Authors: Desmond Morris
Cuando observamos a nuestra desconocida ardilla en su jaula del zoo, sólo podemos hacer conjeturas sobre estas cosas. Sólo podemos estar seguros de que la marca de su piel —los pies negros— demuestran que se trata de una nueva forma. Pero esto no es más que un síntoma, la erupción que da al médico la clave para saber la enfermedad de su paciente. Para comprender de veras la nueva especie, debemos emplear esta clave únicamente como punto de partida, como indicio de que hay algo que merece ser investigado. Podríamos tratar de adivinar la historia del animal, pero esto sería presuntuoso y arriesgado. Es mejor que empecemos humildemente y le pongamos un sencillo y evidente rótulo: le llamaremos «la ardilla africana de pies negros». Después, debemos observar y registrar todos los aspectos de su comportamiento y de su estructura, y ver en que se diferencia o se parece a las otras ardillas. Por últimos, y poco a poco, podemos reconstruir su historia.
La gran ventaja que tenemos cuantos estudiamos a estos animales es que nosotros no somos ardillas de pies negros, circunstancia que nos impone una actitud humilde muy propia de la investigación científica. Pero la cosa es muy diferente, lamentablemente distinta, cuando pretendemos estudiar el animal humano. Incluso para el zoólogo, acostumbrado a llamar animal al animal, resulta difícil evitar la arrogancia de la apreciación subjetiva. Podemos tratar de vencer, hasta cierto punto, esta dificultad estudiando al ser humano como si perteneciese a otra especie, como si fuese una forma extraña de vida sobre la mesa de disección, presta para el análisis. ¿Cómo habremos de empezar?
Como en el caso de la nueva ardilla, podemos empezar comparándolo con otras especies que parecen íntimamente relacionadas con él. A juzgar por los dientes, las manos, los ojos y varios rasgos anatómicos, es evidentemente una clase de primate, aunque una clase sumamente rara. Esta rareza se pone de manifiesto si ponemos en hilera las pieles de las ciento noventa y dos especies vivientes de cuadrumanos y monos, y después tratamos de insertar un pellejo humano en el lugar correspondiente de la larga serie. Dondequiera que lo pongamos parece estar fuera de lugar. Nos sentimos necesariamente impulsados a colocarlo en uno de los extremos de la hilera, junto a las pieles de los grandes monos rabones, como el chimpancé y el gorila. Pero incluso en este caso aparece ostensiblemente distinto. Las piernas son demasiado largas; los brazos, demasiado cortos, y los pies, bastante extraños. Salta a la vista que esta especie de primate ha desarrollado una clase especial de locomoción que ha modificado su forma básica. Pero hay otra característica que llama la atención: la piel es virtualmente lampiña. Salvo ostensibles matas de pelo en la cabeza, en los sobacos y alrededor del aparato genital, la superficie de la piel está completamente al descubierto. En comparación con otras especies de primates, el contraste es dramático. Cierto que algunas especies de cuadrumanos muestran pequeñas manchas de piel en el trasero, en la cara o en el pecho, pero en las otras ciento noventa y dos especies nada advertimos, en este aspecto, que se asemeje a la condición humana. Llegados a este punto, y sin más investigaciones, la denominación de «mono desnudo» dada a la nueva especie parece justificada. Es un nombre sencillo y descriptivo, fundado en la simple observación, y que no involucra presunciones especiales. Quizá nos ayudará a guardar un sentido de la proporción y a mantener nuestra objetividad.
En vista de este extraño ejemplo, y ponderando la significación de sus rasgos peculiares, el zoólogo se ve obligado a establecer comparaciones. ¿En qué otros seres predomina la desnudez? Los demás primates nos sirven de poco; tenemos que buscar más lejos. Una rápida ojeada sobre toda la serie de mamíferos vivientes nos muestra que todos ellos permanecen aferrados a su capa velluda y protectora, y que poquísimas de las 4.237 especies existentes en la actualidad creyeron conveniente abandonarla. A diferencia de sus antepasados reptiles, los mamíferos adquirieron la gran ventaja fisiológica de poder mantener una constante y elevada temperatura del cuerpo. Esto hace que la delicada maquinaria de las funciones corporales pueda actuar con la máxima eficacia. No es una propiedad que pueda ser puesta el peligro o tomada a la ligera. Los sistemas de control de la temperatura son de vital importancia, y la posesión de una gruesa y aislante capa de vello desempeña principalísimo papel para evitar la pérdida de calor. Bajo una intensa luz solar, evitará también el excesivo calentamiento y que la piel sufra daños por la exposición directa a los rayos del sol. Si el pelo desaparece, es evidente que han de existir poderosas razones para su abolición. Con pocas excepciones, este drástico paso ha sido dado únicamente cuando los mamíferos se han encontrado en un medio completamente nuevo. Los mamíferos voladores, los murciélagos, se vieron obligados a desnudar sus alas, pero conservaron el vello en las demás partes del cuerpo y no pueden ser considerados como una especie lampiña. Los mamíferos excavadores —por ejemplo, el topo lampiño, el oricteropo y el armadillo— redujeron, en unos pocos casos, su cubierta de pelo. Los mamíferos acuáticos, como ballenas, delfines, marsopas, dugongos, manatíes e hipopótamos se despojaron también del pelo siguiendo una línea general. Pero todos los mamíferos más típicos que moran en la superficie, ya correteen por el suelo, ya trepen a los árboles, tienen, como norma básica el pellejo densamente cubierto de pelo. Aparte de los gigantes enormemente pesados, rinocerontes y elefantes (que tienen sus peculiares problemas para calentarse y refrescarse), el mono desnudo permanece solo, distinto, por su desnudez, de todos los millares de especies de mamíferos velludos o lanudos.
