El monstruo de Florencia (25 page)

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Authors: Mario Spezi Douglas Preston

Tags: #Crónica Negra, Crimenes reales, Ensayo

BOOK: El monstruo de Florencia
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—Genial, ¿verdad? —solía decir cuando terminaba de relatar un ejemplo particularmente atroz de incompetencia en la investigación.

—Si, professore
—respondía yo.

Su visión del caso no era enrevesada. Desdeñaba profundamente las teorías conspirativas y los supuestos rituales satánicos, cerebros ocultos y sectas medievales. En su opinión, la explicación correcta era la más sencilla y obvia: el Monstruo de Florencia era un psicópata solitario que asesinaba a parejas por razones enfermizas y libidinosas.

—La clave para identificarlo —insistía Spezi— es la pistola utilizada en los asesinatos de clan de 1968. Encuentra la pistola y encontrarás al Monstruo.

En abril, cuando los viñedos estaban empezando a cubrir de franjas verdes las colinas, Spezi me llevó a ver la escena del asesinato de 1984 de Pia Rontini y Claudio Stefanacci en las afueras de Vicchio. Vicchio está al norte de Florencia, en una región conocida como el Mugello, donde las colinas se tornan empinadas y salvajes a medida que se aproximan a los montes Apeninos. Los pastores sardos se instalaron en esta región a principios de la década de 1960 tras inmigrar a la Toscana, para criar ovejas en los prados de las montañas. Su queso pecorino era muy apreciado, tanto que acabó por convertirse en el queso representativo de la Toscana.

Circulamos por una carretera rural paralela a un arroyo caudaloso. Hacía años que Spezi no iba por allí, por lo que tuvimos que parar varias veces antes de dar con el lugar. Un desvío en la carretera conducía a la senda herbosa de un enclave conocido como La Boschetta, el bosquecillo. Dejamos el coche y nos adentramos a pie. La senda terminaba en la base de una colina cubierta de robles, abierta por un lado a un campo de hierbas medicinales. A unos cientos de metros se divisaba una vieja granja con tejados de terracota. Un arroyo oculto entre álamos corría por el valle que se extendía a nuestros pies. Detrás de la casa, la tierra se elevaba, de colina en colina, hasta perderse en unas montañas azuladas. En las laderas inferiores había pastos de color verde esmeralda, pastos que el pintor Giotto había frecuentado de niño, a finales del siglo XIII, cuidando ovejas, soñando despierto y haciendo dibujos en la tierra.

El sendero terminaba en un santuario dedicado a las víctimas, formado por dos cruces blancas clavadas en la hierba y sendos jarrones de cristal con flores de plástico descoloridas por el sol. Sobre los brazos de las cruces descansaban unas monedas; el santuario se había convertido en lugar de peregrinaje para parejas jóvenes de la zona, que dejaban monedas como muestra de su amor. El sol atravesaba el valle, transportando el olor de las flores y los campos recién segados. Las mariposas revoloteaban, los pájaros gorjeaban en los árboles y nubes blancas y esponjosas acariciaban un cielo intensamente azul.

Gauloises en mano, Mario me hizo un bosquejo de la escena del crimen mientras yo tomaba apuntes. Me mostró dónde había estado aparcado el Panda azul claro de los dos amantes y el lugar, entre la espesa vegetación, en el que debió de esconderse el asesino. Me señaló dónde habían encontrado los cartuchos expulsados por el arma después de cada disparo, los cuales explicaban la pauta y la secuencia del tiroteo. Habían encontrado el cuerpo del muchacho atrapado en el asiento de atrás, casi en posición fetal, como si quisiera defenderse. El asesino lo mató a balazos y luego le asestó varias cuchilladas en las costillas, ya fuera para asegurarse de que estaba muerto o como muestra de desprecio.

—Ocurrió en torno a las nueve cuarenta —dijo Spezi. Señaló un campo al otro lado del río—. Lo sabemos porque un granjero que estaba arando ese campo por la noche, para evitar el calor, oyó los disparos. Pensó que eran las detonaciones de un
motorino.

