Authors: Desmond Morris
El acto de amamantar al hijo crea a las hembras de nuestra especie un problema mucho mayor que a las de los demás primates. El niño es tan desvalido que la madre tiene que realizar una función mucho más activa en el proceso, sujetando al niño contra el pecho y guiando sus acciones. A muchas madres les cuesta persuadir a su retoño de que chupe eficazmente. La causa más frecuente de esta dificultad es que el pezón no entra lo bastante en la boca del niño. No basta con que éste cierre los labios sobre el pezón, sino que éste debe ser introducido profundamente en su boca, de modo que su parte delantera establezca contacto con el paladar y con la parte superior de la lengua. Sólo este estímulo provocará la acción de la mandíbula, de la lengua y de las mejillas para un intenso chupeteo. Para lograr esta yuxtaposición, la región del pecho inmediatamente debajo del pezón tiene que ser flexible y blanda. La extensión de la «presa» que puede efectuar el niño sobre este dúctil tejido tiene gran importancia. Para que el proceso de amamantamiento se desarrolle con éxito, es esencial que el acto de chupar sea plenamente eficaz a los cuatro o cinco días del nacimiento. Si durante la primera semana se producen reiterados fracasos, la reacción del niño nunca será completa. Esta habrá de lograrse con otra alternativa (biberón) que le resulta más cómoda.
Otra dificultad del amamantamiento es la llamada «lucha contra el pecho» con que suelen reaccionar algunos niños. A menudo esto da la impresión a la madre de que el niño no quiere chupar pero, en realidad, significa que, a pesar de sus desesperados intentos, no lo hace porque se ahoga. Una posición ligeramente inadecuada de la cabeza del niño contra el pecho puede ser causa de que quede tapada su nariz, y, como tiene la boca llena, no puede respirar. Lucha no porque no quiera mamar, sino porque necesita aire. Desde luego, la madre tiene que enfrentarse con muchos más problemas de esta clase, pero he seleccionado éstos porque parecen aportar una prueba suplementaria a la teoría de que el pecho de la mujer es, fundamentalmente, más un aparato de señales sexuales que una máquina perfeccionadora de suministro de leche. Su forma sólida y redondeada es la que origina ambos problemas. Basta observar el perfil de los pezones de goma elástica de los biberones para comprender cuál es la forma que funciona mejor. Es mucho más largo y no se hunde en el gran hemisferio que causa tantas dificultades a la boca y a la nariz del niño. Su forma se asemeja mucho más al aparato de alimentación de la hembra chimpancé. Esta tiene unas tetas ligeramente hinchadas, pero, incluso en plena lactancia, su pecho es mucho más plano que el de la hembra corriente de nuestra especie. Por otra parte, sus pezones son mucho más alargados y salientes, y el pequeño no tiene la menor dificultad en iniciar su actividad chupadora. Debido a que nuestras hembras tienen tan desarrollado el pecho y a que, evidentemente, éste forma parte del aparato de alimentación, nos vemos automáticamente llevados a pensar que su forma protuberante y redondeada tuvo que tener también por causa la misma actividad maternal. Sin embargo, ahora parece que esta presunción era equivocada y que, en nuestra especie, la función de la forma del pecho es más sexual que maternal.
Aparte de esta cuestión de alimentación, vale la pena observar un par de aspectos de la manera en que la madre se comporta con su pequeño en otros momentos. Los acostumbrados mimos, arrumacos y operaciones de limpieza requieren pocos comentarios; en cambio la posición en que sostiene al niño contra su pecho, mientras descansa, es bastante reveladora. Cuidadosos estudios americanos han revelado la circunstancia de que el 80 por ciento de las madres acunan a sus hijos en el lado izquierdo y los sostienen contra el mismo lado de su cuerpo. Si pedimos que se nos explique la significación de esta tendencia, casi todo el mundo nos responderá que se debe, indudablemente, al predominio de las personas que usan con preferencia la mano derecha. Sosteniendo a sus hijos con el brazo izquierdo, las madres pueden manipular libremente el miembro dominante. Pero un análisis minucioso demuestra que esto no es así. Cierto que existe una pequeña diferencia entre las hembras zurdas y las normales, pero esto no basta para darnos una explicación adecuada. Resulta que un 83 por ciento de las madres que emplean la derecha sostienen a sus hijos en el costado izquierdo, pero lo mismo hace el 78 por ciento de las madres zurdas. En otras palabras, sólo un 22 por ciento de las madres zurdas conservan libre para la acción la mano dominante. Tiene que haber, pues, otra explicación menos manifiesta.
