El Mundo de Sofía (10 page)

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Authors: Jostein Gaarder

Tags: #narrativa

BOOK: El Mundo de Sofía
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Se dice que la madre de Sócrates era comadrona, y Sócrates comparaba su propia actividad con la del arte de parir de la comadrona. No es la comadrona la que pare al niño. Simplemente está presente para ayudar durante el parto. Así, Sócrates consideraba su misión ayudar a las personas a parir la debida comprensión. Porque el verdadero conocimiento tiene que salir del interior de cada uno. No puede ser impuesto por otros. Sólo el conocimiento que llega desde dentro es el verdadero conocimiento.

Puntualizo: la capacidad de parir hijos es una facultad natural. De la misma manera, todas las personas pueden llegar a entender las verdades filosóficas cuando utilizan su razón. Cuando una persona «entra en juicio», recoge algo de ella misma.

Precisamente haciéndose el ignorante, Sócrates obligaba a la gente con la que se topaba a utilizar su sentido común. Sócrates se hacía el ignorante, es decir, aparentaba ser más tonto de lo que era. Esto lo llamamos ironía socrática. De esa manera, podía constantemente señalar los puntos débiles de la manera de pensar de los atenienses. Esto solía suceder en plazas públicas. Un encuentro con Sócrates podía significar quedar en ridículo ante un gran público.

Por lo tanto, no es de extrañar que Sócrates, a la larga, pudiera resultar molesto e irritante, sobre todo para los que sostenían los poderes de la sociedad. «Atenas es como un caballo apático», decía Sócrates, «y yo soy un moscardón que intenta despertarlo y mantenerlo vivo». (¿Qué se hace con un moscardón, Sofía? ¿Me lo puedes decir?)

Una voz divina

No era con intención de torturar a su prójimo por lo que Sócrates les incordiaba continuamente. Había algo dentro de él que no le dejaba elección. El solía decir que tenía una «voz divina» en su interior. Sócrates protestaba, por ejemplo, contra tener que participar en condenar a alguien a muerte. Además, se negaba a delatar a adversarios políticos. Esto le costaría al final, la vida.

En 399 a. de C. fue acusado de «introducir nuevos dioses» y de «llevar a la juventud por caminos equivocados».

Por una escasa mayoría, fue declarado culpable por un jurado de 500 miembros. Seguramente podría haber suplicado clemencia. Al menos, podría haber salvado el pellejo si hubiera accedido a abandonar Atenas. Pero si lo hubiera hecho, no habría sido Sócrates. El caso es que valoraba su propia conciencia —y la verdad— más que su propia vida. Aseguró que había actuado por el bien del Estado. Y, sin embargo, lo condenaron a muerte. Poco tiempo después, vació la copa de veneno en presencia de sus amigos más íntimos. Luego cayó muerto al suelo.

¿Por qué, Sofía? ¿Por qué tuvo que morir Sócrates? Esta pregunta ha sido planteada por los seres humanos durante 2. 400 años. Pero él no es la única persona en la historia que ha ido hasta el final, muriendo por su convicción. Ya mencioné a Jesús, y en realidad existen más puntos comunes entre Jesús y Sócrates. Mencionaré algunos.

Tanto Jesús como Sócrates eran considerados personas enigmáticas por sus contemporáneos. Ninguno de los dos escribió su mensaje, lo que significa que dependemos totalmente de la imagen que de ellos dejaron sus discípulos. Lo que está por encima de cualquier duda, es que los dos eran maestros en el arte de conversar. Además, hablaban con una autosuficiencia que fascinaba e irritaba. Y los dos pensaban que hablaban en nombre de algo mucho mayor que ellos mismos. Desafiaron a los poderosos de la sociedad, criticando toda clase de injusticia y abuso de poder. Y finalmente: esta actividad les costaría la vida.

También en lo que se refiere a los juicios contra Jesús y Sócrates, vemos varios puntos comunes. Los dos podrían haber suplicado clemencia y haber salvado, así, la vida. Pero pensaban que tenían una vocación que habrían traicionado si no hubieran ido hasta el final. Precisamente yendo a la muerte con la cabeza erguida, reunirían a miles de partidarios también después de su muerte.

Aunque hago esta comparación entre Jesús y Sócrates, no digo que fueran iguales. Lo que he querido decir, ante todo, es que los dos tenían un mensaje que no puede ser separado de su coraje personal.

