Authors: Desmond Morris
Otro rasgo afín y que parece exclusivo de nuestra especie, es la retención del himen o doncellez en la hembra. En los mamíferos inferiores, aquél se presenta como una fase embrionaria en el desarrollo del sistema genitourinario; en cambio, es conservado como parte de la neotenia del mono desnudo. Su persistencia significa que la primera cópula en la vida de la hembra tropezará con algunas dificultades. El hecho de que la evolución haya ido tan lejos en la tarea de sensibilizar a la mujer al estímulo sexual, hace que parezca extraño, a primera vista, que la dotara de algo que equivale a un elemento anticopulativo. Pero la situación no es tan contradictoria como parece. Al hacer difícil e incluso doloroso el primer intento de cópula, el himen asegura que ésta no se realice con ligereza. Sabido es que, durante la adolescencia, se pasa por un período de experimentación sexual, de «correteos» en busca de la compañía adecuada. En esta época, los jóvenes machos no tienen motivos para evitar la cópula total. Si no se forma el lazo entre la pareja, no se habrán comprometido en modo alguno y seguirán sus correrías hasta que encuentren la compañera que les conviene. En cambio, si las jóvenes hembras hicieran lo mismo, correrían grandes riesgos de quedar embarazadas y condenadas a una situación de maternidad sin la presencia de un compañero. Al frenar parcialmente esta tendencia de la hembra, el himen hace que ésta tenga que hallarse en un profundo estado emocional antes de dar el paso definitivo, un estado emocional lo bastante fuerte para hacerle vencer esta primera incomodidad física.
Conviene añadir aquí unas palabras sobre la cuestión de la monogamia y la poligamia. La creación del vínculo entre la pareja, propio de la especie en su conjunto, favorece naturalmente la monogamia, pero no la exige de manera absoluta. Si la violenta vida cinegética motiva que los machos adultos sean más escasos que las hembras, es natural que los machos supervivientes tiendan a establecer lazos con más de una hembra. Esto hará posible un aumento de la población, sin las peligrosas tensiones derivadas de la existencia de hembras «sobrantes». Si el proceso de formación de la pareja llegase a ser tan exclusivo que evitara esto, resultaría ineficaz. Sin embargo, la cosa no sería fácil, debido al instinto de posesión de las hembras afectadas y al peligro de provocar graves rivalidades sexuales entre ellas. Otro factor contrario sería la presión económica derivada de la necesidad de mantener un mayor grupo familiar con todos sus retoños. Podría existir un pequeño grado de poligamia, pero sumamente limitada. Es interesante observar que, aunque ésta existe todavía hoy en cierto número de culturas inferiores, todas las sociedades importantes (que equivalen a la inmensa mayoría de la población mundial de la especie) son monógamas. Incluso en aquellas que permiten la poligamia, ésta suele practicarse únicamente por una pequeña minoría de los varones afectados. Sería curioso especular sobre si su omisión en casi todas las culturas importantes ha constituido realmente un factor primordial en la consecución de su elevada situación presente. En todo caso, podemos concluir diciendo que, hagan lo que hagan las oscuras y atrasadas tribus actuales, la corriente principal de nuestra especie manifiesta su tendencia a constituir parejas exclusivas en su forma más extrema, es decir, en las relaciones monógamas a largo plazo.
Este es, pues, el mono desnudo en toda su erótica complejidad: una especie intensamente sexual, formadora de parejas y con muchos rasgos singulares; una complicada combinación de antecedentes primates con grandes modificaciones carnívoras. Ahora, tenemos que añadirle un tercero y último ingrediente: la civilización moderna. El cerebro aumentado, que acompañó la transformación del sencillo morador de los bosques en cazador cooperativo, empezó a interesarse en las mejoras tecnológicas. Las simples residencias tribales se convirtieron en grandes pueblos y ciudades. La era del hacha dio paso a la era espacial. Pero, ¿qué influencia han ejercido todos estos oropeles en el sistema sexual de la especie? Al parecer, muy poca. Todo ha sido demasiado rápido, demasiado súbito, para que se produjesen fundamentales avances biológicos. Cierto que, superficialmente,
parecen
haberse producido; pero esto es más que nada una ilusión. Detrás de la fachada de la ciudad moderna, sigue morando el viejo mono desnudo. Sólo los hombres han cambiado: en vez de «caza», decimos «trabajo»; en vez de «campo de caza», «barrio comercial»; en vez de «cubil», «hogar»; en vez de «apareamiento», «matrimonio»; en vez de «compañera», «esposa», etcétera. Ciertos estudios americanos sobre las normas sexuales contemporáneas, en comparación con las primitivas, han revelado que el equipo fisiológico y anatómico de la especie sigue empleándose con toda intensidad. Los indicios proporcionados por los restos prehistóricos, combinados con datos comparativos de otros carnívoros y de otros primates actuales, nos dan una idea de cómo debió utilizar su sexo el mono desnudo en el remoto pasado, y de cómo debió de organizar su vida sexual. Las pruebas contemporáneas nos ofrecen el mismo cuadro básico, una vez removida la capa de oscuro barniz de la moralidad pública. Como dije al principio del capítulo, fue la naturaleza biológica de la bestia la que moldeó la estructura social de la civilización, y no ésta la que moldeó aquélla.
