado…

Al cabo de cinco minutos, la puerta del barracón rojo volvió a abrirse. Primero vieron un uniforme de las SS. Luego, a Raoul Brissac, intacto.

Cuando se quedaron nuevamente a solas, el compañero soltó un largo suspiro. Él también había creído que jamás regresaría.

—¡Esto es de locos! —observó Guy Forgeaud—. Incluso tenemos derecho a la higiene. A lo mejor estamos en un chalet de veraneo; después de todo… sólo falta que nos traigan el desayuno a la cama.

—¿Has podido ver algo? —preguntó el venerable a Brissac.

—Sí… nada especial. De escalar por las paredes, ni hablar. Demasiado altas. En la cima, hay alambradas de espino, seguramente electrificadas. Al lado de nuestro barracón está la caserna de las SS; a la derecha, los meaderos; y, junto a éstos, las duchas. Tal vez haya otros edificios en algún rincón. Yo no he visto nada más.

—¿No has visto a otros presos?

—No. Pero a lo mejor están encerrados en otros barracones. Hermanos, quién sabe… Puede que éste sea un campo de concentración para masones…

El venerable notó que un pánico sordo se apoderaba de sus hermanos. Si Raoul Brissac confesaba su impotencia, es que apenas tenían posibilidades.

—Vamos a celebrar una reunión de maestros —anunció—. Los demás hermanos vigilarán la puerta y las ventanas.

La vida seguía su curso normal. En cuanto una toma de decisión comprometía la vida de la comunidad, el venerable tenía el deber de convocar la «Cámara del medio», integrada por maestros de la logia. Era, desde siempre, la única asamblea soberana de las hermandades iniciáticas. Se regía por una regla de oro: la unanimidad.

Cuatro maestros de la logia se habían librado del tormento: el venerable Branier, Pierre Laniel, Guy Forgeaud y Dieter Eckart. Éste último tenía a su cargo la enseñanza iniciática impartida a los compañeros. Guy Forgeaud realizaba una tarea comparable con los aprendices. Laniel velaba por la estricta aplicación de la Regla. Cuando la «Cámara del medio» se reunía, compañeros y aprendices abandonaban el templo. Esta vez, en el espacio desierto del barracón rojo, se conformaban con volver la espalda a los tres maestros que celebraban una asamblea secreta en uno de los rincones de su prisión.

—A mi golpe de mallete —dijo el venerable—, entramos en la «Cámara del medio».

François Branier dio un puñetazo en la pared con la mano derecha. No tenía ni mallete, ni mandil, ni compás, ni escuadra, ni espada flamígera, ni altar… aquélla era la «tenida» más pobre que había celebrado jamás.

Con su traje arrugado, se sentía casi indecente con respecto a sus hermanos, ataviados con su uniforme grisáceo.

—Hermanos maestros, tenemos que tomar una importante decisión. Según dicta nuestra Regla, debo consultaros y someter a votación mis propuestas.

Pierre Laniel consideraba sorprendente la actitud adoptada. Allí estaban los cuatro, fantasmas de masones perdidos en el infierno. Pero fantasmas que celebraban un rito esquelético… Laniel creía enloquecer. Le costaba tragar saliva. Echaba en falta el marco habitual de una sesión masónica, la magia de las costumbres y los símbolos. La frustrante frialdad del barracón le impedía concentrarse.

El venerable percibió el desconcierto de su hermano Laniel. Y estaba convencido de que la aparente calma de los otros dos maestros escondía una angustia igual de profunda. El mismo sentía que poco a poco lo invadía un miedo pesado.

—Cuando nos detuvo la Gestapo —prosiguió—, teníamos que haber procedido a la elección del nuevo venerable de la logia. Conforme a la Regla, vuelvo a poner mi cargo en vuestras manos. No somos más que cuatro maestros, los únicos capacitados para votar. El procedimiento es válido, siempre y cuando se respete la ley de la unanimidad. El lugar donde nos hallamos se ha convertido en templo. Nada más. Aunque el rito de transmisión se redujera al máximo, se llevaría a cabo por completo. Pido que se declare un candidato.

Guy Forgeaud, maestro demasiado joven, no había realizado las suficientes funciones dentro de la logia para convertirse en venerable. Pierre Laniel procuró que su mirada no se cruzara con la de François Branier. Jamás se habría creído en condiciones de acceder a ese misterioso cargo en el que se recibían las claves últimas de la iniciación. Se conformaba con ser maestro. Le parecía que todavía no había descifrado todos sus secretos. Por supuesto, era un empresario. Había aprendido a dirigir hombres, ya fueran ingenieros o peones; había sabido hacerse querer y temer, convertirse en el eje de un edificio social en el que todo el mundo encontraba su lugar. ¿Cuántos conflictos cotidianos había resuelto mostrándose unas veces inflexible y otras, diplomático? Había pasado por crisis, por momentos difíciles; pero siempre había logrado salir adelante. Laniel creía conocer bastante bien a los hombres y sus pasiones, sus defectos, sus ambiciones, su grandeza tantas veces inesperada. Pero dirigir a los hermanos, orientarlos, servir de mediador entre ellos y el Gran Arquitecto del Universo… de eso aún no se sentía capaz. El único que podía suceder a François Branier era Dieter Eckart.

