El Mono Desnudo (5 page)

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Authors: Desmond Morris

BOOK: El Mono Desnudo
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Para el primate comedor de frutos, la situación es completamente distinta. Cada episodio de alimentación, comprendido el de la simple busca de comida y su consumo inmediato, es relativamente tan breve que son innecesarios los sistemas separados de motivación. Esto es algo que, en el caso del mono cazador, requería un cambio, y un cambio radical. La caza tendría que tener su propia recompensa, no podría seguir siendo un simple episodio de apetito conducente a la consumación de la comida. Tal vez, como en el gato, la caza, la muerte de la víctima y la preparación de la comida darían origen a objetivos propios; separados e independientes se convertirían en fines para sí mismos. Cada uno de ellos tendría necesidad de expresarse, y no quedaría satisfecho con la satisfacción de otro cualquiera. Si examinamos —como haremos en otro capítulo— el comportamiento actual de los monos desnudos, en lo concerniente a la alimentación, veremos que existen numerosos indicios de que ocurre en ellos algo parecido a esto.

Además, para convertirse en un matador biológico (como opuesto al cultural), el mono cazador tenía también que modificar el horario de su comportamiento en lo referente a la alimentación. Se acabaron los continuos piscolabis y empezaron las copiosas comidas espaciadas. Empezó a practicarse el almacenamiento de alimentos. La básica tendencia a volver a un hogar estable tuvo que ser incorporada al sistema de comportamiento. Hubo que mejorar la orientación de las aptitudes caseras. La defecación tuvo que convertirse en una regla espaciada de comportamiento, en una actividad privada (carnívora), en vez de la actividad común (primate).

Me he referido anteriormente a que una de las consecuencias del empleo de una morada fija es la posibilidad de verse atacado por las pulgas. También dije que los carnívoros tienen pulgas, pero no los primates. Si el mono cazador era el único primate que tenía una residencia fija, cabía esperar también que rompiese la norma de los primates con referencia a las pulgas, y éste parece haber sido el caso. Sabemos que, en la actualidad, nuestra especie es atacada por estos insectos parásitos, y que tenemos incluso una clase especial de pulga perteneciente a una especie diferente de las otras y que ha evolucionado con nosotros. Si ha tenido tiempo suficiente para convertirse en una especie nueva, forzosamente tiene que haber permanecido con nosotros durante un largo período tan prolongado que debemos suponer que fue ya nuestro incómodo compañero en nuestros antiguos tiempos de monos cazadores.

Desde el punto de vista social, el mono cazador tuvo que ver aumentado su impulso de comunicación y de cooperación con sus compañeros. Las expresiones faciales y la vocalización tenían que hacerse más complicadas. Con nuevas armas que manejar, tenía que desarrollar poderosas señales que impidieran los ataques dentro del grupo social. Por otra parte, con un hogar estable que defender, tenía que conseguir unos medios más poderosos de réplica contra los grupos rivales.

Debido a las exigencias de su nuevo sistema de vida, tenía que reprimir sus fuertes impulsos de primate y no abandonar nunca el cuerpo inicial del grupo.

Como parte de su nuevo instinto de colaboración, y debido al carácter aleatorio de sus provisiones de boca, tuvo que empezar a compartir sus alimentos. A semejanza de los paternales lobos antes mencionados, los monos cazadores machos tuvieron que llevar provisiones a casa, para el consumo de las hembras lactantes y de los pequeños que crecían poco a poco. Un comportamiento paternal de esta clase tenía que constituir una novedad, pues, según norma general de los primates, es la madre quien cuida de los hijos. (Sólo el primate inteligente, como nuestro mono cazador, conoce a su propio padre.)

Debido a la extraordinaria duración del período de dependencia de los jóvenes, y a las tremendas exigencias de éstos, las hembras se encontraron casi perpetuamente confinadas en el hogar estable. El nuevo estilo de vida del mono cazador creó un problema especial a este respecto, un problema que no compartió con los típicos carnívoros «puros»; el papel de los sexos tenía que diferenciarse más. Al contrario de lo que ocurría con los carnívoros «puros», las partidas de caza se convirtieron en grupos compuestos únicamente por machos. Si algo tenía que repugnar el carácter del primate, era precisamente esto. Para un primate macho viril, el hecho de salir en busca de comida y dejar a sus hembras sin protección contra los intentos de cualquier otro macho que pudiera rondar por allí, era algo inaudito. Ninguna dosis de entrenamiento cultural podía enderezar esta cuestión. Era algo que requería un cambio importante en el comportamiento social.