La otra única clave se infiere del hecho de que el corazón está en el lado izquierdo del cuerpo de la madre. ¿No podría ser que el sonido del latido del corazón fuese el factor vital? Pero, ¿de qué manera? Tratando de contestar a estas preguntas, se pensó que quizá, durante su existencia en el claustro materno, el embrión en desarrollo experimentaba una fijación («impresión») en el ruido del latido del corazón. Si esto es así, el hecho de descubrir el ruido familiar después del nacimiento podría producir un efecto calmante en el niño, especialmente al verse lanzado al mundo exterior, extraño y temible. En tal caso, la madre, ya sea instintivamente, ya después de una serie inconsciente de pruebas y errores, llegaría a descubrir que su hijo está más tranquilo cuando lo sostiene con el brazo izquierdo, sobre el corazón, que cuando lo hace con el derecho.
Esto quizá parezca rebuscado, pero se han realizado experimentos que demuestran que es, a pesar de todo, la verdadera explicación. Unos grupos de recién nacidos fueron sometidos, en la
nursery
de un hospital, y durante un tiempo considerable, al ruido, registrado en un disco, de los latidos del corazón, a un ritmo de 72 latidos por minuto. Había nueve niños en cada grupo, y se descubrió que uno o más de ellos lloraban un 60 por ciento del cuando no funcionaba el disco; en cambio, esta cifra descendía hasta un 38 por ciento cuando el aparato sonoro reproducía los latidos del corazón. Los grupos que oían los latidos experimentaban también un aumento de peso superior a los otros, a pesar de que la cantidad de alimento ingerido era la misma en ambos casos. Por lo visto, los grupos privados de los latidos quemaban mucha más energía, a consecuencia de los vigorosos esfuerzos de su llanto.
Otra prueba fue realizada con niños un poco mayores, a la hora de dormir. La habitación en que se hallaban algunos grupos permanecía en silencio, mientras que en la de otros un fonógrafo desgranaba canciones de cuna. En otras, sonaba un metrónomo al mismo ritmo del corazón, o sea a 72 golpes por minuto. Por último, en otras, sonaba un disco en que se habían registrado los latidos de un corazón auténtico. Se observó cuáles eran los niños que se dormían más pronto. El grupo que escuchaba los latidos del corazón se quedó dormido en la mitad del tiempo que necesitó cualquiera de los otros grupos. Esto no sólo refuerza la idea de que el latido del corazón tiene un poderoso efecto calmante, sino que demuestra también que la respuesta es sumamente específica. La imitación con el metrónomo no sirve, al menos para los niños pequeños.
Parece, pues, casi seguro que es ésta la explicación de la tendencia de la madre a sostener a su hijo contra su costado izquierdo. Es curioso observar que, a raíz de un estudio efectuado a este respecto sobre 466 cuadros de la Virgen con el Niño (cuadros correspondientes a un período de varios siglos) se comprobó que, en 373 de ellos, el Niño está colocado sobre el seno izquierdo. También aquí equivalía la cifra a un 80 por ciento. Esto contrasta con la observación de mujeres cargadas con paquetes, que permitió comprobar que el 50 por ciento los llevaba con la mano derecha, y el otro 50 por ciento, con la izquierda.
¿Qué otros posibles resultados puede tener esta fijación en los latidos del corazón? Puede, por ejemplo, explicar por qué de nuestra insistencia en localizar los sentimientos de amor en el corazón y no en la cabeza. Como dice el cantar: «¡Resulta que tienes corazón!» Puede explicar también, por qué las madres mecen a sus hijos para hacerles dormir. La oscilación se produce, aproximadamente, con el mismo ritmo que los latidos del corazón, y es probable que también esto «recuerde» a los niños las rítmicas sensaciones a que se acostumbraron en el interior del claustro materno: la palpitación del gran corazón de la madre encima de ellos. Pero la cosa no acaba aquí, sino que el fenómeno parece continuar durante nuestra vida adulta. Nos mecemos cuando sentimos angustia. Oscilamos hacia delante y hacia atrás sobre los pies cuando nos enfrentamos con algún conflicto. La próxima vez que vean ustedes a un conferenciante, o a un orador después de un banquete, oscilando rítmicamente a un lado y otro, comprueben si sus oscilaciones se producen al mismo ritmo que los latidos del corazón. Su inquietud al tener que enfrentarse con un auditorio, le impulsa a realizar los movimientos más tranquilizadores que le permiten las limitadas circunstancias; y por esto se refugia en el conocido y antiguo latido del claustro materno. Dondequiera que vean inseguridad, hallarán, posiblemente, el ritmo tranquilizador del corazón, envuelto en cualquier disfraz. No es casualidad que la mayor parte de la música y de las danzas populares tengan un ritmo sincopado. También aquí, los sonidos y los movimientos devuelven a los actores al mundo seguro del útero. No fue accidentalmente que la música de la juventud recibió el nombre de «música
rock
», ni más, recientemente, el nombre, todavía más revelador, de «música
beat
». Y ¿qué es lo que cantan? «Mi corazón está roto», «Has dado a otro tu corazón», o «Mi corazón te pertenece».
