Authors: Desmond Morris
Un examen de nuestra estructura de clases revela que, tanto la caza deportiva como el juego, son más practicados por las clases alta y baja que por la media; y nos parece lógico que así sea, si lo aceptamos como expresiones de un básico impulso cazador. Como he indicado anteriormente, el trabajo se ha convertido en el principal sustitutivo de la caza primitiva; pero, como tal, ha beneficiado principalmente a las clases medias. En cuanto al varón corriente de la clase baja, la naturaleza del trabajo que se ve obligado a hacer es poco adecuada a las exigencias del impulso cazador. Es un trabajo demasiado reiterado, demasiado previsible. Carece de los elementos de reto, de suerte y de riesgo, tan esenciales para el macho cazador. Por esta razón, los varones de la clase baja comparten con los (ociosos) de la clase alta una necesidad de expresar sus afanes cazadores mayor que la de la clase media, la naturaleza de cuyo trabajo se adapta mucho mejor a su papel de sustituto de la caza.
Prescindiendo ahora de la caza y prestando atención al siguiente acto del esquema general de alimentación, llegamos al momento de la matanza. Este elemento puede encontrar un cierto grado de expresión en las sucedáneas actividades del trabajo, de la caza deportiva y del juego. En la caza deportiva, la acción de matar sigue presentando su forma primitiva; en cambio, en el trabajo y en el juego, se transforma en momentos de triunfo simbólico desprovistos de la violencia del acto físico. El impulso de matar la presa aparece, pues, considerablemente modificado en nuestro actual estilo de vida. Sigue reapareciendo, con sorprendente regularidad, en las actividades juguetonas (o no tan juguetonas) de los chicos; en cambio, en el mundo adulto está sometido a una fuerte represión cultural.
Se admiten (hasta cierto punto) dos excepciones a esta represión. Una de ellas es la caza deportiva ya mencionada; la otra es el espectáculo de las corridas de toros. Aunque grandes cantidades de animales domesticados son sacrificados diariamente, su matanza suele ocultarse a los ojos del público. En el caso de las corridas de toros ocurre todo lo contrario: grandes multitudes se reúnen para presenciar y experimentar por poderes los actos de matanza violenta de la presa.
Estas actividades se permiten dentro de los límites formales del deporte sangriento, pero no sin protesta. Fuera de estas esferas, se prohibe y castiga toda forma de crueldad con los animales. Pero esto no fue siempre así. Hace unos centenares de años, en Inglaterra y en muchos otros países, la tortura y muerte de la «presa» era regularmente presentada como espectáculo público. Posteriormente, se reconoció que la participación en violencias de esta clase podía embotar la sensibilidad de los individuos afectados ante cualquier forma de derramamiento de sangre. Desde luego, constituye una posible fuente de peligro en nuestras complejas y pobladas sociedades, donde las restricciones territorial y de dominio pueden llegar a hacerse casi insoportables y a encontrar su desahogo en un alud de agresión anormalmente salvaje.