Seguí a Mario hasta el campo abierto.

—Arrastró el cuerpo y lo dejó aquí, completamente visible desde la casa. Un lugar absurdamente expuesto. —Señaló la casa con la mano que sostenía el cigarrillo, desprendiendo volutas de humo—. La escena era espeluznante. Nunca la olvidaré. Pia estaba tumbada boca arriba, con los brazos en cruz. Sus brillantes ojos azules estaban abiertos, mirando el cielo. Sé que puede parecer horrible, pero no pude evitar reparar en lo bella que era.

Nos quedamos un rato allí, rodeados de abejas que pululaban entre las flores. Había terminado de escribir. El susurro del río se colaba entre los árboles. Seguía sin percibir mal alguno. De hecho, en el lugar se respiraba tanta paz que casi parecía sagrado.

Después nos dirigimos a Vicchio, un pueblo pequeño rodeado de campos frondosos junto al río Sieve. En medio de la plaza empedrada se alzaba una estatua de bronce de tres metros de Giotto sosteniendo su paleta y sus pinceles. Entre los comercios más cercanos había una tienda de electrodomésticos, todavía propiedad de la familia Stefanacci, donde había trabajado Claudio Stefanacci.

Comimos en una modesta trattoria junto a la plaza y echamos a andar por una calle secundaria para hacer una visita a Winnie Rontini, la madre de la muchacha asesinada. Llegamos a un alto muro de piedra con verjas de hierro que rodeaba una gran villa, una de las más imponentes de Vicchio. A través de las verjas se divisaba un jardín italiano descuidado y, detrás, la fachada de la casa, de tres plantas, casi ruinosa y con grietas y desconchados en el estuco amarillo pálido. Las ventanas de la villa estaban cerradas a cal y canto. Parecía abandonada.

Pulsamos el timbre de la verja y en el diminuto altavoz sonó una voz débil. Mario dio su nombre y la verja se abrió. Winnie Rontini nos recibió en la puerta y nos invitó a pasar a su oscura casa. Se movía lenta y pesadamente, como si caminara bajo el agua.

La seguimos hasta un salón en penumbra sin apenas muebles. Una de las ventanas tenía los postigos entornados, lo que permitía que entrara una franja de luz, como una pared blanca que dividiera la oscuridad, donde se amontonaban motas de polvo que brillaban fugazmente antes de desaparecer. El aire olía a telas viejas y a cera abrillantadora. La casa estaba casi vacía, apenas quedaban algunos muebles destartalados, pues tiempo atrás los Rontini habían vendido todos los objetos antiguos y toda la plata para costear la búsqueda del asesino de su hija. La señora Rontini estaba tan arruinada que no podía permitirse ni tener teléfono.

Nos sentamos en el gastado sofá, levantando una nube de polvo, y la señora Rontini tomó asiento con lenta solemnidad frente a nosotros, en una butaca hundida. Su tez clara, su pelo elegante y sus ojos azules delataban su herencia danesa. En el cuello llevaba una cadena de oro con las iniciales P y C, de Pia y Claudio.

Hablaba despacio, como si las palabras le pesaran. Mario le habló de nuestro proyecto y de nuestra búsqueda constante de la verdad. La señora Rontini dijo, casi como si no le importara ya, que el asesino era Pacciani. Nos contó que Renzo, su marido, un ingeniero naval muy bien remunerado que viajaba por todo el mundo, había dejado el trabajo a fin de dedicarse a luchar por que se hiciera justicia. Cada semana acudía a la jefatura de policía de Florencia para preguntar si había novedades y para hablar con los investigadores; además, por su cuenta, había ofrecido generosas recompensas a cambio de información. Aparecía con frecuencia en la televisión y la radio pidiendo ayuda. Le habían estafado en más de una ocasión. El esfuerzo, con el tiempo, acabó con su salud y lo arruinó. Renzo falleció de un ataque al corazón en plena calle, delante de la jefatura de policía, después de una de sus visitas. La señora Rontini se quedó sola en la gran villa. Tuvo que ir vendiendo poco a poco los muebles y se endeudó cada vez más.

