Authors: Desmond Morris
Aparte del aumento de la cantidad de tiempo en que pueden desarrollarse las actividades sexuales, estas propias actividades han sido perfeccionadas. La vida cinegética que nos desnudó la piel y nos dio manos más sensibles, nos brindó un campo mucho más amplio para el estímulo sexual del contacto entre los cuerpos. Estos desempeñan importantísimo papel en el comportamiento precopulativo. Los golpecitos, los roces, las presiones y las caricias son más abundantes e intensas que en cualquier otra especie de primate. Además, ciertos órganos especializados, como los labios, los lóbulos de las orejas, los pezones, los senos y los órganos genitales, están abundantemente dotados de terminaciones nerviosas y han llegado a sensibilizarse sobremanera al estímulo táctil erótico. Ciertamente, los lóbulos de las orejas parecen haber evolucionado exclusivamente para este fin. Los anatomistas los han calificado a menudo de apéndices insignificantes o de «inútiles y grasosas excrecencias». En términos generales, los explican como «residuos» de los tiempos en que teníamos grandes las orejas. Pero si observamos otras especies de primates, descubrimos que no poseen lóbulos carnosos en el pabellón de la oreja. Parece más bien que, lejos de ser un residuo, son algo nuevo; y al advertir que bajo la influencia del estímulo sexual se ponen congestionados, hinchados e hipersensibles, casi no se puede ya dudar de que su evolución no ha tenido otro móvil que la producción de otra zona erógena. (Aunque parezca extraño, el humilde lóbulo de la oreja ha sido bastante olvidado a este respecto, y vale la pena consignar que se han registrado casos, tanto en varones como en hembras, en que se ha producido el orgasmo como resultado de estímulos en el lóbulo de la oreja.) Es interesante observar que la nariz carnosa y protuberante de nuestra especie es otro rasgo único y misterioso que los anatomistas no pueden explicar. Uno de ellos ha dicho que es, simplemente, «una variación prominente, sin ninguna significación funcional». Resulta difícil creer que algo tan positivo y distintivo en el campo de los apéndices de los primates haya evolucionado sin tener una función. Y cuando leemos que las paredes laterales de la nariz contienen un tejido esponjoso eréctil, que, por vasocongestión durante la excitación sexual, conduce a una expansión y ensanchamiento de las ventanas de la nariz, empezamos a hacernos preguntas sober la cuestión.
A semejanza del mejorado repertorio táctil, existen algunos desarrollos visuales bastante singulares. La compleja expresión facial representa aquí un importante papel, aunque su evolución tiene que ver también con el mejoramiento de las comunicaciones en muchos otros aspectos. Como especie primate, poseemos la musculatura facial más desarrollada y más compleja de todo el grupo. En realidad, tenemos el sistema de expresión facial más sutil y complejo de todos los animales que viven en la actualidad. Mediante pequeños movimientos de la carne que rodea la boca, la nariz, los ojos, las cejas y la frente, y la combinación de estos movimientos en una enorme variedad de conjuntos, podemos transmitir toda una serie de complejos cambios de humor. Durante los encuentros sexuales, y en especial durante la primera fase de galanteo, estas expresiones revisten primordial importancia. (Su forma exacta se expondrá en otro capítulo.) La dilatación de la pupila se produce también durante el período de excitación sexual, y aún más de lo que imaginamos. La superficie del ojo brilla también más.