Hasta ahora, hemos tratado de las primeras fases del orden alimenticio y de sus ramificaciones. Después de la caza y de la matanza, llegamos a la comida propiamente dicha. Como primates típicos, deberíamos estar masticando continuamente pequeños bocados. Pero no somos típicos primates. Nuestra evolución carnívora modificó todo el sistema. El carnívoro típico se harta a base de copiosos ágapes, espaciados en el tiempo; nosotros caemos de lleno en este sistema. Esta tendencia subsiste incluso mucho después de la desaparición de las primitivas presiones cinegéticas que así lo exigían. Hoy no sería muy fácil volver a nuestros antiguos hábitos de primates, si nos sintiéramos inclinados a hacerlo. Sin embargo, nos aferramos a nuestro definido horario de comidas, como si nos dedicáramos aún a la caza activa de la presa. Muy pocos, o quizá ninguno, de los actuales millones de monos desnudos siguen la típica rutina de los otros primates de comer a todas horas. Incluso en condiciones de abundancia, solemos comer únicamente tres veces, o cuatro como máximo, durante el día. Muchas personas hacen sólo una o dos comidas fuertes diarias. Podría argüirse que esto es simplemente un caso de conveniencia cultural, pero hay pocas pruebas que lo apoyen. Dada la compleja organización de abastecimientos que poseemos, sería perfectamente posible inventar un procedimiento eficaz mediante el cual la comida fuese ingerida en pequeñas raciones distribuidas a lo largo de todo el día. Una alimentación así repartida podría conseguirse, sin que el individuo perdiera nada de su eficiencia, con sólo ajustar a ella el plan cultural, con lo cual se eliminaría la necesidad, a causa del sistema actual de las «comidas fuertes», de interrumpir largamente las otras actividades. Sin embargo, debido a nuestro remoto pasado rapaz, tal modificación no satisfaría nuestras necesidades biológicas básicas.
Otra cuestión que merece ser considerada es el por qué ingerimos la comida caliente. Pueden darse tres explicaciones alternativas. Una de ellas es que con ello se consigue la «temperatura de la presa». Aunque hemos dejado de consumir carne recién muerta, la devoramos aproximadamente a la misma temperatura que las otras especies carnívoras. Estas comen caliente porque la carne no se ha enfriado aún; nosotros lo hacemos porque la calentamos de nuevo. Otra interpretación es que tenemos los dientes tan débiles que nos vemos obligados a «ablandar» la carne mediante su cocción. Pero esto no explica por qué preferimos comerla cuando está aún caliente, ni por qué calentamos alimentos que no requieren el menos «ablandamiento». La tercera explicación es que, al aumentar la temperatura de la comida, mejoramos su sabor. Y si añadimos una complicada serie de sabrosos elementos secundarios a los principales objetos comestibles, el resultado será mejor aún. Pero esto guarda relación, no con nuestra condición adoptada de carnívoros, sino con nuestro más remoto pasado de primates. Los alimentos de los primates típicos tienen sabores mucho más variados que los carnívoros. Cuando un carnívoro ha terminado la complicada operación de perseguir la presa, matarla y preparar su comida, se comporta de una manera mucho más simple y tosca en la ingestión del alimento. Se limita a engullirlo, a tragárselo de golpe. En cambio, los monos son mucho más sensibles a las sutilezas del variado gusto de sus bocados. Disfrutan con ellos, y les gusta pasar de un sabor a otro. Tal vez, cuando calentamos y aderezamos nuestros platos, volvemos a los melindres primitivos de los primates. Quizá, gracias a esto, hemos evitado convertirnos totalmente en carnívoros sanguinarios.
Ya que hablamos del sabor, conviene que aclaremos un error concerniente a la manera en que recibimos estas señales. ¿Cómo saboreamos lo que gustamos? La superficie de la lengua no es lisa, sino que está cubierta de pequeños relieves, llamados papilas, que contienen las extremidades nerviosas gustativas. Cada individuo posee, aproximadamente, diez mil papilas gustativas; pero, con los años, éstas se deterioran y disminuyen en cantidad, y de ahí que los viejos gastrónomos tengan el paladar gastado. Aunque parezca sorprendente, sólo reaccionamos a cuatro gustos fundamentales. Estos son: agrio, salado, amargo y dulce. Cuando colocamos un pedazo de comida sobre la lengua, registramos la proporción de aquellas cuatro propiedades contenidas en él, y su mezcla da a la comida su sabor característico. Ciertas zonas de la lengua reaccionan más vigorosamente a uno u otro de los cuatro sabores. La punta es particularmente sensible a los gustos salado y dulce, los lados, al ácido y el fondo de la lengua, al amargo. La lengua, en su conjunto, puede apreciar también la consistencia y la temperatura de la comida, pero no puede pasar de aquí. Los más sutiles y variados «sabores» que tan agudamente apreciamos no son, en realidad, gustados, sino olidos. El olor de la comida penetra en la cavidad nasal, donde se halla localizada la membrana olfativa. Cuando decimos que determinado plato «sabe» a gloria, en realidad queremos decir que sabe y huele deliciosamente. Es gracioso que, cuando padecemos un fuerte resfriado de cabeza y nuestro sentido del olfato se encuentra considerablemente reducido, decimos que la comida no sabia a nada. De hecho, gustamos igual que siempre; lo único que nos molesta es la falta de olor.