Mario le preguntó por la cadena.

—Para mí —dijo la mujer, acariciando la cadena—, la vida terminó aquel día.

32

Si creyeras que eres inmune al peligro, ¿entrarías? ¿Entrarías en este palacio, célebre escenario de sangre y gloria, seguirías tu rostro a través de la insondable oscuridad…? En el vestíbulo, la oscuridad es casi absoluta. Una larga escalera de piedra, la fría barandilla deslizándose bajo nuestra mano, nuestros pasos precedidos por siglos de pisadas…

Así, una fría mañana de enero, Christine y yo nos encontramos subiendo la escalera vivazmente descrita por Thomas Harris en
Hannibal.
Teníamos una cita en el Palazzo Capponi con el conde Niccoló Piero Uberto Ferrante Galgano Gaspare Calcedonio Capponi y su esposa, la condesa Ross. Finalmente había hecho la llamada. Acababan de rodar la película
Hannibal,
dirigida por Ridley Scott, en el Palazzo Capponi, donde Hannibal Lecter, alias «doctor Fell», era contratado como conservador de la biblioteca y los archivos de los Capponi. Pensé que sería interesante entrevistar al verdadero conservador de tales archivos, el conde Niccoló en persona, y escribir un artículo para
The New Yorker
coincidiendo con el estreno de la película.

El conde nos recibió en lo alto de la escalera y nos condujo hasta una biblioteca donde aguardaba la condesa. Alto y robusto, de unos cuarenta años, tenía el cabello moreno y rizado, una perilla recortada, como sacada de un cuadro de Antón van Dyck, ojos azules y de mirada afilada y orejas de colegial. Parecía la versión adulta del retrato de 1550 de su antepasado Lodovico Capponi, obra del pintor Bronzino, que se exhibe en la Frick Collection de Nueva York. Cuando el conde saludó a mi esposa, la besó en la mano de una forma de lo más peculiar. Más tarde averiguaría que es un antiguo gesto que consiste en tomar la mano de la dama y, con un giro rápido y elegante, elevarla a unos quince centímetros de los labios al tiempo que se hace una breve reverencia sin llegar, naturalmente, a tocar la piel con los labios. Solo los florentinos con título saludan a las damas de esta manera. El resto saluda con un apretón de manos.

La biblioteca de Capponi se hallaba al final de un pasillo poco iluminado, frío como el hielo, decorado con escudos de armas. El conde nos invitó a sentarnos en dos enormes sillas de roble y él lo hizo en un taburete de metal, detrás de una vieja mesa de refectorio, y jugueteó con su pipa. En la pared a su espalda había cientos de casilleros con documentos familiares, manuscritos, libros de contabilidad y registros de arrendamientos de ochocientos años de antigüedad.

El conde vestía americana marrón, jersey granate, pantalones y —algo excéntrico para un florentino— unos zapatos feos y muy desgastados. Tenía un doctorado en historia militar e impartía clases en el campus florentino de la New York University. Hablaba un impecable inglés eduardiano que parecía una reliquia de otro siglo. Le pregunté dónde lo había aprendido. El inglés, explicó, llegó a su familia cuando su abuelo se casó con una inglesa y criaron a sus hijos en esa lengua. Neri, su padre, había transmitido el inglés a sus hijos como si fuera una herencia de familia; así el idioma de la época eduardiana se había fosilizado en la familia Capponi y había permanecido inalterado desde hacía casi un siglo.

La condesa Ross era estadounidense, muy bonita, comedida y formal, con un mordaz sentido del humor.

—Tuvimos aquí a Ridley Scott con su puro —dijo el conde, refiriéndose al director de la película.

—El equipo llegaba siguiendo el olor del puro —dijo la condesa.

—Producía mucho humo.