Sin embargo, aunque el sistema básica sexual ha sido conservado en una forma bastante primitiva (no ha habido colectivización del sexo para hacer frente al aumento de las colectividades), se han introducido, en cambio, numerosos controles y restricciones de menor importancia. Estos se han hecho necesario, debido al complicado surtido de señales sexuales anatómicas y fisiológicas, y a la creciente sensibilidad a los estímulos sexuales adquirida durante nuestra evolución. Lo cierto es que todo esto había sido proyectado por su uso en unidades tribales pequeñas y compactas, no en vastas metrópolis. En las grandes ciudades, nos rozamos continuamente con centenares de estimulantes (y estimulables) desconocidos. Y esto es algo nuevo, que hay que solucionar.
En realidad, la introducción de restricciones culturales debió de empezar mucho antes, cuando no había aún personas extrañas. Incluso en las simples unidades tribales, los miembros de la pareja debieron de sentir la necesidad de ocultar de algún modo sus señales sexuales al transitar en público. Si la sexualidad tenía que agudizarse para mantener unida a la pareja, debieron de tomarse medidas para apaciguarla cuando sus miembros estaban separados, a fin de evitar el estímulo excesivo de terceros. En otras especies que forman parejas, pero viven en comunidad, esto se logra mediante ademanes agresivos, pero a una especie cooperativa como la nuestra le convenían métodos menos beligerantes. Aquí es donde entra en juego nuestro desarrollado cerebro. Indudablemente, el lenguaje realiza una función vital a este respecto («A mi esposo no le gustaría»), como en muchas otras facetas de la vida social; pero se requieren también otras medidas más inmediatas.
El ejemplo más palpable es la famosa proverbial hoja de la parra. Dada su posición vertical, es imposible que un mono desnudo se acerque a otro miembro de su especie sin realizar una exhibición genital. Otros primates, que andan a cuatro patas, no tienen este problema. Si quieren mostrar su aparato genital, tienen que adoptar una posición especial. Nosotros, en cambio, lo mostraríamos siempre, hiciéramos lo que hiciéramos. De ahí se infiere que la cobertura de la región genital con alguna sencilla prenda debió de ser un perfeccionamiento cultural muy primitivo. Sin duda, partiendo de aquella circunstancia, el empleo de vestidos como protección contra el frío tomó incremento al desparramarse la especie por climas menos benignos; pero, probablemente, esta fase fue muy posterior. El empleo de vestiduras antisexuales varió según las diversas condiciones culturales, extendiéndose a veces a otras señales sexuales secundarias (senos, labios) y dejando de hacerlo en otras ocasiones. En ciertos casos extremos, el aparato genital de la hembra queda, no solamente oculto, sino también completamente inaccesible. El más famoso ejemplo de esto es el cinturón de castidad, que cubría los órganos genitales y el año con una tira metálica, perforada en los sitios adecuados para dejar pasar los excrementos. Otras prácticas similares consistieron en coser el aparato genital de las jóvenes antes del matrimonio, o en asegurar los labios de aquél con grapas o anillos de metal. En tiempos más recientes se registró el caso de un varón que practicaba orificios en los labios de la vulva de su compañera y cerraba su aparato genital después de cada cópula. Estas precauciones extraordinarias son, desde luego, muy raras; pero el menos drástico procedimiento de ocultar simplemente el aparato gential bajo una vestidura es, actualmente, casi universal.
Otro importante mejoramiento fue la realización en privado de los propios actos sexuales. No sólo se convirtió el aparato genital en una parte privada, sino también en una parte usada en privado. Esto ha dado como resultado una creciente asociación entre las actividades sexuales y el sueño. Dormir con alguien se ha convertido en sinónimo de copular con él: por esto la mayor parte de la actividad copulatoria se realiza a una hora determinada, la de acostarse, en vez de repartirse por igual durante el día.
Como ya hemos visto, los contactos cuerpo a cuerpo han llegado a adquirir tal importancia en el comportamiento sexual, que tienen que ser aplazador durante la rutina de la vida diurna. Hay que reprimir el contacto físico con extraños en nuestras atareadas y populosas comunidades. Cualquier roce accidental con el cuerpo de un desconocido va inmediatamente seguido de una disculpa, cuya elocuencia suele ser proporcional al grado de sexualidad de la parte del cuerpo tocada. La película acelerada de una multitud discurriendo por una calle, o cruzándose en el interior de un gran edificio, revela claramente la increíble complejidad de estas continuas maniobras de «evitación de contactos corporales».