Aclarado esto, hay un aspecto de nuestro verdadero gusto que requiere comentario especial, y es nuestra innegable afición a lo dulce. Es algo totalmente ajeno al verdadero carnívoro, pero típico del primate. Cuando la comida natural de los primates madura y adquiere las condiciones adecuadas para su consumo, suele también endulzarse; por esto los monos reaccionan favorablemente a todo lo que posee este sabor en alto grado. También a nosotros, como a los otros primates, nos cuesta despreciar «lo dulce». A pesar de nuestra fuerte tendencia carnívora, nuestro linaje simiesco se manifiesta en la predilección por sustancias particularmente azucaradas. Este gusto nos place más que los otros. Tenemos «dulcerías», pero no «tiendas de agrios». Después de la comida fuerte, solemos
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con una compleja serie de sabores dulces, para que sea este gusto el más duradero. Y es todavía más significativo que, cuando ocasionalmente tomamos algo entre horas (y aquí volvemos, aunque en pequeña escala, al antiguo hábito de los primates), casi siempre escogemos sustancias dulces, como caramelo, chocolate, helados o bebidas azucaradas.
Tan fuerte es esta tendencia, que puede acarrearnos dificultades. La cuestión es que la sustancia alimenticia posee dos elementos que la hacen atractiva para nosotros: su valor nutritivo y su paladar. En los productos naturales, estos dos factores se dan la mano; en cambio, pueden hallarse separados en los alimentos producidos artificialmente, lo que puede ser peligroso. Sustancias comestibles sin ningún valor desde el punto de vista alimenticio, pueden convertirse en sumamente atractivas con sólo añadirles una gran cantidad de dulzor artificial. Si despiertan nuestra vieja debilidad de primates de su sabor «superdulce», nos vemos expuestos a atiborrarnos de ellos, dejando poco sitio para lo demás y rompiendo el equilibrio de nuestro dieta. Esto se aplica especialmente al caso de los niños en período de crecimiento. En uno de los capítulos anteriores, me he referido a una reciente investigación que ha demostrado que la preferencia por los olores dulces y propios de los frutos decae enormemente en la pubertad, momento en el cual se produce un cambio favorable a los olores a flores, a aceite o a almizcle. La debilidad infantil por lo dulce puede ser fácilmente explotada, y a menudo lo es.
Los adultos se enfrentan con otro peligro. La sabrosa preparación de sus comidas —mucho más sabrosas que en su estado natural— hace que éstas sean mucho más apetitosas, con lo cual se estimula excesivamente la reacción del individuo. Como resultado de ello, se produce, en muchas ocasiones, una gordura nada saludable. Para contrarrestarla, se inventan toda clase de regímenes «dietéticos». Se prescribe a los «pacientes» comer esto o aquello, suprimir tal o cual comida, o realizar diversos ejercicios. Desgraciadamente, el problema no tiene más que una solución: comer menos. Es un método eficacísimo, pero como el sujeto sigue rodeado de señales excesivamente apetitosas le resulta difícil mantener el tratamiento durante un tiempo considerable. El individuo superpesado se halla, además, expuesto a otra complicación.