Por muy fascinador que sea este tema, no debemos apartarnos demasiado de la primitiva cuestión del comportamiento paternal. Hasta ahora, hemos estudiado el comportamiento de la madre con respecto al hijo. La hemos acompañado en los dramáticos momentos del parto; hemos observado cómo alimentaba a su hijo, cómo lo amparaba y lo tranquilizaba. Ahora debemos fijar nuestra atención en el hijo y estudiarlo mientras se desarrolla.
Por término medio, el peso de un niño al nacer es, aproximadamente, de tres kilos y medio, o sea un poco más de la veinteava parte del peso medio del padre. El crecimiento es muy rápido durante los dos primeros años de vida y se acelera bastante durante los cuatro años siguientes. En cambio, después de los seis años, disminuye considerablemente. Esta fase de crecimiento gradual prosigue hasta los once años, en los niños y los diez, en las niñas. Después, al llegar a la pubertad, se produce otro estirón. De nuevo observamos un rápido crecimiento desde los once hasta los diecisiete años, en los chicos, y desde los diez hasta los quince, en las muchachas. Debido a que alcanzan la pubertad un poco antes, las chicas tienden a adelantarse a los chicos entre los once y los catorce años, pero, después los muchachos vuelven a tomar la delantera y la conservan en lo sucesivo. El crecimiento suele cesar, en las muchachas, alrededor de los diecinueve años, y, en los muchachos, mucho más tarde, aproximadamente a los veinticinco. Los primeros dientes suelen aparecer entre el sexto y el séptimo mes, y la dentición total de leche se completa, generalmente, a finales del segundo año o a mediados del tercero. Los dientes permanentes salen a los seis años, pero los últimos molares —las muelas del juicio— no suelen brotar antes de los diecinueve.
Los niños recién nacidos se pasan la mayor parte del tiempo durmiendo. Se dice generalmente que, durante las primeras semanas, sólo están despiertos un par de horas al día; pero esto no es cierto. Son dormilones, pero no tanto. Minuciosos estudios han revelado que, durante los tres primeros días de vida, el promedio del tiempo de sueño es de 16,6 horas diarias. Sin embargo, esto varía muchísimo según los individuos, hasta el punto de que los más dormilones llegan a dormir 23 horas de las 24, y los más despiertos, sólo 10,5 horas.
Durante la infancia, la proporción entre las horas de sueño y las de vigilia disminuye gradualmente, hasta que, al llegar a la edad adulta, el antiguo promedio de dieciséis horas queda reducido a la mitad. No obstante, algunos adultos se apartan considerablemente del promedio típico de las ocho horas. Dos de cada cien individuos necesitan únicamente cinco horas de sueño, y otros tantos sienten necesidad de dormir diez horas. Diremos, de paso, que el promedio de sueño de las hembras adultas es ligeramente superior al de los varones adultos.
Las dieciséis horas de sueño del recién nacido no se duermen en una sola y larga sesión nocturna, sino que se dividen en numerosos y breves períodos repartidos entre las veinticuatro horas del día. Sin embargo, existe desde el nacimiento una ligera tendencia a dormir más durante la noche que durante el día. Gradualmente, y a medida que pasan las semanas, uno de los períodos nocturnos de sueño se hace más largo. El niño hace entonces muchas y breves siestas durante el día y un solo sueño largo por la noche. Este cambio hace que, a la edad de seis meses, el promedio de sueño diario descienda a unas catorce horas. En los meses que siguen, las breves siestas diurnas se reducen a dos: una por la mañana y otra por la tarde. Durante el segundo año, suele cesar la siesta de la mañana, por lo que la cifra media de sueño disminuye a trece horas diarias. En el quinto año, desaparece también la siesta de la tarde, y la cifra queda reducida aún más: a unas doce horas diarias. Desde este momento hasta la pubertad, se produce otra reducción de tres horas diarias en el sueño requerido, de manera que, a los trece años, los niños suelen dormir sólo nueve horas cada noche. A partir de esta edad, durante la adolescencia, no existe ya diferencia alguna con los adultos, y los jovencitos no duermen más de ocho horas por término medio. Así, pues, el ritmo definitivo de sueño concuerda más con la madurez sexual que con la madurez física final.
Es curioso que, entre los niños en edad preescolar, los más inteligentes tienden a dormir menos que los obtusos. Después de los siete años, se invierte esta relación, y los colegiales más inteligentes duermen más que los torpes. Esta circunstancia parece demostrar que, en vez de aprender más por el hecho de estar más tiempo despiertos, se ven forzados a aprender tanto que los más aptos están rendidos al terminar el día. En cambio, entre los adultos no existe, al parecer, ninguna relación entre el grado de inteligencia y la ración corriente de sueño.
El tiempo que los varones y hembras sanos necesitan para quedarse dormidos es, por término medio, de veinte minutos en todas las edades. El despertamiento suele producirse espontáneamente. La necesidad de un aparato despertador especial indica que el sueño ha sido insuficiente, y el individuo sufrirá una disminución de su viveza durante el período de su vigilia subsiguiente.