Esta restricción de los contactos con desconocidos sólo se interrumpe normalmente en condiciones de gran aglomeración o en circunstancias especiales derivadas de la categoría de ciertos individuos (por ejemplo, los peluqueros, los sastres y los médicos) que están socialmente «autorizados para tocar». El contacto con parientes y amigos íntimos está más permitido. Sus papeles sociales han quedado claramente definidos como no sexuales, y existe menor peligro. Pero, incluso así, las cortesías de salutación se han estilizado sobremanera. El apretón de mano se ha convertido en norma rígidamente establecida. El beso de salutación ha tomado su propia forma ritual (besos recíprocos en la mejilla), que nada tiene que ver con el beso sexual en la boca.
Las posiciones del cuerpo se han «desexualizado» de varias maneras. Se evita, sobre todo, la postura sexualmente incitante de la mujer con las piernas separadas. Cuando ésta se sienta, mantiene las piernas juntas, o cruzada una encima de la otra.
Si la boca tiene que adoptar una postura que recuerde de algún modo una respuesta sexual, suele ocultarse con la mano. Las risitas sofocadas y ciertas clases de risa o de muecas son características de la fase de galanteo, y cuando se produce en circunstancias sociales vemos que, con frecuencia, se levanta una mano para cubrir la región de la boca.
En muchas civilizaciones, los varones suprimen algunos de sus rasgos sexuales secundarios, afeitándose la barba y el bigote. Las hembras se depilan las axilas. Dada su importante función de estímulo olfativo, hay que eliminar el vello de los sobacos si los vestidos corrientemente empleados dejan al descubierto esta región. El vello del pubis se oculta siempre con tanto cuidado que hace, general, innecesario aquel tratamiento, pero es interesante observar que también esta zona aparece con frecuencia afeitada en las modelos de los artistas, cuya desnudez no es sexual.
Además, se practica intensamente la desodoración del cuerpo. Este se lava y se baña con mucha mayor frecuencia de la requerida por los simples cuidados médicos o higiénicos. La sociedad suprime los olores del cuerpo y los desodorantes químicos comerciales se venden en grandes cantidades.
La mayoría de estos controles se mantienen con el sencillo e incontrovertibles subterfugio de referirse al fenómeno que restringen como «inelegante», «inconveniente» o «tosco». En cambio, raras veces se meciona o se tiene siquiera en cuenta la verdadera naturaleza antisexual de las restricciones. Se aplican también otros controles más patentes, en forma de artificiales códigos morales o de leyes sexuales. Estas varían considerablemente de una civilización a otra, pero la principal finalidad es siempre la misma: evitar la excitación sexual de los desconocidos y suprimir la interacción sexual fuera de la pareja. Para ayudar a la consecución de este fin, cosa reconocida como muy difícil incluso por los grupos más puritanos, se emplean diversas técnicas se subliminación. Por ejemplo, los deportes escolares y otras actividades físicas vigorosas son a veces fomentadas con la vana esperanza de que apaciguarán las exigencias sexuales. El cuidadoso estudio de este concepto y de su aplicación revela su indiscutible y lamentable fracaso. Los atletas no son ni más ni menos sexualmente activos que otros grupos. Lo que pierden por cansancio físico, lo ganan por aptitud física. El único método de comportamiento que parece tener alguna eficacia es el antiguo sistema del castigo y la recompensa: castigo para los excesos sexuales y recompensa para la contingencia sexual. Pero esto, desde luego, produce la represión, más que la disminución, del individuo.
Parece evidente que el anormal crecimiento de nuestras comunidades exigirá algunas medidas de esta clase para contrarrestar el creciente peligro social de un enorme aumento de actividades sexuales fuera de la pareja. Pero el mono desnudo, como primate de acentuada sexualidad, se resiste contra este tratamiento. Su naturaleza biológica se rebela sin cesar. En cuanto se aplican controles artificiales en un sentido, surgen inmediatamente las contramedidas. Esto conduce, a menudo, a unas situaciones ridículamente contradictorias.
La hembra se cubre los senos, y seguidamente acentúa su forma con un sostén. Este artificioso estimulante sexual puede ser almohadillado o hinchable, de forma que no solamente rehaga la forma oculta, sino que también la realce y la aumente, imitando de esta suerte la hinchazón de los senos que se produce durante la excitación sexual. En algunos casos, las hembras que tienen los senos flácidos llegan al extremo de acudir a la cirugía estética, sometiéndolos a inyecciones subcutáneas de cera para lograr efectos parecidos, pero más permanentes.