Llegado a este punto, el zoólogo se ve llevado a la conclusión de que, o se enfrenta con un mamífero excavador o acuático, o bien existe algo muy raro, ciertamente único, en la historia de la evolución del mono desnudo. Por consiguiente, lo primero que hemos de hacer, antes de acometer la observación del animal en su forma actual, es excavar en su pasado y examinar lo mejor posible sus antepasados inmediatos. Quizá con el estudio de los fósiles y de otros restos, y echando un vistazo a sus más próximos parientes vivos, podremos formarnos alguna idea de lo que le ocurrió a este nuevo tipo de primate salido y desviado del rebaño familiar.
Nos llevaría demasiado tiempo presentar aquí todos los pequeños fragmentos de pruebas recogidos trabajosamente durante el pasado siglo. En vez de esto, daremos por realizada la tarea y nos limitaremos a resumir las conclusiones que pueden sacarse de ella, combinando la información que nos proporciona el trabajo de los paleontólogos hambrientos de fósiles con los hechos reunidos por los pacientes etnólogos que han observado a los monos.
El grupo de los primates, al cual pertenece nuestro mono desnudo, proviene originalmente del primitivo tronco insectívoro. Estos primeros mamíferos fueron criaturas pequeñas e insignificantes, que correteaban temerosas y al amparo de los bosques, mientras los señores reptiles dominaban la escena animal. Entre ochenta y cincuenta millones de años atrás, al colapsarse la era grande de los reptiles, los pequeños comedores de insectos empezaron a aventurarse por nuevos territorios. Allí se desparramaron y adquirieron muchas formas extrañas. Algunos de ellos se convirtieron en herbívoros y se metieron bajo tierra en busca de seguridad, o bien adquirieron patas largas y parecidas a zancos, que les permitían huir de sus enemigos. Otras se convirtieron en fieras de largas garras y afilados dientes. Aunque los reptiles mayores habían abdicado y desaparecido del escenario, el campo abierto volvió a ser campo de batalla.
Mientras tanto, entre la maleza, animalitos de menudas patas seguían buscando su seguridad en la vegetación del bosque. Los primitivos comedores de insectos empezaron a ampliar su dieta y a resolver los problemas digestivos de la ingestión de frutas, nueces, bayas, yemas y hojas. Al evolucionar hacia las formas más toscas de primates, su visión mejoró, los ojos se fueron desplazando hacia la parte delantera de la cara, y las manos se desarrollaron para agarrar la comida. Con la visión tridimensional, sus miembros aptos para la manipulación y su cerebro, cada vez mayor, fueron dominando progresivamente su mundo arbóreo.
Entre veinticinco y treinta y cinco millones de años atrás, estos premonos empezaron a evolucionar para convertirse en verdaderos monos. Sus colas se alargaron y se hicieron flexibles, y aumentó considerablemente el tamaño de su cuerpo. Algunos de ellos iniciaron el camino que había de convertirles en comedores de hojas, pero la mayoría conservaron una dieta más variada y mixta. Con el paso del tiempo, algunas de estas criaturas parecidas a monos crecieron y adquirieron mayor peso. En vez de correr y saltar, empezaron a bracear, columpiándose y avanzando por las ramas, asiéndose a ellas con las manos. Sus colas se fueron atrofiando. Su tamaño, aunque significaba un estorbo cuando trepaban a los árboles, les permitía ser menos cautos cuando hacían excursiones por el suelo.
Pero incluso en aquella fase —la fase del mono— todo les incitaba a conservar la fresca comodidad y la fácil subsistencia en sus paradisíacos bosques. Sólo si el medio les daba un brusco empujón hacia los espacios abiertos serían capaces de moverse de allí. A diferencia de los primitivos mamíferos exploradores, se habían especializado en la existencia en el bosque. Se habían necesitado millones de años para perfeccionar esta aristocracia de los bosques, y si ahora los abandonaban tendrían que competir con los (a la sazón) desarrollados herbívoros y carnívoros que vivían a ras de tierra. Permanecieron, pues, en su sitio, comiendo frutos y cuidando de sus propios asuntos.
Conviene hacer hincapié en que, por la razón que fuese, esta evolución del mono se desarrolló únicamente en el Viejo Mundo. Los cuadrumanos habían evolucionado separadamente, como avanzados moradores de los árboles, tanto en el Viejo como en el Nuevo Mundo, pero la rama americana de los primates no alcanzó nunca el grado del mono. Por otra parte, en el Viejo Mundo los monos ancestrales se extendieron por una vasta zona boscosa que comprendía desde el Africa occidental hasta el Asia Sudoriental. Actualmente, podemos ver los restos de este desarrollo en los chimpancés y gorilas africanos y en los gibones y orangutanes asiáticos. Pero la zona comprendida entre estos dos puntos del mundo se halla en la actualidad vacía de monos peludos. Sus lujuriantes bosques han desaparecido.