Un comodín en Atenas

¡Sócrates, Sofía! No hemos acabado del todo con él, ¿sabes?. Hemos dicho algo sobre su método. ¿Pero cuál fue su proyecto filosófico?

Sócrates vivió en el mismo tiempo que los sofistas. Como ellos se interesó más por el ser humano y por su vida que por los problemas de los filósofos de la naturaleza. Un filósofo romano —Cicerón— diría, unos siglos más tarde, que Sócrates «hizo que la filosofía bajara del cielo a la tierra, y la dejó morar en las ciudades y la introdujo en las casas, obligando a los seres humanos a pensar en la vida, en las costumbres, en el bien y en el mal».

Pero Sócrates también se distinguía de los sofistas en un punto importante. El no se consideraba sofista, es decir, una persona sabia o instruida. Al contrario que los sofistas, no cobraba dinero por su enseñanza. Sócrates se llamaba «filósofo», en el verdadero sentido de la palabra. «Filósofo» significa en realidad «uno que busca conseguir sabiduría».

¿Estás cómoda, Sofía? Para el resto del curso de filosofía, es muy importante que entiendas la diferencia entre un «sofista» y un «filósofo». Los sofistas cobraban por sus explicaciones más o menos sutiles, y esos sofistas han ido apareciendo y desapareciendo a través de toda la historia. Me refiero a todos esos maestros de escuela y sabelotodos que, o están muy contentos con lo poco que saben, o presumen de saber un montón de cosas de las que en realidad no tienen ni idea. Seguramente habrás conocido a algunos de esos sofistas en tu corta vida. Un verdadero filósofo, Sofía, es algo muy distinto, más bien lo contrario. Un filósofo sabe que en realidad sabe muy poco, y, precisamente por eso, intenta una y otra vez conseguir verdaderos conocimientos.

Sócrates fue un ser así, un ser raro. Se daba cuenta de que no sabía nada de la vida ni del mundo, o más que eso: le molestaba seriamente saber tan poco. Un filósofo es, pues, una persona que reconoce que hay un montón de cosas que no entiende. Y eso le molesta. De esa manera es, al fin y al cabo, más sabio que todos aquellos que presumen de saber cosas de las que no saben nada. «La más sabia es la que sabe lo que no sabe», dije. Y Sócrates dijo que sólo sabía una cosa: que no sabía nada. Toma nota de esta afirmación, porque ese reconocimiento es una cosa rara, incluso entre filósofos. Además, puede resultar tan peligroso si lo predicas públicamente que te puede costar la vida. Los que preguntan, son siempre los más peligrosos. No resulta igual de peligroso contestar. Una sola pregunta puede contener más pólvora que mil respuestas.

¿Has oído hablar del nuevo traje del emperador? En realidad, el emperador estaba totalmente desnudo, pero ninguno de sus súbditos se atrevió a decírselo. De pronto, hubo un niño que exclamó que el emperador estaba desnudo. Ése era un niño valiente, Sofía. De la misma manera, Sócrates se atrevió a decir lo poco que sabemos los seres humanos. Ya señalamos antes el parecido que hay entre niños y filósofos.

Puntualizo: la humanidad se encuentra ante una serie de preguntas importantes a las que no encontramos fácilmente buenas respuestas. Ahora se ofrecen dos posibilidades: podemos engañarnos a nosotros mismos y al resto del mundo, fingiendo que sabemos todo lo que merece la pena saber, o podemos cerrar los ojos a las preguntas primordiales y renunciar, de una vez por todas, a conseguir más conocimientos. De esta manera, la humanidad se divide en dos partes. Por regla general, las personas, o están segurísimas de todo, o se muestran indiferentes. (¡Las dos clases gatean muy abajo en la piel del conejo!) Es como cuando divides una baraja en dos, mi querida Sofía. Se meten las cartas rojas en un montón, y las negras en otro. Pero, de vez en cuando, sale de la baraja un comodín, una carta que no es ni trébol, ni corazón, ni rombo, ni pica. Sócrates fue un comodín de esas características en Atenas. No estaba ni segurísimo, ni se mostraba indiferente. Solamente sabía que no sabía nada, y eso le inquietaba. De modo que se hace filósofo el que incansablemente busca conseguir conocimientos ciertos.