Anteriormente me referí al fenómeno de las «actividades diversas»: acciones triviales e insignificantes que se realizan como desahogo en momentos de tensión. Como vimos, una de las formas más comunes y frecuentes de actividad diversa es la de «comer porque sí». En los momentos tensos, mordisqueamos pizcas de comida o sorbemos bebidas innecesarias. Esto puede contribuir a aflojar nuestra tensión, pero también colabora a que aumentemos de peso, especialmente si tenemos en cuenta que la naturaleza «trivial» de la comida diversiva nos impulsa, generalmente, a escoger cosas dulces. Si lo hacemos reiteradamente durante un largo período, esto nos lleva a la conocida condición de «ansiedad de gordura», y, en tal caso, se puede observar el nacimiento gradual de los corrientes y redondeados contornos de una inseguridad matizada de culpabilidad. En estas personas, las rutinas de adelgazamiento sólo tendrán éxito si van acompañadas de otros cambios de comportamiento que reduzcan el inicial estado de tensión. El papel de la goma de mascar merece especial mención a este respecto. Esta sustancia parece haber prosperado únicamente como sustituto de la comida de diversión. Proporciona el necesario elemento «ocupacional» de alivio de tensión, sin contribuir de manera perjudicial a un exceso de alimento.
Volviendo ahora a la variedad de artículos alimenticios consumidos por un grupo actual de monos desnudos, descubrimos que su gama es muy extensa. Los primates tienden a tener una dieta mucho más variada que los carnívoros. En cuestión de comida, estos últimos se han convertido en especialistas, mientras que los primeros siguen siendo oportunistas. Por ejemplo, minuciosos estudios realizados con gran número de macacos japoneses demuestran que éstos consumen ciento diecinueve especies de plantas, en forma de yemas, retoños, hojas, frutos, raíces y cortezas, amen de la gran variedad de arañas, escarabajos, mariposas, hormigas y huevos. La dieta de un carnívoro típico es más nutritiva, pero también mucho más monótona.
Cuando nos convertimos en cazadores, tuvimos lo mejor de ambos mundos. Añadimos a nuestra dieta la carne, de alto valor nutritivo, pero no abandonamos nuestra antigua calidad omnívora de primates. En tiempos recientes —es decir, durante los últimos milenios—, las técnicas para la obtención de comida progresaron considerablemente, pero la actitud básica sigue siendo la misma. A juzgar por lo que sabemos, los primeros sistemas agrícolas constituyeron lo que podríamos llamar una «agricultura mixta». La domesticación de animales y el cultivo de las plantas se desarrollaron paralelamente. Incluso en la actualidad, con nuestro enorme dominio de los medios zoológico y botánico, seguimos fomentando ambas tendencias. ¿Qué nos ha impedido esforzarnos más en una u otra de estas direcciones? La respuesta parece ser que, debido al enorme aumento de las densidades de población, una dedicación absoluta a la carne habría producido dificultades en lo tocante a la cantidad, mientras que una dependencia exclusiva de las cosechas del campo habría sido peligrosa en lo que respecta a la calidad.
Podría sostenerse que, si nuestros antepasados primates tuvieron que apañarse sin un elemento importante de carne en sus dietas, nosotros podríamos hacer lo mismo. Si nos convertimos en comedores de carne, fue sólo debido a las circunstancias del medio, y, ahora que tenemos el medio bajo control y disponemos de productos agrícolas cuidadosamente cultivados, nada nos costaría volver a nuestros antiguos hábitos primates de alimentación. En el fondo, el credo de los vegetarianos (o de los
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, como se hace llamar una de sus sectas) consiste en esto; pero es evidente que ha tenido muy poco éxito. El impulso de comer carne parece haber arraigado en nosotros en forma excesiva. Ante la oportunidad de devorar carne, nos mostramos reacios a prescindir de ella. A este respecto, es muy significativo que cuando los vegetarianos explican las razones que les movieron a escoger esta dieta, raras veces dicen que lo han hecho simplemente porque les gusta más que cualquier otra. Por el contrario, urden una complicada justificación, en la que involucran toda clase de inexactitudes médicas y de inconsecuencias filosóficas.