¿Qué les ocurrió a los primitivos monos? Sabemos que el clima empezó a trabajar contra ellos y que, hace aproximadamente unos quince millones de años, sus dominios boscosos se vieron considerablemente reducidos en extensión. Los monos ancestrales se enfrentaron con un dilema: o bien tenían que aferrarse a lo que quedaba de sus viejos y boscosos hogares, o, en un sentido casi bíblico se verían expulsados del Jardín. Los antepasados de los chimpancés, gorilas, gibones y orangutanes permanecieron donde estaban y, desde entonces, su número ha ido disminuyendo poco a poco. Los antepasados del otro único superviviente —el mono desnudo— emprendieron la marcha, salieron de los bosques y se lanzaron a competir con los ya eficazmente adaptados moradores del suelo. Era una empresa arriesgada, pero, en términos de resultados evolutivos, rindió buenos dividendos.
La historia mundial del mono desnudo a partir de este momento es bien conocida, pero conviene hacer de ella un breve resumen, porque si queremos llegar a una comprensión objetiva del comportamiento actual de la especie, es de vital importancia recordar bien los acontecimientos que siguieron.
Al enfrentarse con un medio completamente nuevo, nuestros antepasados se encontraron ante una difícil perspectiva. O tenían que convertirse en mejores cazadores que los viejos carnívoros, o habían de aprender a apacentarse mejor que los viejos herbívoros. Hoy sabemos que, en cierto sentido, el éxito ha coronado ambos esfuerzos: pero la agricultura tiene sólo una antigüedad de varios miles de años, y ahora estamos hablando de millones de éstos. La explotación especializada de la vida vegetal del campo abierto estaba fuera del alcance de nuestros primeros antepasados, y tenía que esperar a que se desarrollase la técnica avanzada de los tiempos modernos. Faltaba el sistema digestivo necesario para una asimilación directa de la comida suministrada por los pastizales. La dieta de frutas y nueces del bosque podía adaptarse a una dieta de raíces y bulbos a nivel del suelo, pero existían graves limitaciones. En vez de estirar perezosamente el brazo para agarrar el fruto maduro de la rama, el mono que buscaba los vegetales del suelo se veía obligado a rascar y a escarbar fatigosamente la dura tierra para conseguir su precioso alimento.
Sin embargo, su antigua dieta del bosque no se componía únicamente de frutos y nueces. Indudablemente, las proteínas animales tenían gran importancia para él. A fin de cuentas, su remoto origen se hallaba entre unos seres básicamente insectívoros, y su reciente morada arbórea había sido siempre rica en insectos. Jugosos escarabajos, huevos, jóvenes e indefensos polluelos, ranas arbóreas y pequeños reptiles debieron de abastecer su despensa. Mejor aún, no presentaban graves problemas a su sistema digestivo, bastante generalizado. Al bajar al suelo no le faltó en absoluto este abastecimiento de comida, y nada podía impedirle el aumento de esta parte de su dieta. Al principio, no podía compararse con el asesino profesional del mundo carnívoro. Incluso una pequeña mangosta, y no hablemos de un gato grande, era superior a él en el arte de matar. Pero animalitos de todas clases, indefensos o enfermos, se ofrecían a su rapiña, y este primer paso en el camino de comer carne resultó sumamente fácil. En cambio, las piezas realmente grandes disponían de largas y zancudas piernas, y estaban apercibidas para, a la primera alarma, huir a velocidades completamente inigualables. Los ungulados cargados de proteínas estaban fuera de su alcance.
Esto nos lleva al último millón de años, poco más o menos, de la historia ancestral del mono desnudo, y a una serie de acontecimientos catastróficos y cada vez más dramáticos. Es importante tener en cuenta que varias cosas ocurrieron simultáneamente. Con excesiva frecuencia, al referir una historia se exponen las diferentes partes de la misma como si cada avance importante condujese a otro; pero esto resulta engañoso. Los monos terrícolas ancestrales tenían un cerebro grande y ya muy desarrollado, buenos ojos y manos prensiles y eficientes. Y, como primates que eran, habían alcanzado, inevitablemente, cierto grado de organización social. Entonces empezaron a producirse cambios vitales, mediante una fuerte presión para aumentar sus facultades de cazadores. Se volvieron más erectos, más veloces, más buenos corredores. Sus manos se libraron de las funciones propias de la locomoción, se fortalecieron y adquirieron eficacia en el manejo de las armas. Su cerebro se hizo más complejo, más lúcido, más rápido en sus decisiones. Pero estas cosas no se sucedieron en una serie importante y preestablecida, sino que florecieron juntas, con diminutos saltos, ora en una cualidad, ora en otra diferente, pero influyéndose mutuamente. Se estaba fraguando el mono cazador, el mono apto para matar.