Authors: Desmond Morris
Tal vez comprenderemos esto más fácilmente si lo comparáramos con la situación que sea producida en algunas de las otras especies. Por ejemplo, las aves coloniales que forman parejas emigran a los lugares de cría, donde construirán sus nidos. Los jóvenes pájaros sin pareja, que vuelan como adultos por primera vez, sienten la necesidad, a semejanza de los más viejos, de establecerse en un terreno y de formar parejas de cría. Esto se hace sin pérdida de tiempo, poco después de la llegada. Los jóvenes pájaros escogerán su pareja guiándose por sus señales sexuales. Después de cortejar a la compañera, sus intentos sexuales se limitarán a este individuo en particular. Esto se produce gracias a un proceso de fijación sexual. En el curso del galanteo para la formación de la pareja, las claves sexuales instintivas (comunes a todos los miembros de cada sexo y de cada especie) tienen que quedar vinculadas a ciertos factores únicos de identificación individual. Sólo de esta manera, el proceso de fijación puede limitar las reacciones sexuales de cada pájaro a su compañero. Todo esto tiene que hacerse rápidamente, porque la temporada de cría es muy breve. Si, al principio de esta fase, todos los miembros de un solo sexo fuesen experimentalmente trasladados de la colonia, sin duda se establecerían numerosos lazos homosexuales, al tratar desesperadamente los pájaros de encontrar lo más parecido a una pareja que tuviera a su alcance.
En nuestra propia especie, el proceso es mucho más lento. Nosotros no tenemos que actuar contra el límite de una breve temporada de cría. Esto nos da tiempo para explorar y «divertirnos». Aunque nos encontremos en un medio de segregación sexual durante considerables períodos de nuestra adolescencia, no por esto establecemos lazos homosexuales automáticos y permanentes. Si fuésemos como las aves coloniales, ningún adolescente podría salir de un pensionado de varones (o de otra parecida organización unisexual) con la esperanza de crear jamás un lazo heterosexual. En realidad, el proceso no es tan perjudicial. En la mayoría de los casos, el grabado queda únicamente esbozado y puede borrarse con facilidad mediante ulteriores y más fuertes impresiones.
Sin embargo, en algunos casos, el daño es más permanente. Acusados trazos asociativos se habrán ligado firmemente con la expresión sexual y ya no se podrá prescindir de ellos en ulteriores situaciones de formación de lazos. La inferioridad de las básicas señales sexuales ofrecidas por un compañero del mismo sexo no será suficiente para superar las asociaciones de fijación positiva. En seguida se nos ocurre preguntar por qué ha de exponerse una sociedad a tales peligros. La respuesta parece radicar en la necesidad de prolongar lo más posible la fase educacional para satisfacer las enormemente especializadas y complicadas exigencias tecnológicas de la cultura. Si los varones y las hembras jóvenes estableciesen unidades familiares en cuanto estuviesen biológicamente preparados para ello, se perdería una enorme cantidad de instrucción en potencia. Por consiguiente, se les somete a fuertes presiones para evitarlo. Desgraciadamente, por muchas que sean las restricciones culturales, éstas no evitarán el desarrollo del sistema sexual, y , si éste no puede seguir el rumbo acostumbrado, buscará y encontrará algún otro.
Hay otro factor independiente, pero importante, que puede influir en las tendencias homosexuales. Si en el ambiente familiar los retoños se ven sometidos a una madre varonil y dominadora, o a un padre débil y afeminado, esto puede acarrearles una considerable confusión. Las características de comportamiento actuarán en un sentido, y las anatómicas en otro. Si al llegar a la madurez sexual los hijos buscan compañeros que tengan las cualidades de comportamiento (más que las anatómicas) de la madre, están expuestos a elegirlos más entre los varones que entre las hembras. Las hijas corren un riesgo similar, pero a la inversa. Lo malo de los problemas sexuales de esta clase es que el prolongado período de dependencia infantil crea un contacto tan grande entre las generaciones, que los desórdenes se transmiten una y otra vez. El padre afeminado que hemos mencionado tuvo, probablemente, que presenciar anomalías sexuales en las relaciones de sus propios padres, y así sucesivamente. Los problemas de esta clase se transmiten de una generación a otra durante largo tiempo, hasta que desaparecen o hasta que se hacen tan agudos que se resuelven por sí solos al impedir totalmente la procreación.
Como zoólogo, no puedo discutir las «peculiaridades» sexuales según la moral corriente. Sólo puedo aplicar una especie de moralidad zoológica, en términos de éxito o fracaso en la reproducción. Si ciertos hábitos sexuales impiden el éxito reproductor, podemos calificarlos sinceramente de biológicamente inadecuados. Grupos tales como los de los monjes, monjas, solterones y solteronas, y homosexuales permanentes, son todos ellos anómalos desde el punto de vista de la reproducción. La sociedad los cría, y ellos se niegan a devolverle el favor. De la misma manera, podemos decir que un homosexual activo no es más anómalo que un monje desde aquel punto de vista. E igualmente se puede afirmar que ninguna práctica sexual, por muy asquerosa u obscena que parezca a los miembros de una civilización particular, puede ser biológicamente criticada, mientras no impida el éxito reproductivo general. Si los más chocantes refinamientos del acto sexual contribuyen a asegurar que se producirá la fertilización entre los miembros de una pareja, o que se fortalecerán los lazos de la misma, entonces ha cumplido su misión reproductora y es, biológicamente, tan aceptable como la costumbre sexual más «limpia» y aprobada por todos.