Como los lóbulos de las orejas y la nariz prominente, los labios de nuestra especie son también distintivos singulares que no se encuentran en los otros primates. Desde luego, todos los primates tienen labios, pero no vueltos hacia fuera como nosotros. El chimpancé puede sacar y doblar los labios en una mueca exagerada, poniendo al descubierto, cuando lo hace, una membrana mucosa que normalmente permanece escondida dentro de la boca. Pero los labios son mantenidos durante breve tiempo en esta posición antes de que el animal vuelva a adoptar su expresión normal de «labios apretados». Nosotros, en cambio, tenemos permanentemente salientes los labios. A los ojos de un chimpancé, debemos de estar haciendo una mueca continua. Si tienen ustedes ocasión de ser besados por un chimpancé amigable, el beso aplicado al cuello les convencerá de su habilidad en ofrecer una señal táctil con los labios. Para el chimpancé, se trata de una señal de saludo más que sexual; en cambio, en nuestra especie se emplea para ambas cosas, y el contacto del beso se hace más frecuente y prolongado durante la fase precopulativa. Teniendo en cuenta esta finalidad, fue seguramente más conveniente tener las superficies mucosas sensibles permanentemente al descubierto, de modo que no hubiese que mantener las especiales contracciones musculares de la boca durante los prolongados contactos del beso. Pero esto no es todo. Los labios descubiertos y mucosas tomaron una forma característica y bien definida. No se confundieron de modo gradual con la piel facial circundante, sino que se formó una línea fija de delimitación. Así, llegaron a ser también un órgano importante de señales visuales. Ya hemos visto que la excitación sexual produce hinchazón y enrojecimiento de los labios, y la clara demarcación de su zona contribuyó, sin duda alguna, al perfeccionamiento de estas señales, haciendo más fácilmente reconocibles los sutiles cambios en las condiciones de los labios. También salta a la vista que, incluso fuera del estado de excitación, son éstos más rojos que el resto de la piel de la cara, y que el simple hecho de su existencia, y aun cuando no indiquen ningún cambio de condición fisiológica, actuarán como señales anunciadoras, llamando la atención sobre la existencia de una estructura sexual táctil.
Intrigados por la significación de nuestros singulares labios mucosos, ciertos anatomistas declaran que «todavía no comprendemos claramente» su evolución, y sugirieron que quizá tiene algo que ver con la prolongada acción de chupar que realiza el niño durante su lactancia. Pero también el joven chimpancé efectúa copiosamente esta acción de chupar con eficacia, y, en todo caso, sus labios, más musculares y prensiles que los nuestros, parecen estar aún mejor dispuestos para ello. Esto tampoco explica la evolución de la marcada separación entre los labios y la piel facial circundante, ni las sorprendentes diferencias entre los labios de las gentes de piel blanca y las de color. En cambio, si consideramos los labios como aparatos de señales visuales, estas diferencias son más fáciles de comprender. Al exigir las condiciones climáticas una piel más oscura esto redunda en perjuicio de la eficacia de los labios como emisores de señales visuales, ya que es menor el contraste de colores. Si su función de emisores de señales es realmente importante, tenía que producirse alguna clase de compensación, y esto es precisamente lo que parece haber ocurrido: los labios negroides resultan más visibles debido a haber aumentado de tamaño y a haberse hecho más protuberantes. Lo que perdieron en contraste de colores lo ganaron en forma y en tamaño. También los bordes de los labios negroides aparecen más firmemente delineados. Las «costuras labiales» de las razas más pálidas forman crestas más prominentes y de color más pálido que el resto de la piel. Anatómicamente consideradas, estas características negroides no parecen ser primitivas, sino que más bien representan un positivo avance en la especialización de la región labial.
Existen otras muchas señales sexuales visuales evidentes. Como se ha mencionado anteriormente, la pubertad y, con ella, el alcance de un estado generativo plenamente capaz, vienen señalados por el desarrollo de ostensibles matas de vello, principalmente en la zona genital y en las axilas, y en la cara de los varones. En la hembra, se aprecia un rápido crecimiento de los senos. También cambia la forma del cuerpo, ensanchándose los hombros del varón y la pelvis de la hembra. Estos cambios sirven no sólo para diferenciar al individuo sexualmente maduro del inmaduro, sino también el varón maduro de la hembra madura. No sólo actúan como señales reveladores de que el sistema sexual es ya operante, sino que indican también si éste es masculino o femenino.
Generalmente, se considera que el desarrollo de los senos femeninos es, primordialmente, un fenómeno maternal más que sexual; pero no parecen haber muchas pruebas de esto. Otras especies de primates ofrecen a sus retoños una lactancia copiosa y, sin embargo, sus hembras no presentan seños hemisféridos claramente definidos. En este particular, la hembra de nuestra especie es única entre los primates. La evolución de unos senos prominentes y de forma característica parece constituir otro ejemplo de señal sexual, hecha posible, y fomentada por la evolución de la piel desnuda. Los abultamientos de los senos habrían sido mucho menos ostensibles en una hembra velluda; en cambio, al desaparecer el vello, sobresalen claramente. Además de su forma ostensible, sirven también para concentrar la atención visual en los pezones y hacer más visible la erección del pezón, que acompaña a la excitación sexual. La zona pigmentada de piel alrededor del pezón, cuyo color se oscurece durante la excitación sexual, es significativa en el mismo sentido.