La solución consistió en la creación de un lazo que apareaba a los individuos. Los monos cazadores macho y hembra tenían que enamorarse y guardarse fidelidad. Esto es una tendencia corriente en muchos otros animales, pero rara entre los primates. Resolvía tres problemas de un solo golpe. Significaba que las hembras estaban ligadas a sus machos individuales y les permanecían fieles mientras éstos estaban de caza. Significaba una reducción en las graves rivalidades sexuales entre los machos, lo que contribuía a desarrollar su espíritu de colaboración. Si tenían que cazar juntos y con provecho, no sólo los machos fuertes, sino también los débiles, tenían que representar su papel. Estos últimos tenían que desempeñar su función central y no podían ser arrojados a la periferia de la sociedad, como ocurre con tantas especies de primates. Más aún, con sus armas recién perfeccionadas y artificialmente mortíferas, el mono cazador macho se veía fuertemente presionado a eliminar cualquier fuente de discordancia dentro de la tribu. En tercer lugar, la creación de una unidad familiar a base de un macho y una hembra redundaba en beneficio del retoño. La pesada tarea de criar y adiestrar a un joven que se desarrollaba lentamente exigía una coherente unidad familiar. En otros grupos de animales, ya sean peces, pájaros o mamíferos, observamos que, cuando la carga se hace demasiado pesada, surge entre la pareja un vigoroso lazo que ata al macho y a la hembra durante todo el período de crianza. Eso fue, también, lo que ocurrió en el caso del mono cazador.

De esta manera, las hembras estaban seguras del apoyo de sus machos y podían dedicarse a sus deberes maternales. Los machos estaban seguros de la fidelidad de sus hembras y, por consiguiente, podían dejarlas para salir de caza y no tenían necesidad de luchar por ellas. Y los retoños gozaban de los mayores cuidados y atenciones. Esto parece, ciertamente, una solución ideal; pero requería un cambio importante en el comportamiento sociosexual de los primates, y, como veremos más adelante, el proceso no llegó nunca a perfeccionarse de verdad. El propio comportamiento de nuestra especie, en los tiempos actuales, demuestra que el intento se cumplió sólo en parte, y que nuestros antiguos impulsos de primates siguen reapareciendo en formas mitigadas.

De esta manera, pues, el mono cazador asumió el papel de carnívoro letal y cambió, en consecuencia, sus costumbres de primate. Ya he sugerido que fueron cambios biológicos fundamentales, más que cambios puramente culturales, y que la nueva especie cambió genéticamente de este modo. Pueden ustedes pensar que esto es una suposición injustificada. Pueden ustedes creer —tal es el poder de la instrucción cultural— que las modificaciones pueden lograrse fácilmente con el adiestramiento y el desarrollo de nuevas tradiciones. Yo dudo de que fuera así. Basta con observar el comportamiento de nuestra especie en la actualidad para comprender que no fue así. El desarrollo cultural nos ha proporcionado crecientes e impresionantes mejoras tecnológicas, pero cuando éstas chocan con nuestras cualidades biológicas fundamentales, tropiezan con una fuerte resistencia. Las normas básicas de comportamiento establecidas en nuestros primeros tiempos de monos cazadores siguen manifestándose en todos nuestros asuntos, por muy elevados que sean. Si la organización de nuestras actividades terrestres —alimentación, miedo, agresión, sexo, cuidados paternales— se hubiesen producido únicamente por medio culturales, no cabe duda de que actualmente la controlaríamos mejor y podríamos desviarla en uno y otro sentido, adaptándola a las crecientes y extraordinarias exigencias de nuestros avances tecnológicos. Pero no hemos hecho nada de esto. Hemos inclinado reiteradamente la cabeza ante nuestra naturaleza animal y admitido tácitamente la existencia de la bestia compleja que se agita en nuestro interior. Si somos sinceros, tendremos que confesar que se necesitarán millones de años, y el mismo proceso genético de selección natural que la originó, para cambiarla. Mientras tanto, nuestras civilizaciones, increíblemente complicadas, podrán prosperar únicamente si las orientamos de manera que no choquen con nuestras básicas exigencias animales, ni tiendan a suprimirlas. Desgraciadamente, nuestro cerebro pensante no está siempre de acuerdo con nuestro cerebro sensitivo. Hay muchos ejemplos que muestran el punto en que se han extraviado las cosas y en que las sociedades humanas se han estrellado o se han embrutecido.

En los capítulos siguientes trataremos de ver cómo se ha producido esto; pero, ante todo, hay que contestar a una pregunta: la pregunta que hemos formulado al comenzar este capítulo. Cuando nos enfrentamos por primera vez con esta extraña especie, advertimos que tenía un rasgo que la diferenciaba inmediatamente de las demás en la larga hilera de primates. Este rasgo era su piel desnuda, que me indujo, como zoólogo, a ponerle a esta criatura el nombre de «mono desnudo». Después, hemos visto que hubiéramos podido darle muchos otros nombres adecuados: mono vertical, mono artesano, mono cerebral, mono territorial, etcétera. Pero no fueron éstas las primeras cosas que advertimos en él. Considerado simplemente como un ejemplar zoológico en un museo, es su desnudez lo que nos choca desde el primer momento, y por esto nos aferramos a aquel nombre, aunque sólo sea para mantenernos en la línea de otros estudios zoológicos y para recordar que es por este camino especial por el que vamos a abordar el tema. Pero, ¿qué significa este extraño rasgo? ¿Por qué ha tenido que convertirse el mono cazador en mono desnudo?

