Authors: Desmond Morris
Antes de abandonar el tema del llanto y de la risa, debemos aclarar otro misterio. Algunas madres sufren terriblemente a causa del llanto incesante de sus hijos durante los tres primeros meses de vida. Nada de cuanto hagan los padres sirve para atajar sus lloros. Y los padres suelen llegar a la conclusión de que sus hijos padecen alguna dolencia física importante, y tratan de obrar en consecuencia. Desde luego, tienen razón: existe alguna anomalía física; pero, probablemente, es más un efecto que una causa. La clave vital nos la da el hecho de que el llamado llanto del «cólico» cesa, como por arte de magia, cuando el niño llega a su tercer o cuarto mes. Cesa precisamente en el momento en que el niño empieza a ser capaz de identificar a su madre como individuo conocido. La comparación entre el comportamiento de las madres que tienen hijos llorones y el de aquellas que los tienen más tranquilos, nos da la respuesta. Las primeras se muestran inseguras, nerviosas e inquietas en el trato con sus retoños. Las segundas son resueltas y serenas. Lo cierto es que, incluso en una edad tan tierna, el niño percibe claramente las palpables diferencias entre «seguridad» y «tranquilidad» de una parte, e «inseguridad» y «alarma», de otra. Una madre agitada no puede dejar de señalar su agitación. Esto sólo sirve para aumentar la aflicción de la madre, la cual produce, a su vez, un aumento del llanto del niño. En definitiva, el pequeño infeliz acaba por sentirse enfermo, y sus dolores físicos vienen a sumarse a su ya considerable desdicha. Lo único que hace falta para romper este círculo vicioso es que la madre acepte la situación y se tranquilice. Pero si no puede lograrlo (y es casi imposible engañar a un niño en esta lucha), el problema se resuelve por sí mismo —como he dicho ya— durante el tercer o cuarto mes de vida, porque, llegado a este punto, el niño queda fijado a la madre y empieza a considerarla instintivamente como su «protectora». Deja de ser una incorpórea serie de estímulos agitadores para convertirse en un rostro familiar. Si sigue produciendo estímulos agitadores, éstos no son ya tan alarmantes, porque proceden de un actor conocido e identificado como amigo. El fortalecimiento del lazo que une al niño con la madre tranquiliza a ésta, y automáticamente calma su ansiedad. Entonces desaparece el «cólico».
Hasta ahora, he dejado de referirme a la cuestión de la sonrisa, porque es ésta una reacción aún más especializada que la risa. Así como la risa es una forma secundaria del llanto, la sonrisa es una forma secundaria de la risa. A primera vista, puede parecer que no es más que una versión poco intensa de la risa, pero la cosa no es tan sencilla. Cierto que la risa, en su forma más suave, no puede distinguirse de la sonrisa, y así fue, indudablemente, como se originó ésta; pero es igualmente claro que, en el curso de la evolución, la sonrisa llegó a emanciparse, hasta el punto de que ahora tiene que ser considerada como una entidad independiente. La sonrisa de gran intensidad —la amplia mueca, la sonrisa radiante— es completamente distinta, en su función, de la risa de gran intensidad. Se ha especializado como cierta señal de buena acogida. Si saludamos a alguien sonriéndole, éste sabe que es bien recibido por nosotros; en cambio, si le saludamos riendo, tiene motivos para dudarlo.
En el mejor de los casos, todo encuentro social nos da un poquitín de miedo. El comportamiento del otro individuo en el momento del encuentro, es una incógnita. Tanto la sonrisa como la risa indican la existencia de este miedo y su combinación con sentimientos de atracción y aceptación. Pero cuando la risa adquiere gran intensidad, señala la posibilidad de un mayor «susto», de una mayor explotación de la situación de peligro-con-seguridad. Por el contrario, si la expresión sonriente de la risa en menor grado deriva hacia otra cosa —hacia una amplia sonrisa—, indica que la situación no tomará aquel rumbo. Revela, simplemente, que la inicial disposición de ánimo es un fin en sí mismo, sin grandes complicaciones. La sonrisa mutua expresa, a los que sonríen, que ambos se encuentran en un estado de ánimo ligeramente aprensivo, pero de atracción recíproca. Sentirse ligeramente temeroso equivale a ser no agresivo, y ser no agresivo equivale a ser amistoso; de esta manera, la sonrisa evoluciona como un amistoso procedimiento de atracción.