Con los ojos medio cerrados y la cabeza ligeramente inclinada hacia delante, Dieter Eckart parecía meditar. Su espíritu estaba lejos, muy lejos de la fortaleza nazi. Poseía semejante poder de concentración, semejante firmeza de carácter, que lograba abstraerse en las peores situaciones. Tenía tan presente como Laniel el principal objeto de la «tenida» que la logia debería haber celebrado la noche de la redada. Eckart sabía que los hermanos de «Conocimiento» le profesaban respeto y confianza. También sabía que era el sucesor deseado por el propio Branier, aun cuando el venerable en funciones no tenía derecho a designarlo como tal.

En efecto, había imaginado otro lugar para abordar esta cuestión. Incluso en la clandestinidad, la logia había sabido obtener locales decentes para dar vida a la magia ritual. Pero aquí… Eckart pensó en estos pocos hombres que, desde la iniciación, habían recibido el encargo de dirigir una comunidad como aquélla. Cualesquiera que fueran su raza, civilización o carácter, habían sido elegidos para transmitir la luz. Para hacer vivir la vida y morir la muerte.

—Venerable maestro —señaló Dieter Eckart—, todos sabemos que el venerable de «Conocimiento» no es un jefe de logia corriente. No se trata de una mera entrega de poderes. También están el secreto del Número, la clave de bóveda de la hermandad.

Branier asintió con la cabeza.

—Entonces apliquemos la Regla —propuso Eckart—. Votemos con conocimiento de causa.

François Branier se sintió aliviado. Se había sacado un inmenso peso de encima.

—Declaro vacante el cargo de venerable maestro. Pido a uno de los maestros declarados de la logia que, tras haber ayudado y participado en todas sus misiones, tras haber sido reconocido como tal por sus hermanos maestros, tras haber dirigido las tareas de compañeros y aprendices… le pido que ponga su candidatura en las manos del Gran Arquitecto del Universo.

Pierre Laniel había renunciado. Prefería permanecer en la sombra y secundar al futuro venerable. Branier, que ya había pasado página, esperaba que Dieter Eckart se pronunciara. Finalmente, éste tomó la palabra.

—Para el próximo año de luz, propongo como venerable maestro a… François Branier.

Dieter Eckart se había expresado con una alegría pausada, contenida, y en un tono que no admitía réplica. Pierre Laniel, sorprendido en un primer momento, consideró que su hermano había tenido una excelente intuición. Guy Forgeaud no disimulaba su alegría. Dio el visto bueno con una sonrisa.

—Apoyo esta candidatura —añadió—. Hermano François, ¿puedes asegurarnos que te sientes con la fuerza física y espiritual para asumir tus funciones?

François Branier estaba acurrucado, con la cabeza hundida entre los hombros, mirándolos con ojeriza. Sus hermanos conocían perfectamente aquella actitud. Quería decir que el venerable reflexionaba de mala gana.

—¿Y si os dijera que he perdido esa fuerza? ¿Que soy un viejo masón desgastado, fatigado, incapaz de dirigir esta logia por más tiempo sin cometer un gran número de barbaridades?

Pierre Laniel se estremeció. Un venerable tenía la posibilidad de dejar su cargo en manos de los hermanos si se consideraba incapaz de desempeñarlo.

—Si nos dijeras eso —respondió Dieter Eckart—, no te creeríamos. Nunca has estado en mejor forma. Los años no pasan por ti. Es imposible que renuncies a tu función en semejante momento. No me hagas evocar tu sabiduría, tu experiencia, tu proyección… no tenemos la costumbre de echamos flores. Ni Pierre ni yo podemos reemplazarte, y todos lo sabemos. Es hora de que te confiese algo: habría apoyado tu candidatura y no la mía incluso en circunstancias normales. Todavía te queda mucho por hacer para formar a tu sucesor, venerable maestro. No dejes que nada te detenga.

—¡Llueve! —gritó Jean Serval, el aprendiz, apostado en una de las ventanas del barracón.

No caía ni una gota de lluvia. Pero dos agentes de las SS, seguidos del jefe, venían hacia el barracón rojo. Serval había empleado la fórmula ritual para advertir a los hermanos de la llegada de un profano.