Desgraciadamente, los fósiles no nos sirven de mucho cuando se trata de diferencias de piel o de cabello; por esto no tenemos idea del momento exacto en que se produjo la gran denudación. Podemos estar bastante seguros de que no sucedió antes de que nuestros antepasados abandonaran sus hogares de los bosques. Es una transformación tan extraña, que parece mucho más probable que haya sido una circunstancia más del gran cambio acaecido en el escenario de los espacios abiertos. Pero, ¿cómo ocurrió exactamente, y en qué ayudó a la supervivencia del nuevo mono?

Este problema ha intrigado a los expertos desde hace mucho tiempo, suscitando ingeniosas teorías. Una de las ideas más prometedoras es que fue parte del proceso de neotenia. Si observamos a un chimpancé en el momento de nacer, veremos que tiene mucho pelo en la cabeza y que su cuerpo es casi lampiño. Si esta circunstancia se prolongase en la vida adulta del animal por neotenia, la condición pilosa del chimpancé adulto sería muy parecida a la nuestra.

Es interesante el hecho de que, en nuestra especie, esta supresión neoténica del crecimiento piloso no ha sido enteramente lograda. El feto en desarrollo inicia el camino hacia el pelaje típico de los mamíferos, hasta el punto de que, entre el sexto y el octavo mes de su vida intrauterina, está casi completamente cubierto de finísimo vello. Esta envoltura fetal se denomina lanugo y no se expulsa hasta muy poco antes del nacimiento. Los niños prematuros llegan a veces al mundo provistos de su lanugo, para susto de sus padres; pero, salvo en contadas ocasiones, aquél se cae rápidamente. Sólo se conocen unos treinta casos de familias que han producido retoños hirsutos cuyo vello se ha conservado hasta la edad adulta.

Sin embargo, todos los miembros adultos de nuestra especie poseen una gran cantidad de pelos en el cuerpo; más, en realidad, que nuestros parientes los chimpancés. Nuestra apariencia se debe, más que a la pérdida de ello, a la finura del que tenemos. (Diré, de paso, que esto no es aplicable a todas las razas: los negros han sufrido una verdadera pérdida de vello, además de la aparente.) Esta circunstancia ha inducido a ciertos anatomistas a declarar que no podemos considerarnos como una especie lampiña o desnuda, y un famoso autor llegó a decir que la declaración de que somos «los menos velludos de todos los primates está muy lejos de ser cierta; afortunadamente, no necesitamos para nada las numerosas y extrañas teorías formuladas para explicar nuestra imaginaria pérdida de vello». Esto carece de sentido. Es como decir que el ciego no es ciego porque tiene un par de ojos. Desde el punto de vista funcional, estamos completamente desnudos, y nuestra piel está plenamente expuesta al mundo exterior. Este estado de cosas tiene que ser aún explicado, independientemente de los pelitos que podamos contar con ayuda de una lupa.

La explicación neoténica nos da solamente una clave de cómo pudo producirse la denudación. Nada nos dice acerca del valor de la desnudez como nueva característica que ayudó al mono desnudo a sobrevivir en un medio hostil. Puede argüirse que no tenía ningún valor, que no fue más que un derivado de otros cambios neoténicos, más vitales, como el crecimiento del cerebro. Pero, como ya hemos visto, la neotenia es un proceso de retraso diferencial de los procesos de desarrollo. Algunas cosas se retrasan más que otras, el grado de crecimiento se descompensa. Por consiguiente, es poco probable que un rasgo infantil tan peligroso, en potencia, como la desnudez, persistiese simplemente porque se retrasaban otros cambios. Si no hubiese tenido algún valor especial para la nueva especie, habría sido rápidamente eliminado por la selección natural.

¿Cuál era, pues, el valor vital de la piel desnuda? Una explicación podría ser que, cuando el mono cazador abandonó su vida nómada y se estableció en residencias fijas, sus cubiles se vieron infestados por los parásitos de la piel. El empleo de los mismos dormitorios noche tras noche pudo proporcionar un campo abonado para la cría de gran variedad de ácaros, gorgojos, pulgas y chinches, hasta el punto de constituir un grave riesgo de enfermedades. Despojándose de su capa de vello, el cazador morador del cubil se hallaba en mejores condiciones de enfrentarse con el problema.

Puede haber algo de verdad en esta idea, pero resulta difícil otorgarle tanta importancia. Son muy pocos los mamíferos que viven en cubiles —y sus especies se cuentan por centenares— que han dado un paso de esta naturaleza. Sin embargo, aunque la denudación se produjese por otra causa, es indudable que facilita a eliminación de los parásitos, tarea en la que actualmente siguen perdiendo mucho tiempo los primates velludos.

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