La desnudez de la piel hace también posibles ciertas señales de cambio de color. En otros animales, esto ocurre únicamente en limitadas zonas lampiñas; en cambio, abunda mucho más en nuestra especie. El sonrojo se produce con frecuencia particularmente acusada durante las primeras etapas de galanteo de comportamiento sexual, y en ulteriores fases de excitación más intensa aparecen las manchas características del rubor sexual. (Esta es otra forma de señal que las razas de piel oscura tuvieron que sacrificar a las exigencias climáticas. Sabemos, sin embargo, que también experimentan estos cambios, porque, aun siendo invisibles como mutaciones de color, un examen más atento revela significativos cambios en la textura de la piel.)
Antes de terminar el examen de las señales sexuales visuales, debemos mencionar un aspecto bastante raro de su evolución. Para ello, echaremos un vistazo a ciertas particularidades bastante extrañas que se han producido en los cuerpos de ciertos primos nuestros, los simios. Recientes investigaciones alemanas han revelado que algunas especies han empezado a realizar una suerte de autoimitación. Los ejemplos más chocantes de ellos nos son ofrecidos por el mandril y el babuino gelada. El mandril macho tiene el pene de color rojo brillante, con manchas escrotales azules a ambos lados. Esta distribución de colores aparece también en su cara, donde la nariz es de un rojo brillante, mientras que las hinchadas y lampiñas mejillas son de un azul intenso. Parece como si la cara del animal imitase su región sexual, ofreciendo idénticas señales visuales. Cuando el mandril macho se acerca a otro animal, su aparato genital tiende a quedar oculto por la posición del cuerpo, pero, a pesar de ello, se encuentra en condiciones de transmitir los mensajes vitales, empleando para ello su rostro fálico. La hembra gelada se vale también de una imitación parecida. Alrededor de su órgano genital, existe una zona de piel roja y brillante, flanqueada de papilas blancas. Los labios de la vulva, en el centro de esta zona, son de un rojo más oscuro y más vivo. Esta muestra visual se repite en la región del pecho, donde presenta también una mancha de piel lampiña y roja, rodeada de la misma clase de papilas blancas. En el centro de esta mancha, los pezones de color rojo oscuro están tan juntos que recuerdan vivamente los labios de la vulva. (En realidad, están tan próximos que los pequeños suelen chupar de ambas tetas al mismo tiempo.) Como la verdadera zona genital, esta región del pecho varía de intensidad de color durante las diferentes fases del ciclo sexual mensual.
La ineludible conclusión es que el mandril y el gelada trasladaron sus señales genitales a la región frontal por alguna razón. Sabemos demasiado poco acerca de la vida de los mandriles en estado salvaje para poder especular sobre las razones de este extraño fenómeno en su particular especie; en cambio, sabemos que los geladas pasan mucho más tiempo en posición sentada y erguida que la mayoría de otras especies parecidas de simios. Si es ésta su posición más típica, de ello se deduce claramente que el hecho de tener un sistema de señales sexuales en el pecho les permite transmitir estas señales a otros miembros de su grupo con mayor facilidad que si las marcas existieran solamente en su cuarto trasero. Muchas especies de primates tienen los órganos genitales vivamente coloreados; en cambio, estas imitaciones frontales son muy raras.
Nuestra propia especie ha introducido un cambio radical en esta típica posición del cuerpo. Como los geladas, pasamos una gran parte de nuestro tiempo sentados en posición erguida. También permanecemos en pie, enfrentados unos con otros, durante los contactos sociales. ¿Es, pues, posible que también nosotros hayamos realizado algo parecido, en un sentido de autoimitación? ¿Puede haber influido nuestra posición vertical en nuestras señales sexuales? Considerada así la cosa, parece que la respuesta tiene que ser afirmativa. La típica postura de apareamiento de todos los primates exige que la aproximación del macho a la hembra se realice por la espalda. La hembra levanta su cuarto trasero y lo dirige hacia el macho. Este lo ve, se acerca a ella, y la monta por detrás. No hay contacto frontal en los cuerpos durante la cópula; la región genital del macho se aprieta contra la rabadilla de la hembra. En nuestra propia especie, la situación es muy diferente. No sólo existe una prolongada actividad precopulativa cara a cara, sino que también la cópula se realiza casi siempre de frente.