—A mi golpe de mallete —anunció el venerable—, quedan suspendidos nuestros trabajos.

Dio un puñetazo en la pared con la mano derecha, unos segundos antes de que se abriera la puerta del barracón para dar paso al jefe de las SS.

Klaus contempló a sus presos y se percató de que los maestros estaban agrupados.

—Espero que estén pasando unas buenas vacaciones —dijo—. Les traigo una invitación para cenar. De parte del comandante de esta fortaleza. Vendremos a buscarlos.

Ni el menor rastro de acento alemán. Todavía no habían oído hablar de ningún título rimbombante de los que tanto gustaban los agentes de las SS. Y, encima, una «invitación a cenar»… Había algo que no encajaba. Era como si el terror reculara para cebarse, para impactar mejor. El jefe de las SS cerró de golpe la puerta del barracón.

—A mi golpe de mallete —anunció el venerable—, la logia se abre al grado de aprendiz.

Volvió a dar un puñetazo en la pared.

Todas las miradas se volvieron hacia él.

—Hermano Raoul, tú asumirás la función de retejador.

El compañero Raoul Brissac, picapedrero, se apostó junto a la ventana, decidido a no dejar entrar en el templo ningún elemento impuro.

—Ocupad vuestros lugares, hermanos míos.

La magia de las viejas fórmulas hizo que se les pusiera a todos un nudo en la garganta. El venerable estaba de pie, en medio de la pared que había al fondo. A su izquierda, Pierre Laniel, Guy Forgeaud y André Spinot. A su derecha, Jean Serval y Dieter Eckart. Enfrente, Raoul Brissac.

—Lo que más urge, hermanos míos, es reunir los elementos necesarios para vivir nuestro ritual. Hay que hacer todo lo posible por celebrar aquí nuestra iniciación.

Los ojos brillaron de esperanza. El venerable devolvía a sus hermanos las ganas de luchar; de encontrar incalculables tesoros como la tiza o las velas.

Pierre Laniel levantó la mano derecha para pedir la palabra.

—El problema será salir de este barracón. Quizá hayan decidido dejar que nos pudramos aquí.

—No lo creo —objetó el venerable—. Está esa cena. Espero que podamos beber y comer. Demos un repaso a nuestras observaciones sobre el campo. Unos y otros hemos destacado detalles diferentes. Que cada uno tome la palabra. Guy, tú nos harás un resumen.

Cada hermano dio su versión. Guy Forgeaud memorizó lo esencial de las intervenciones. El mecánico, contrariamente a lo que había dicho al jefe de las SS, tenía una memoria prodigiosa. Con permiso del venerable, tomó la palabra cuando todos los hermanos habían acabado.

—Por mi parte, no tengo nada que añadir a lo dicho… Gracias a las intervenciones de unos y de otros y a las fotos que nuestro venerable ha visto en el despacho del comandante, sabemos que la torre central de la fortaleza alberga los servicios administrativos y las salas de interrogatorio. En la cima, un camino de ronda, focos y metralletas pesadas. Una auténtica torre vigía que basta para controlar el interior del campo. Los barracones están situados a lo largo de la muralla de la fortaleza, muy elevada y coronada por alambradas de espino electrificadas. Hay varios barracones de colores diferentes. El nuestro es el único que tiene dos ventanas. Cuando fue al de los lavabos, que está junto al de las duchas, Raoul se fijó en que las ventanas de las otras casetas estaban tapiadas. No sabemos si hay otros presos en el campo. Por último, entre los «chalets» y las instalaciones sanitarias, se alza una caserna de las SS. Los suboficiales deben de alojarse en la torre.

André Spinot levantó la mano.

—Este campo no es normal.

—¿Por qué no? —inquirió Serval, el aprendiz, a quien el venerable había concedido excepcionalmente la palabra. Estamos encerrados en esta barraca, ni siquiera nos dan de beber, esos locos uniformados no dejan de asediarnos…

—Asediarnos… De momento, se están conteniendo. Nada que ver con lo que se sabe de los campos de concentración nazis.

Las palabras de André Spinot actuaron como una corriente de aire gélido. Cada hermano tomó conciencia de que, tras las apariencias, se escondían los círculos del infierno. ¿En qué instante caería la máscara?

André Spinot, el óptico, anteponía la lucidez en su lista de virtudes. Para él, velar lo real, ya fuera por miedo o desesperación, era la peor de las cobardías.

—Nos falta un dato de gran importancia —intervino el venerable.

—¿Cuál? —preguntó Forgeaud.

—La ubicación de la enfermería. Tiene que haber una. Yo soy médico. Debería tener acceso a ella. E incluso ser nombrado encargado.

Un sueño. Sin embargo, Spinot no tuvo nada que objetar. El venerable había descubierto un nuevo camino.

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