Authors: Desmond Morris
Si observamos atentamente los casos más extremos de retraimiento social, podremos ser testigos de la forma más aguda y característica de comportamiento antiexplorador. Los individuos marcadamente retraídos pueden llegar a ser socialmente inactivos, pero estarán muy lejos de la inactividad física. Se dejan absorber por estereotipos de repetición. Hora tras hora, se mecen o se tambalean, mueven la cabeza arriba y abajo o a un lado y a otro, cruzan y descruzan los brazos. A veces se chupan el pulgar, u otras partes del cuerpo, se pinchan o se pellizcan, hacen extrañas y repetidas muecas, o golpean o hacen rodar rítmicamente objetos pequeños. De cuando en cuando, todos tenemos «tics» de esta clase, pero, para ellos, se convierten en una forma prolongada e importante de manifestación física. Lo que ocurre es que encuentran el medio tan amenazador, tan espantoso e imposibles los contactos sociales, que buscan su tranquilidad y su comodidad en la superfamiliarización de su comportamiento. La rítmica repetición de un acto hace que éste parezca cada vez más familiar y «seguro». En vez de realizar una gran variedad de actividades heterogéneas, el individuo retraído se aferra a las pocas que conoce mejor. Para él, el viejo dicho: «Quien no juega, nada gana», se convierte en: «Quien no juega, nada pierde.»
Me he referido anteriormente a las cualidades regresivas tranquilizadoras del ritmo del corazón; esto puede aplicarse también aquí. Muchos de estos hábitos parecen actuar a la velocidad de los latidos del corazón, pero incluso los que no lo hacen así sirven de «tranquilizantes», debido a la superfamiliaridad lograda con su repetición constante. Se ha observado que individuos socialmente atrasados aumentan sus estereotipos cuando se encuentran en una habitación extraña. Esto concuerda con las ideas que acabamos de expresar. La mayor novedad del medio aumenta su neofobia, por lo que para contrarrestarla tiene que apelar más intensamente a sus maniobras tranquilizadoras.
Cuanto más se repite un estereotipo, tanto más se asemeja a un ritmo de corazón materno, producido artificialmente. Su carácter «amistoso» aumenta más y más, hasta que se hace irreversible. Aunque puede llegar a eliminarse la neofobia que los produce (lo que es bastante difícil), el estereotipo puede seguir funcionando.
Como ya he dicho, los individuos socialmente bien adaptados presentan también «tics» de vez en cuando. Generalmente, éstos se presentan en momentos de tensión, y también entonces actúan como tranquilizantes. Conocemos todos los síntomas. El hombre de negocios que espera una llamada telefónica vital tamborilea con los dedos sobre su escritorio; la mujer que aguarda en la sala de espera de un médico cruza y descruza los dedos sobre su bolso: el niño aturrullado balancea el cuerpo a un lado y a otro; el que espera ser padre pasea arriba y abajo; el estudiante que se examina chupa su lápiz; el oficial impaciente se acaricia el bigote. Siempre que se produzcan con moderación, estas pequeñas maniobras antiexploratorias resultan útiles. Nos ayudan a soportar la esperada «sobrecargada dosis de novedad». En cambio, si se emplean con exceso existe el peligro de que se vuelvan irreversibles y obsesivas, y persistan incluso cuando no son necesarias.
Los estereotipos abundan también en situaciones de aburrimiento extremo. Esto podemos verlo claramente en los parques zoológicos, y también en nuestra propia especie. A veces alcanzan proporciones espantosas. Lo que ocurre es que los animales cautivos establecerían contactos sociales si tuvieran oportunidad de hacerlo, pero se encuentran físicamente impedidos de realizarlo. La situación es prácticamente idéntica en los casos de retraimiento social. La reja de la jaula es un sólido equivalente físico de la barrera psicológica con que tropieza el individuo socialmente retraído. Constituye un poderoso ingenio antiexploratorio, y el animal del zoo, al encontrarse sin nada que explorar, se expresa de la única manera posible: produciendo estereotipos rítmicos. Todos conocemos el continuo paseo del animal enjaulado; pero ésta no es más que una de las muchas formas extrañas que pueden manifestarse. Una de ellas es la masturbación estilizada. A veces, ni siquiera requiere la manipulación del pene. El animal (generalmente un mono) se limita a realizar movimientos masturbatorios con el brazo y con la mano, sin tocarse realmente el pene. Algunas monas se chupan reiteradamente sus propios pezones. Los pequeñuelos se chupan las patas. Los chimpancés se meten briznas de paja en las orejas (hasta entonces sanas). Los elefantes mueven la cabeza arriba y abajo durante interminables horas. Ciertos animales se muerden repetidamente o se arrancan los pelos. Pueden producirse automutilaciones graves. Algunas de estas reacciones corresponden a situaciones tensas, pero muchas de ellas se deben simplemente al aburrimiento. Cuando no hay variabilidad en el medio, el impulso exploratorio se remansa.