Este último punto ha sido objeto de algunas discusiones. Se ha creído durante mucho tiempo que esta posición frontal para la cópula es la única biológicamente natural en nuestra especie, y que todas las demás deben considerarse como refinadas variaciones. Pero algunos autores lo han negado recientemente, sosteniendo que no existe una postura fundamental en lo que a nosotros atañe. Opinan que cualquier relación corporal es buena para nuestro sistema sexual y que, como especie inventiva que somos, es natural que adoptemos las posiciones que mejor nos parezcan, y, cuantas más, mejor, porque esto aumentará la complejidad del acto sexual y la de su novedad, y evitará el aburrimiento sexual entre los miembros de la pareja largo tiempo unida. Su argumento es perfectamente válido en la forma en que lo presentan, pero al tratar de reforzarlo han ido demasiado lejos. Su verdadera objeción era la idea de que toda variación de la postura fundamental era «pecaminosa». Para contrarestar esta idea, acentuaron el valor de estas variaciones, y en esto anduvieron acertados, por las razones indicadas. Cualquier mejoramiento en las recompensas sexuales de la pareja tiene evidente importancia para el fortalecimiento del lazo que la une. Y aquéllas son biológicamente saludables para nuestra especie. Sin embargo, en el ardor de la polémica los autores indicados dejaron de tener en cuenta la circunstancia de que a pesar de todo, existe una postura de apareamiento básica para nuestra especie: la posición cara a cara. Virtualmente, todas las señales sexuales y las zonas erógenas están en la parte anterior del cuerpo: las expresiones faciales, los labios, la barba, los pezones, las señales areolares, los senos de la hembra, el vello del pubis, los propios órganos genitales, las principales zonas de sonrojo y las principales zonas de rubor sexual. Podría argüirse que muchas de estas señales actuarían perfectamente en las primeras fases, desarrolladas frente a frente, pero que, para la cópula, con ambos compañeros totalmente excitados por el estímulo frontal, el varón podría colocarse detrás de la hembra para la introducción del miembro, o, en definitiva, adoptar cualquier otra posición que juzgara conveniente. Esto es perfectamente cierto, y posible como novedad, pero presenta algunos inconvenientes. En primer lugar, la identidad del compañero sexual es mucho más importante para una especie como la nuestra, en la que existe un lazo entre dos. La aproximación frontal significa que las futuras señales y recompensas sexuales se mantienen estrechamente relacionadas con las señales de identidad del comportamiento. El sexo cara a cara es un «sexo personalizado». Además, las sensaciones táctiles precopulativas de las zonas erógenas frontalmente concentradas pueden extenderse a la fase copulativa, si el acto sexual se realiza cara a cara. Muchas de estas sensaciones se perderían adoptando otras posturas. La aproximación frontal proporciona, también, la máxima posibilidad de estímulo del clítoris de la hembra durante los movimientos pelvianos del macho. Cierto que aquél puede ser pasivamente estimulado por los efectos de arrastre de los movimientos del varón, independientemente de la posición de su cuerpo en relación con la del cuerpo de la hembra, pero en la cópula de frente existirá, además, la directa presión rítmica de la región pubiana del macho sobre la zona del clítoris, y esto aumentará considerablemente el estímulo. Por último, hay que tener en cuenta la anatomía básica del canal vaginal de la hembra y la acusada derivación de su ángulo hacia delante, en comparación con otras especies de primates. Esta traslación hacia delante es mucho más de lo que cabría esperar si se tratase simplemente de un resultado pasivo del proceso de transformación en especie vertical. Es indudable que si, para la hembra de nuestra especie, hubiese sido importante presentar su aparato genital de modo que el macho la montase por detrás, la selección natural habría apoyado rápidamente este tendencia, y el conducto vaginal de la hembra estaría ahora mucho más inclinado hacia atrás.