Dicho esto, debo ahora señalar que existe una importante excepción a la regla. La moralidad biológica que acabo de esbozar deja de aplicarse en el caso de una superpoblación. Cuando ésta se produce, se invierten las normas. Por estudios realizados sobre otras especies en estado de superpoblación experimental, sabemos que llega un momento en que el aumento de densidad de población alcanza un punto extremo en el que se destruye toda la estructura social. Los animales contraen enfermedades, matan a sus pequeños, luchan con saña y se mutilan ellos mismos. Ninguna secuencia de comportamiento puede desarrollarse como es debido. Todo se fragmenta. En definitiva, son tantas las muertes, que la densidad de población vuelve a alcanzar un bajo nivel y puede empezar de nuevo la cría; pero no antes de que acontezca una conmoción catastrófica. Si en tal situación hubiese podido instaurarse algún medio anticonceptivo controlado, en cuanto se manifiestan los primeros síntomas de superpoblación se habría podido evitar el caos. En estas condiciones (grave superpoblación, sin señales de alivio en un futuro inmediato), los procedimientos sexuales anticonceptivos deberían estudiarse bajo una nueva luz.
Nuestra especie se encamina rápidamente hacia tal situación. Hemos llegado a un punto en que debemos dejar de sentirnos satisfechos. La solución es evidente: reducir el ritmo de la natalidad, sin poner obstáculos a la estructura social existente; evitar un aumento en cantidad, sin impedir un aumento en calidad. La necesidad de unas técnicas anticonceptivas salta a la vista; pero no debemos permitir que rompan la básica unidad familiar. En realidad, este riesgo sería muy pequeño. Se han expresado temores de que el uso generalizado de anticonceptivos perfeccionados conducirá a una promiscuidad desenfrenada; pero esto es muy poco probable: la poderosa tendencia de la especie a formar parejas cuidará de evitarlo. Pueden producirse dificultades si muchas parejas emplean los anticonceptivos hasta el punto de no procrear un solo hijo. Estas parejas exigirán mucho de sus lazos, y éstos pueden romperse por un exceso de tensión. Tales individuos constituirán una gran amenaza para las parejas que intenten constituir familias. Pero estas reducciones extremas son innecesarias. Si cada familia procrease solamente dos hijos, los padres se limitarían a reproducir su propio número y no habría aumento de población. Y si tomamos en consideración los accidentes y las muertes prematuras, el término medio de hijos podría ser incluso ligeramente superior al indicado, sin conducir por ello a un ulterior aumento de la población y, en definitiva, a la catástrofe de la especie.
Lo malo es que como fenómeno sexual, los anticonceptivos mecánicos y químicos son algo fundamental nuevo, y necesitaremos algún tiempo para saber exactamente la clase de repercusiones que habrán de tener en la estructura sexual fundamental de la sociedad después de que lo hayan experimentado un gran número de generaciones y se hayan desarrollado gradualmente nuevas tradiciones a partir de las antiguas. Pueden causar distorsiones o quebrantamientos indirectos e imprevistos en el sistema socio-sexual. Es algo que sólo el tiempo podrá decirnos. Pero, ocurra lo que ocurra, sino se aplica el control de la natalidad, la alternativa será mucho peor.
Teniendo en cuenta este problema de superpoblación, podría argüirse que la necesidad de reducir drásticamente el índice de reproducción destruye todas las críticas biológicas que pueden hacerse a las categorías no reproductoras, tales como frailes y monjas, solteronas y solterones empedernidos, y homosexual permanentes. Esto es cierto desde el exclusivo punto de vista de la reproducción, pero no resuelve otros problemas sociales con los que, en ciertos casos, tendrán que enfrentarse, aislados en su especial papel minoritario. Sin embargo, mientras sean miembros bien adaptados y valiosos de la sociedad, al margen de la esfera procreadora, su no contribución al aumento explosivo de la población puede considerarse altamente beneficioso.