Si nos limitamos a mirar a un animal aislado que realiza uno de estos estereotipos, no podremos saber de cierto cuál es la causa de su comportamiento. Puede ser el aburrimiento, o puede ser la tensión. En este último caso, puede ser resultado de la inmediata situación del ambiente, o puede ser un fenómeno a largo plazo, que tiene su origen en una crianza anormal. Unos pocos y sencillos experimentos nos darán la respuesta. Coloquemos un objeto extraño en una jaula. Si desaparecen los estereotipos y empieza la exploración, es evidente que aquéllos eran causados por el aburrimiento. En cambio, si los estereotipos aumentan, ello se debe a que eran causados por la tensión. Si persisten después de introducir en la jaula otros miembros de la misma especie, produciendo un medio social normal, entonces el individuo de los estereotipos tuvo, casi con toda seguridad, una infancia anormalmente aislada.
Todas estas peculiaridades de parque zoológico pueden ser también observadas en nuestra propia especie (quizá porque hemos dado a nuestros zoos una estructura muy parecida a la de nuestras ciudades). Esto debería ser para nosotros una buena lección, recordándonos la enorme importancia que tiene un buen equilibrio entre las tendencias neofóbica y neofílica. Si no lo logramos, no podremos funcionar debidamente. Nuestros sistemas nerviosos nos ayudarán en lo posible, pero el resultado será, invariablemente, un disfraz de nuestro verdadero potencial de comportamiento.
Si queremos comprender la naturaleza de nuestros impulsos agresivos, tendremos que estudiarlos bajo el prisma de nuestro origen animal. Como especie, nos preocupa tanto la violencia de masas y destructora de masas de los tiempos actuales, que al discutir este tema nos exponemos a perder nuestra objetividad. Está comprobado que los intelectuales más equilibrados se tornan, con frecuencia, terriblemente agresivos al propugnar la urgente necesidad de suprimir la agresión. Esto no es sorprendente. Por decirlo en términos corrientes, nos hemos metido en un lío, y hay muchas probabilidades de que, antes de terminar el siglo, nos hayamos exterminado nosotros mismos. Nuestro único consuelo será que, como especie, habremos tenido un final emocionante. No muy largo, tal como van las cosas, pero sí asombroso. Sin embargo, antes de estudiar nuestro propio y singular perfeccionamiento de los sistemas de ataque y de defensa, conviene que examinemos la naturaleza básica de la violencia en el mundo desarmado de los animales.
Los animales luchan entre sí por una de dos razones: para establecer su dominio en una jerarquía social, o para hacer valer sus derechos territoriales sobre un pedazo determinado de suelo. Algunas especies son puramente territoriales, sin problemas de jerarquía. Otras, tienen jerarquías en sus territorios y han de enfrentarse con ambas formas de agresión. Nosotros pertenecemos al últimos grupo: las dos cosas nos atañen. Como primates, heredamos la carga del sistema jerárquico. Este es un elemento básico de la vida de los primates. El grupo se mueve continuamente y raras veces permanece en un sitio el tiempo suficiente para fijarse en un territorio. Pueden surgir ocasionales conflictos entre grupos, pero son conflictos débilmente organizados, espasmódicos y relativamente poco importantes en la vida del mono corriente. El «orden del picotazo» (llamado así, porque se estudió por vez primera en relación con los polluelos) tiene, por otra parte, una significación vital en su vida cotidiana, e incluso en todos sus momentos. En casi todas las especies de cuadrumanos, existe una jerarquía social rígidamente establecida, con un macho dominante encargado de gobernar el grupo, y con todos los demás sometidos a él, en diversos grados de subordinación. Cuando se hace demasiado viejo o achacoso para mantener su dominio, es derrocado por otro macho más joven y vigoroso, el cual asume el mando de jefe de la colonia. (En algunos casos, el usurpador asume literalmente el mando, en forma de capa de largos pelos.) Como sus huestes se mantienen siempre unidas, su papel de tirano del grupo resulta absolutamente eficaz. Pero, aparte de esto, es invariablemente el mono más pulcro, más bien educado y más sexual de la comunidad.
No todas las especies de primates son violentamente dictatoriales en su organización social. Casi siempre hay un tirano, pero éste es a veces benigno y tolerante, como en el caso del poderoso gorila. Comparte las hembras con los machos inferiores, se muestra generoso a la hora de comer, y sólo impone su autoridad cuando surge algo que no puede ser compartido, o cuando hay señales de rebelión, o cuando se producen reyertas entre los miembros más débiles.
Naturalmente, este sistema básico tenía que cambiar cuando el mono desnudo se convirtió en cazador cooperativo y con una residencia base. Lo mismo que ocurrió con el comportamiento sexual, el típico sistema primate tenía que modificarse para adaptarse a su nuevo papel de carnívoro. El grupo tenía que hacerse territorial. Tenía que defender la región de su base estable. Debido al carácter cooperativo de la caza, eso tenía que hacerse, más que individualmente, sobre una base de grupo. Dentro del grupo, el sistema de jerarquía tiránica de la colonia corriente de primates tenía que modificarse considerablemente, con objeto de asegurarse la plena colaboración de los miembros más débiles cuando se salía de caza. Pero no podía abolirse completamente. Si había que tomar alguna decisión enérgica, tenía que haber alguna jerarquía, compuesta de miembros más fuertes y un jefe supremo, aunque éste se viese obligado a tomar en consideración los sentimientos de sus inferiores, mucho más de lo que lo habían hecho sus velludos parientes de los bosques.