Se cuenta que un ateniense preguntó al oráculo de Delfos quién era el ser más sabio de Atenas. El oráculo contestó que era Sócrates. Cuando Sócrates se enteró, se extrañó muchísimo. (¡Creo que se echó a reír, Sofía!) Se fue en seguida a la ciudad a ver a uno que, en opinión propia, y en la de muchos otros, era muy sabio. Pero cuando resultó que ese hombre no era capaz de dar ninguna respuesta cierta a las preguntas que Sócrates le hacía, éste entendió al final que el oráculo tenía razón.

Para Sócrates era muy importante encontrar una base segura para nuestro conocimiento. El pensaba que esta base se encontraba en la razón del hombre. Con su fuerte fe en la razón del ser humano, era un típico racionalista.

Un conocimiento correcto conduce a acciones correctas

Ya mencioné que Sócrates pensaba que tenía por dentro una voz divina y que esa «conciencia» le decía lo que estaba bien. «Quien sepa lo que es bueno, también hará el bien», decía. Quería decir que conocimientos correctos conducen a acciones correctas. Y sólo el que hace esto se convierte en un «ser correcto». Cuando actuamos mal es porque desconocemos otra cosa. Por eso es tan importante que aumentemos nuestros conocimientos. Sócrates estaba precisamente buscando definiciones claras y universales de lo que estaba bien y de lo que estaba mal. Al contrario que los sofistas, él pensaba que la capacidad de distinguir entre lo que está bien y lo que está mal se encuentra en la razón, y no en la sociedad.

Quizás esto último te resulte un poco difícil de digerir, Sofía. Empiezo de nuevo: Sócrates pensaba que era imposible ser feliz si uno actúa en contra de sus convicciones. Y el que sepa cómo se llega a ser un hombre feliz, intentará serlo. Por ello, quien sabe lo que está bien, también hará el bien, pues ninguna persona querrá ser infeliz, ¿no?

¿Tú qué crees, Sofía? ¿Podrás vivir feliz si constantemente haces cosas que en el fondo sabes que no están bien? Hay muchos que constantemente mienten, y roban, y hablan mal de los demás. ¡De acuerdo! Seguramente saben que eso no está bien, o que no es justo, si prefieres. ¿Pero crees que eso les hace felices?

Sócrates no pensaba así.

Cuando Sofía hubo leído la carta sobre Sócrates, la metió en la caja y salió al jardín. Quería meterse en casa antes de que su madre volviera de la compra, para evitar un montón de preguntas sobre dónde había estado. Además, había prometido fregar los platos.

Estaba llenando de agua la pila cuando entro su madre con dos bolsas de compra. Quizás por eso dijo:

—Pareces estar un poco en la luna últimamente, Sofía.

Sofía no sabía por que lo decía, simplemente se le escapó:

—Sócrates también lo estaba.

—¿Sócrates?

La madre abrió los ojos de par en par.

—Es una pena que tuviera que pagar con su vida por ello —prosiguió Sofía muy pensativa.

—¡Pero Sofía! ¡Ya no sé qué decir!

—Tampoco lo sabía Sócrates. Lo único que sabía era que no sabía nada en absoluto. Y, sin embargo, era la persona más sabia de Atenas.

La madre estaba atónita. Al final dijo:

—¿Es algo que has aprendido en el instituto?

Sofía negó enérgicamente con la cabeza.

—Allí no aprendemos nada... La gran diferencia entre un maestro de escuela y un auténtico filósofo es que el maestro cree que sabe un montón e intenta obligar a los alumnos a aprender. Un filósofo intenta averiguar las cosas junto con los alumnos.

—De modo que estamos hablando de conejos blancos... Sabes una cosa, pronto exigiré que me digas quien es ese novio tuyo. Si no, empezaré a pensar que está un poco tocado.

Sofía se volvió y señaló a su madre con el cepillo de fregar.

—No es él el que está tocado. Pero es un moscardón que estorba a los demás. Lo hace para sacarles de su manera rutinaria de pensar.

—Bueno, déjalo ya. A mí me parece que debe de ser un poco respondón.

—No es ni respondón ni sabio. Pero intenta conseguir verdadera sabiduría. Ésa es la diferencia entre un auténtico comodín y todas las demás cartas de la baraja.

—¿Comodín, has dicho?