Echando ahora una mirada retrospectiva a todo el escenario sexual, podemos observar que nuestra especie ha permanecido mucho más fiel a sus fundamentales impulsos biológicos de lo que habríamos podido imaginar en un principio. Su sistema sexual de primate, con modificaciones de carnívoro, ha sobrevivido con notable éxito a todos los fanáticos avances tecnológicos. Si tomamos un grupo de veinte familiar suburbanas y lo colocamos en un medio primitivo subtropical, donde los machos tengan que salir de caza para obtener comida, la estructura sexual de esta nueva tribu requerirá muy pocas modificaciones, o acaso ninguna. En realidad, lo que ha ocurrido en todos los pueblos grandes o ciudades ha sido que los individuos que moran en ellos se han especializado en sus técnicas de caza (de trabajo), pero han conservado su sistema sociosexual más o menos en su forma primitiva. Los inventos de la ciencia ficción sobre criaderos de niños, actividades sexuales colectivizadas, esterilización selectiva y división del trabajo controlado por el Estado en las funciones procreadoras, no han llegado a materializarse. El mono del espacio sigue llevando en la cartera el retrato de su mujer y sus hijos, mientras navega a toda velocidad con rumbo a la Luna. Sólo en el campo de una limitación general de la natalidad, podemos presenciar ahora el primer ataque serio a nuestro antiquísimo sistema sexual por las fuerzas de la civilización moderna. Gracias a la ciencia médica, a la cirugía y a la higiene hemos alcanzado la cúspide de un éxito increíble en materia de crianza. Hemos practicado el control de la muerte, y ahora debemos equilibrarlo con el control de la natalidad. Cualquiera diría que nos vemos abocados a cambiar por fin, durante el próximo siglo o algo más, todos nuestros hábitos sexuales. Pero, si lo hacemos no será porque éstos hayan fracasado, sino porque su éxito habrá sido excesivo.
La carga de los cuidados paternales es más pesada para el mono desnudo que para cualquiera de las otras especies actuales. Estas deben cumplir los deberes paternales tan intensamente como aquél, pero nunca tan extensivamente. Antes de estudiar la significación de esta peculiaridad, conviene reunir los hechos básicos.
Una vez la hembra ha sido fertilizada, y el embrión ha empezado a desarrollarse en el útero, aquélla experimenta una serie de cambios. Su período menstrual se interrumpe. Siente mareos matinales. Desciende su presión sanguínea. Puede sufrir una ligera anemia. A medida que transcurre el tiempo, sus senos se hinchan y se ablandan. Aumenta su apetito. Y, en general, su carácter se torna más apacible.
Después de un período de gestación de 266 días aproximadamente, el útero empieza a contraerse con fuerza y rítmicamente. La membrana amniótica que envuelve el feto se rompe, y se derrama el líquido en que flota el niño. Ulteriores y violentas contracciones expulsan al niño del claustro materno, empujándole a través del conducto vaginal hacia el mundo exterior. Nuevas contracciones desprenden y expulsan la placenta. Entonces se rompe el cordón que unía el feto a la placenta. En otras especies de primates, el corte del cordón se efectúa por la madre con los dientes, y es indudable que este mismo método fue empleado por nuestros antepasados. En cambio, en la actualidad, se liga cuidadosamente y se corta después con unas tijeras. El muñón pegado al vientre del niño se seca y se cae al cabo de unos días.
Hoy en día, es costumbre universal que, durante el parto, la hembra esté acompañada y ayudada por otros adultos. Probablemente es ésta una costumbre muy antigua. Las exigencias de la locomoción vertical no han sido muy piadosas para la hembra de nuestra especie; este avance fue sentenciado con una pena de varias horas de doloroso parto. Parece probable que la colaboración de otros individuos fue ya necesaria en las remotas fases en que el mono cazador evolucionó en relación con sus antepasados moradores de los bosques. Afortunadamente, el carácter cooperativo de la especie aumentó paralelamente a la evolución del mono cazador, de manera que la dificultad trajo consigo su remedio. Normalmente, la madre chimpancé no sólo corta el cordón con los dientes, sino que también devora parte de la placenta, lame los fluidos, lava y asea al hijo recién nacido, y lo estrecha protectoramente contra su cuerpo. En nuestra propia especie, la madre, exhausta, confía a sus acompañantes la realización de todas estas actividades (o de sus equivalentes modernos.)
Después del alumbramiento, tienen que pasar un día o dos para que empiece a manar la leche de la madre; pero al producirse esto, la madre alimenta al niño de esta suerte durante un período que llega a los dos años. Sin embargo, el período de lactancia es, por término medio, más breve, y la práctica moderna ha tendido a reducirlo a seis o nueve meses. Durante este tiempo, el período menstrual suele permanecer interrumpido, y, en general, la menstruación sólo reaparece con el destete del niño. Si los hijos son destetados antes de lo acostumbrado, o si son alimentados con biberón, es natural que no se produzca aquella dilación y que la hembra pueda volver a concebir con mayor rapidez. Por el contrario, si sigue el sistema primitivo y amamanta al niño durante un período de dos años completos, sólo producirá retoños una vez cada tres años. (En ocasione, el amamantamiento se prolonga deliberadamente de este modo como técnica anticonceptiva.) Dado que el período de fecundidad es aproximadamente de treinta años, esto reduce la capacidad reproductora de la hembra a unos diez retoños. Si se quita rápidamente el pecho al niño, o se le alimenta con biberón, esta cifra puede elevarse teóricamente a treinta.