Además de la defensa colectiva del territorio, y de la organización jerárquica, la prolongada dependencia de los jóvenes, que nos obligó a adoptar las unidades familiares por parejas, exigía otra forma de autoafirmación. Cada macho, como cabeza de familia, se vio obligado a defender su propio hogar individual, dentro de la base común de la colonia. Por esto existen, para nosotros, tres formar fundamentales de agresión, en vez de las uno o dos acostumbradas. Como sabemos bien, para nuestro dolor, se manifiestan aún en la actualidad, a pesar de la complejidad de nuestras sociedades.
¿Cómo funciona la agresión? ¿Cuáles son las normas de comportamiento inherentes a ella? ¿Cómo nos intimidamos recíprocamente? Una vez más, hemos de fijarnos en los otros animales. Cuando un mamífero experimenta una excitación agresiva, se producen en su cuerpo una serie de cambios fisiológicos básicos. Toda la máquina tiene que apercibirse para la acción por medio del sistema nervioso automático. Este sistema se compone de dos subsistemas opuestos y compensatorios: el simpático y el parasimpático. El primero es el encargado de preparar el cuerpo para la actividad violenta. Al segundo, le incumbe la tarea de conservar y restaurar las reservas corporales. El primero dice: «Estás listo para la acción; ponte en marcha.» El segundo dice: «Tranquilízate, descansa y conserva tus fuerzas.» En circunstancias normales, el cuerpo escucha las dos voces y mantiene un feliz equilibrio entre ellas; pero cuando se produce un fuerte impulso agresivo escucha únicamente al sistema simpático. Al activarse éste, la sangre recibe adrenalina y todo el sistema circulatorio se ve profundamente afectado. El corazón late más de prisa y la sangre es transferida desde la piel y las vísceras a los músculos y al cerebro. Aumenta la presión sanguínea. El nivel de producción de glóbulos rojos asciende a gran velocidad. El tiempo de coagulación de la sangre experimenta una reducción. Además, se interrumpe el proceso de digestión y de almacenamiento de alimentos. Se restringe la segregación de saliva. Cesan los movimientos del estómago, la secreción de jugos gástricos y los movimientos peristálticos del intestino. El recto y la vejiga de la orina no se vacían con la misma facilidad que en condiciones normales. Los hidratos de carbono almacenados son expulsados del hígado y llenan la sangre de azúcar. Hay un aumento masivo de la actividad respiratoria. La respiración se hace más rápida y más profunda. Se activan los mecanismos de regulación de la temperatura. Los pelos se erizan y el sudor mana copiosamente.
Todos estos cambios sirven para preparar al animal para el combate. Como por arte de magia, eliminan instantáneamente la fatiga y suministran grandes cantidades de energía para la prevista lucha física por la supervivencia. La sangre es vigorosamente impulsada a los sitios donde es más necesaria: al cerebro, para activar el pensamiento, y a los músculos, para la acción violenta. El incremento de azúcar en la sangre aumenta la eficacia muscular. La aceleración de los procesos de coagulación significa que, si se produce una herida, la sangre se coagulará más rápidamente, y en consecuencia, será menor la pérdida de ella. El suministro acelerado de glóbulos rojos por el bazo, en combinación con la creciente velocidad de la circulación sanguínea, ayuda al sistema respiratorio a incrementar la absorción de oxígeno y la expulsión de anhídrido carbónico. El erizamiento de los pelos pone la piel al aire y contribuye a refrescar el cuerpo, lo mismo que el sudor segregado por las glándulas sudoríparas. Así se reducen los peligros de un calentamiento desmedido, debido al exceso de actividad.
Una vez activados todos los sistemas vitales, el animal está dispuesto para lanzarse al ataque; pero existe una pega. La lucha puede llevar a una magnífica victoria, pero puede también acarrear graves daños al vencedor. Invariablemente, el enemigo que provoca la agresión es también causa de miedo. El impulso agresivo empuja al animal; el miedo lo retiene. Y surge un intenso conflicto interior. En general, el animal que es provocado a luchar no se lanza directamente a un ataque total. Empieza amenazando con atacar. Su conflicto interior produce un efecto suspensivo: el animal está tenso para el combate, pero todavía no dispuesto a empezarlo. Si, en este estado, ofrece un aspecto lo bastante intimidatorio para su rival, y éste se echa atrás, todo esto habrá salido ganando. La victoria puede alcanzarse sin derramamiento de sangre. La especie puede solventar sus disputas sin que sus miembros experimenten graves daños, de lo cual sale altamente beneficiada.