Sofía asintió.

—¿Se te ha ocurrido que hay muchos corazones y muchos rombos en una baraja? También hay muchos tréboles y picas. Pero sólo hay un comodín.

—Cómo contestas, hija mía.

—Y tú, cómo preguntas.

La madre había colocado toda la compra. Cogió el periódico y se fue a la sala de estar. A Sofía le pareció que había cerrado la puerta dando un portazo.

Cuando hubo terminado de fregar los cacharros, subió a su habitación. Había metido el pañuelo de seda roja en la parte de arriba de su armario, junto al lego. Ahora lo volvió a bajar y lo miró detenidamente.

Atenas

... de las ruinas se levantaron varios edificios...

Aquella tarde, la madre de Sofía se fue a visitar a una amiga. En cuanto hubo salido de la casa, Sofía bajó al jardín y se metió en el Callejón, dentro del viejo seto. Allí encontró un paquete grande junto a la caja de galletas. Se apresuró a quitar el papel. ¡En el paquete había una cinta de vídeo!

Entró corriendo en casa. ¡Una cinta de video! Eso si que era algo nuevo. ¿Pero cómo podía saber el filósofo que tenían un vídeo? ¿Y qué habría en esa cinta? Sofía metió la cinta en el aparato, y pronto apareció en la pantalla una gran ciudad. No tardó mucho en comprender que se trataba de Atenas, porque la imagen pronto se centró en la Acrópolis.

Sofía había visto muchas fotos de las viejas ruinas.

Era una imagen viva. Entre las ruinas de los templos se movían montones de turistas con ropa ligera y cámaras colgadas del cuello. ¿Y no había alguien con un cartel? ¡Allí volvía a aparecer! ¿No ponía «Hilde»?

Al cabo de un rato, apareció un primer plano de un señor de mediana edad. Era bastante bajito, tenía una barba bien cuidada, y llevaba una boina azul. Miró a la cámara y dijo:

—Bienvenida a Atenas, Sofía. Seguramente te habrás dado cuenta de que soy Alberto Knox. Si no ha sido así, sólo repito que se sigue sacando al gran conejo blanco del negro sombrero de copa del universo. Nos encontramos en la Acrópolis. La palabra significa «el castillo de la ciudad» o, en realidad, «la ciudad sobre la colina». En esta colina ha vivido gente desde la Edad de Piedra. La razón es, naturalmente, su ubicación tan especial. Era fácil defender este lugar en alto del enemigo. Desde la Acrópolis se tenía, además, buena vista sobre uno de los mejores puertos del Mediterráneo: El Pireo. Conforme Atenas iba creciendo abajo, sobre la llanura, la Acrópolis se iba utilizando como castillo y recinto de templos. En la primera mitad del siglo y a. de C., se libró una cruenta guerra contra los persas, y en el año 480, el rey persa, Jerjes, saqueó Atenas y quemó todos los viejos edificios de madera de la Acrópolis. Al año siguiente, los persas fueron vencidos, y comenzó la Edad de Oro de Atenas, Sofía. La Acrópolis volvió a construirse, mas soberbia y más hermosa que nunca, y ya desde entonces únicamente como recinto de templos. Fue justamente en esa época cuando Sócrates anduvo por calles y plazas, conversando con los atenienses. Así, pudo seguir la reconstrucción de la Acrópolis y la construcción de todos esos maravillosos edificios que vemos aquí. ¡Fíjate qué lugar de obras tuvo que ser! Detrás de mí puedes ver el templo más grande. Se llama el Partenón o «Morada de la Virgen» y fue levantado en honor a Atenea, que era la diosa patrona de Atenas. Este gran edificio de mármol no tiene una sola línea recta, pues los cuatro lados tienen todos una suave curvatura. Se hizo así para dar más vida al edificio. Aunque tiene unas dimensiones enormes, no resulta pesado a la vista, debido, como puedes ver, a un engaño óptico. También las columnas se inclinan suavemente hacia dentro, y habrían formado una pirámide de mil quinientos metros si hubieran sido tan altas como para encontrarse en un punto muy por encima del templo. Lo único que había dentro del templo era una estatua de Atenea de doce metros de altura. Debo añadir que el mármol blanco, que estaba pintado de varios colores vivos, se transportaba desde una montaña a dieciséis kilómetros de distancia...

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