¿Por qué, si nosotros hemos necesitado esta señal, han podido otros primates prescindir de ella? Cierto que tienen señales amistosas de diversas clases, pero la sonrisa constituye una señal adicional, exclusiva de nosotros, y tiene enorme importancia en nuestra vida cotidiana, tanto de niños como de adultos. ¿Qué hay, en nuestro modo de existencia, que le haya dado aquella importancia? La respuesta radica, al parecer, en nuestra famosa piel desnuda. El joven mono, al nacer, se agarra fuertemente a los pelos de su madre. Y en esta actitud se pasa las horas y los días. Durante semanas, e incluso meses, se niega a abandonar la abrigada protección del cuerpo de la madre. Más tarde, cuando se atreve a separarse de ella por primera vez, volverá corriendo y se colgará de ella a la primera alarma. Tiene su propia manera positiva de asegurarse el estrecho contacto físico. Y aunque a la madre no le guste este contacto (porque el hijo es ya mayor y pesa más), le costará no poco desprenderse de él. Esto puede atestiguarlo quien haya tenido que actuar de madrastra de un joven chimpancé.
Cuando
nosotros
nacemos, nos hallamos en una posición mucho más difícil. No sólo somos demasiado débiles para asirnos, sino que no tenemos nada a que agarrarnos. Privados de todo medio mecánico de asegurar el estrecho contacto con nuestra madre, podemos confiar únicamente en las señales estimulantes maternales. Podemos chillar hasta desgañitarnos para atraer su atención, pero una vez conseguido esto debemos hacer algo más para conservarlo. Este es el momento en que necesitamos un sucedáneo del agarrón, alguna clase de señal que satisfaga a la madre y la haga desear permanecer con nosotros. Esta señal es la sonrisa.
La sonrisa se inicia durante las primeras semanas de vida, pero, al principio, no se dirige a nada en particular. En la quinta semana, aproximadamente, se emite como reacción definida a ciertos estímulos. Los ojos del niño pueden ahora fijar objetos. Al principio, es sobre todo sensible a un par de ojos que le miran fijamente. Incluso pueden servir dos manchas negras de un pedazo de cartón. Con el paso de las semanas, surge la necesidad de una boca. Dos manchas negras con una raya a guisa de boca debajo de ellas tienen ahora mayor eficacia para provocar la reacción. Pronto se hace vital la apertura de la boca, y entonces empiezan los ojos a perder su significación como estímulo clave. Llegados a esta fase —alrededor de los tres o cuatro meses—, la reacción empieza a hacerse más específica. Ya no le basta con una cara adulta cualquiera, sino que requiere el rostro particular de la madre. Se está realizando la fijación maternal.
Lo más asombroso en el desarrollo de esta reacción es que en el período en que se desarrolla, el niño es completamente incapaz de distinguir entre cosas tales como cuadrados o triángulos, u otras formas geométricas bien definidas. Parece como si hubiese un progreso especial en el desarrollo de la capacidad de reconocer ciertas clases de formas bastante limitadas —las relacionadas con las facciones humanas—, mientras que las otras facultades visuales quedan rezagadas. Esto asegura que la visión del niño se fijará en la clase adecuada de objeto, y evita que centre su atención en otras formas próximas inanimadas.
A la edad de siete meses, el niño se halla completamente fijado a su madre. Haga ésta lo que haga, seguirá siendo siempre la imagen-madre para su retoño. Los jóvenes patos lo consiguen siguiendo a su madre: los jóvenes monos, agarrándose a ella. Nosotros creamos este lazo vital afectivo mediante la reacción de la sonrisa.
Como estímulo visual, la sonrisa ha logrado principalmente su configuración única mediante el sencillo procedimiento de inclinar las comisuras de los labios. La boca se entreabre y los labios se encogen hacia atrás, como en la expresión del miedo, pero el añadido de la inclinación de las comisuras hacia arriba hace que cambie radicalmente el carácter de la expresión. Esta evolución ha llevado, a su vez, a la posibilidad de otra actitud facial contrastante; la de la boca vuelta hacia abajo. Dando a la boca esta forma completamente opuesta a la de la sonrisa, es posible indicar la antisonrisa. Así como la risa evolucionó partiendo del llanto, y la sonrisa de la risa, así la cara de pocos amigos evolucionó, mediante un movimiento pendular, partiendo de la faz amistosa.
Pero la sonrisa es algo más que una actitud de la boca. En nuestra edad adulta, podemos comunicar nuestro estado de ánimo con un simple fruncimiento de los labios, en cambio, el niño pone muchas más cosas en su empeño. Cuando sonríe en toda su intensidad, también patalea y agita los brazos, extiende las manos en dirección al estímulo y las mueve, emite vocalizaciones confusas, echa la cabeza hacia atrás y saca la barbilla, inclina el tronco hacia delante o lo balancea a un lado, y exagera la respiración. Sus ojos adquieren mayor brillo y a veces los cierra ligeramente; aparecen arrugas debajo o al lado de los ojos, y, en ocasiones, también en el puente de la nariz, los pliegues cutáneos entre los lados de la nariz y las comisuras de la boca se hacen más profundos, y la lengua puede asomar ligeramente. Entre estos diversos elementos, los movimientos del cuerpo parecen indicar una lucha, por parte del niño, para establecer contacto con la madre. Con su torpeza física, el niño nos muestra probablemente cuánto conserva de la reacción ancestral de agarre de los primates.