—Lo cierto es que había mucho humo falso. Ridley estaba obsesionado con el humo. Y con los bustos. Siempre estaba pidiendo bustos de mármol.

El conde miró su reloj.

—No pretendo parecer descortés, pero solo fumo dos veces al día: después de las doce y pasadas las siete.

Faltaban tres minutos para las doce.

El conde prosiguió:

—Ridley quería más bustos en el Gran Salone durante el rodaje, así que encargó bustos de papel maché imitando los antiguos. Pero no daban el pego, así que le dije que tenía algunos antepasados en el sótano y que podíamos subirlos. Opinó que sería fantástico. Estaban muy sucios, así que le pregunté: «¿Los desempolvamos?». «Oh, no», respondió, «¡se lo ruego, no!» Uno de los bustos era de mi
quadrisnonna,
la tatarabuela de mi abuela, Luisa Velluti Zati, hija de los duques de San Clemente, una mujer muy recatada. Se negaba a ir al teatro porque lo consideraba inmoral. Y ahora formará parte del atrezo de una película. ¡Y qué película! Violencia, destripamientos, canibalismo.

—Quién sabe, a lo mejor le gustó —dijo la condesa.

—El equipo de rodaje se portó muy bien. En cambio los florentinos no hicieron más que poner pegas durante toda la filmación. Sin embargo, ahora que ha terminado, esos mismos comerciantes han colgado letreros en sus vitrinas que dicen: «
Hannibal
se rodó aquí».

Miró su reloj, vio que ya era
mezzogiorno
y encendió su pipa. Una nube de fragante humo se elevó hacia el alto techo.

. —Además del humo y los bustos, a Ridley le fascinaba Enrique VIII.

El conde se levantó y hurgó entre los archivos hasta dar con un pesado pergamino. Era una carta de Enrique VIII a un antepasado Capponi donde pedía dos mil soldados y tantos arcabuceros como fuera posible para su ejército. La carta la firmaba el mismo Enrique, y del documento pendía algo marrón y ceroso del tamaño de un higo aplastado.

—¿Qué es eso? —pregunté.

—Es el sello de Enrique VIII. Ridley bromeaba diciendo que más que un sello parecía su testículo izquierdo. Le hice una fotocopia. Del documento, quiero decir.

Pasamos de la biblioteca al Gran Salone, la sala de recepción principal del palacio, donde Hannibal Lecter toca el clavicordio mientras el inspector Pazzi, oculto en la via de' Bardi, escucha. En el Salone había un piano, no un clavicordio, que es lo que Anthony Hopkins toca en la película. La estancia estaba decorada con retratos sombríos, paisajes fantásticos, bustos de mármol, armaduras y armas. Debido al coste que representaba calentar un espacio tan amplio, la temperatura casi rozaba la de una cámara de tortura siberiana.

—La mayoría de las armaduras son falsas —dijo el conde con gesto desdeñoso—, pero esta de aquí es auténtica. Data del decenio de 1580. Probablemente perteneció a Niccola Capponi, un caballero de la Orden de San Esteban. En otros tiempos podía ponérmela. Es bastante ligera. Hacía flexiones con la armadura puesta.

De una estancia oculta emergió un potente berrido y la condesa salió a toda prisa.

—La mayoría de estos retratos son de los Médici. Tenemos cinco matrimonios con miembros de los Médici en nuestra familia. Y un Capponi fue exiliado de Florencia junto con Dante. Aunque en aquellos tiempos es muy probable que Dante nos mirara por encima del hombro. Formábamos parte, como bien escribió, de
la gente nova e i subiti guadagni,
de «la gente nueva y súbitamente rica». Neri Capponi ayudó a que Cosimo de Médici volviera de nuevo a Florencia en 1434, después de su exilio. Fue una alianza enormemente provechosa para la familia. Nosotros prosperamos en Florencia porque nunca fuimos la primera familia. Siempre éramos la segunda o la tercera. Existe un dicho florentino: «Al clavo que sobresale hay que remacharlo».

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