Me he demorado en la explicación de la sonrisa del niño; pero la sonrisa es, naturalmente, una señal de doble dirección. Cuando el niño sonríe a su madre, ésta le responde con una señal parecida. Ambos se complacen mutuamente, y el lazo existente entre ellos se estrecha por ambos lados. Pueden pensar ustedes que esta declaración es una perogrullada, pero puede tener su intríngulis. Algunas madres, cuando están irritadas, ansiosas o enfadadas con el niño, tratan de ocultar su disposición de ánimo con una sonrisa forzada. Confían en que su falseada expresión evitará que el niño se alborote, pero, en realidad, este truco puede ser más perjudicial que beneficioso. Dije ya que es casi siempre imposible engañar a un niño en lo tocante al humor de la madre. En los primeros años de nuestra vida, parecemos percibir agudamente las más sutiles señales de agitación o de calma de los padres. En las fases preverbales, antes de vernos sumergidos en la tremenda complejidad de la comunicación simbólica y cultural, confiamos mucho más en los pequeños movimientos, en los cambios de actitud y en los tonos de la voz, de lo que confiaremos en nuestra vida ulterior. Otras especies son también sumamente hábiles en esto. La asombrosa habilidad de
Clever Hans
, el famoso caballo calculador, se debía, en realidad, a la agudeza de sus reacciones a los ínfimos cambios de postura de su amaestrador. Cuando le pedían que hiciera una suma,
Hans
daba con la pezuña el número de golpes adecuado. Incluso si el amaestrador salía del lugar y otra persona ocupaba su sitio, el caballo respondía adecuadamente, pues al dar el último golpe vital el hombre no podía evitar una ligerísima tensión del cuerpo. Nosotros tenemos también esta facultad, incluso de mayores (los adivinos la emplean muchas veces para saber si andan por buen camino), pero en la época preverbal parece ser particularmente activa. Si la madre hace movimientos tensos y agitados, los comunicará a su hijo, por mucho que trate de disimularlos. Si, al mismo tiempo, sonríe con fuerza, no engañará al niño, sino que lo sumirá en la confusión. Le habrá transmitido dos mensajes contradictorios. Si se abusa de esto, puede causarle un daño permanente y originar serias dificultades para el niño cuando, en su vida posterior, inicie contactos sociales.
Estudiado el tema de la sonrisa, debemos pasar ahora a una actividad muy diferente. A medida que pasan los meses, empieza a manifestarse una nueva pauta en el comportamiento del niño: la agresión entra en escena. Los berrinches y el llanto irritado empiezan a diferenciarse de las primitivas reacciones llorosas generales. El niño manifiesta su agresividad mediante una forma más entrecortada y más irregular de sus gritos, y con violentos manotazos y pataleo. Lanza objetos pequeños, sacude los grandes, escupe y vomita, y trata de morder, arañar o golpear cuanto se encuentra a su alcance. Al principio, estas actividades son bastante ocasionales y faltas de coordinación. El llanto indica que el miedo sigue estando presente. La agresividad no ha madurado aún hasta el punto de un ataque manifiesto; esto acontecerá mucho más tarde, cuando el niño esté seguro de sí mismo y sea plenamente consciente de sus aptitudes físicas. Cuando se produce esto, tiene también sus propias y especiales señales faciales. Estas consisten en una expresión feroz. Los labios se aprietan en una línea dura, con las comisuras adelantadas más que retraídas. Los ojos miran fijamente al adversario, y las cejas se contraen. Los puños están cerrados. El niño ha empezado a afirmarse.
Se ha comprobado que esta agresividad puede aumentarse elevando la densidad de un grupo de niños. En circunstancias de aglomeración, las interacción amistosas sociales entre los miembros de un grupo se reducen notablemente, mientras que los impulsos destructores y agresivos revelan un marcado aumento de frecuencia y de intensidad. Esto es significativo, si recordamos que otros animales pelean no sólo por resolver sus luchas por la supremacía, sino también para aumentar el distanciamiento de otros miembros de la especie. Volveremos sobre esto en el capítulo VENTA.
Aparte de la protección, la alimentación, el aseo y los juegos con sus retoños, los deberes paternales comprenden también el importantísimo proceso de instrucción. Como en otras especies, éste se consigue mediante un sistema de premio y castigo que se modifica gradualmente, adaptándose al aprendizaje de ensayo de los pequeñuelos. Pero, además de esto, el pequeño aprenderá rápidamente por imitación, fenómeno relativamente poco desarrollado en la mayoría de los otros mamíferos, pero altamente perfeccionado entre nosotros. Muchas cosas que otros animales tienen que aprender trabajosamente por sí mismos, lo aprendemos nosotros muy de prisa, siguiendo el ejemplo de nuestros padres. El mono desnudo es un mono docente. (Estamos tan acostumbrados a este método de aprendizaje que tendemos a presumir que otras especies se benefician igualmente de él, con el resultado de que exageramos el papel que la enseñanza desempeña en sus vidas.)