Sofía tenía catorce años y en el transcurso de su vida había recibido unas cuantas cartas, por Navidad, su cumpleaños y fechas parecidas. Pero esta carta era la más curiosa que había recibido jamás.
No llevaba ningún sello. Ni siquiera había sido metida en el buzón. Esta carta había sido llevada directamente al lugar secretísimo de Sofía dentro del viejo seto. También resultaba curioso que la carta se hubiera mojado en ese día primaveral tan seco.
Lo más raro de todo era, desde luego, el pañuelo de seda. El profesor de filosofía también tenía otro alumno. ¡Vale! Y ese otro alumno había perdido un pañuelo rojo de seda. ¡Vale! ¿Pero cómo había podido perder el pañuelo debajo de la cama de Sofía?
Y Alberto Knox... ¿No era ése un nombre muy extraño?
Con esta carta se confirmaba, al menos, que existía una conexión entre el profesor de filosofía y Hilde Møller Knag. Pero lo que resultaba completamente incomprensible era que también el padre de Hilde hubiera confundido las direcciones.
Sofía se quedó sentada un largo rato meditando sobre la relación que pudiese haber entre Hilde y ella. Al final, suspiró resignada. El profesor de filosofía había escrito que un día le conocería. ¿Conocería a Hilde también?
Dio la vuelta a la hoja y descubrió que había también algunas frases escritas al dorso:
¿Existe un pudor natural?
Más sabia es la que sabe lo que no sabe
La verdadera comprensión viene de dentro
Quien sabe lo que es correcto también hará lo correcto.
Sofía comprendió que las frases cortas que venían en el sobre blanco la iban a preparar para el próximo sobre grande que llaria muy poco tiempo después. Se le ocurrió una cosa: si «el mensajero», iba a depositar el sobre ahí, en el Callejón, podía simplemente ponerse a esperarle. ¿O sería «ella»? ¡En ese caso se agarraría a esa persona hasta que el o ella le contara algo más del filósofo! En la carta ponía, además, que el mensajero era pequeño. ¿Se trataría de un niño?
«¿Existe un pudor natural?»
Sofía sabía que «pudor» era una palabra anticuada que significaba «timidez»; por ejemplo, sentir pudor por que alguien te vea desnudo. ¿Pero era en realidad natural sentirse intimidado por ello? Decir que algo es natural, significa que es algo aplicable a la mayoría de las personas. Pero en muchas partes del mundo, era natural ir desnudo. ¿Entonces, era la sociedad la que decidía lo que se podía y lo que no se podía hacer? Cuando la abuela era joven, por ejemplo, no se podía tomar el sol en top less. Pero, hoy en día, la mayoría opinaba que era algo natural; aunque en muchos países sigue estando terminantemente prohibido. Sofía se rascó la cabeza. ¿Era esto filosofía?
Y luego la siguiente frase: «Más sabia es la que sabe lo que no sabe».
¿Más sabia que quien? Si lo que quería decir el filósofo era que, una que era consciente de que no sabía todo, era más sabia que una que sabía igual de poco, pero que, sin embargo, se imaginaba saber un montón, entonces no resultaba difícil estar de acuerdo.
Sofía nunca había pensado en esto antes. Pero cuanto más pensaba en ello, más claro le parecía que el saber lo que uno no sabe, también es, en realidad, una forma de saber. No aguantaba a esa gente tan segura de saber un montón de cosas de las que no tenía ni idea.
Y luego eso de que los verdaderos conocimientos vienen de dentro. ¿Pero no vienen en algún momento todos los conocimientos desde fuera, antes de entrar en la cabeza de la gente? Por otra parte, Sofía se acordaba de situaciones en las que su madre o los profesores le habían intentado enseñar algo que ella había sido reacia a aprender. Cuando verdaderamente había aprendido algo, de alguna manera, ella había contribuido con algo. Cuando de repente había entendido algo, eso era quizás a lo que se llamaba «comprensión».
Pues sí, Sofía opinaba que se había defendido bastante bien en los primeros ejercicios. Pero la siguiente afirmación era tan extraña que simplemente se echó a reír: «Quien sepa lo que es correcto también hará lo correcto».
¿Significaba eso que cuando un ladrón robaba un banco lo hacía porque no sabía que no era correcto? Sofía no lo creía. Al contrario, pensaba que niños y adultos eran capaces de hacer muchas tonterías, de las que a lo mejor se arrepentían más tarde, y que precisamente lo hacían a pesar de saber que no estaba bien lo que hacían.
Mientras meditaba sobre esto, oyó crujir unas hojas secas al otro lado del seto que daba al gran bosque. ¿Sería acaso el mensajero? Sofía tuvo la sensación de que su corazón daba un salto. Pero aún tuvo mas miedo al oír que lo que se acercaba respiraba como un animal.
De repente vio un gran perro que había conseguido meterse en el Callejón desde el bosque. Tenía que ser un labrador. En la boca llevaba un sobre amarillo grande, que soltó justamente delante de las rodillas de Sofía. Todo sucedió con tanta rapidez que Sofía no tuvo tiempo de reaccionar. En unos instantes tuvo el sobre en la mano, pero el perro se había esfumado. Cuando todo hubo pasado, reaccionó. Puso las manos sobre las piernas y empezó a llorar.
No sabia cuánto tiempo había permanecido así, pero al cabo de un rato volvió a levantar la vista.
¡Conque ése era el mensajero! Sofía respiró aliviada. Esa era la razón por la que los sobres blancos siempre estaban mojados por los bordes. Y ahora resultaba evidente por qué tenía como incisiones en el papel. ¿Cómo no se le había ocurrido? Además, ahora tenía cierta lógica la orden de meter una galleta dulce o un terrón de azúcar en el sobre que ella mandara al filósofo.
No pensaba siempre tan rápidamente como le hubiera gustado. No obstante, era indiscutible que tener a un perro bien enseñado como mensajero era algo bastante insólito. Al menos podía abandonar la idea de obligar al mensajero a revelar dónde se encontraba Alberto Knox.
Sofía abrió el voluminoso sobre y se puso a leer.
La filosofía en Atenas
Querida Sofía: Cuando leas esto, ya habrás conocido probablemente a Hermes. Para que no quepa ninguna duda, debo añadir que es un perro. Pero eso no te debe preocupar. Él es muy bueno, y además mucho más inteligente que muchas personas. O, por lo menos, no pretende ser más inteligente de lo que es.
También debes tomar nota de que su nombre no ha sido elegido totalmente al azar. Hermes era el mensajero de los dioses griegos. También era el dios de los navegantes, pero eso no nos concierne a nosotros, al menos no por ahora. Lo que es más importante es que Hermes también ha dado nombre a la palabra «hermético», que significa oculto o inaccesible. Va muy bien con la manera en que Hermes nos mantiene a los dos, ocultos el uno al otro.
Con esto he presentado al mensajero. Obedece, como es natural, a su nombre, y es, en general, bastante bien educado.
Volvamos a la filosofía. Ya hemos concluido la primera parte; es decir, la filosofía de la naturaleza, la ruptura con la concepción mítica del mundo. Ahora vamos a conocer a los tres filósofos más grandes de la Antigüedad. Se llaman Sócrates, Platón y Aristóteles. Estos tres filósofos dejaron, cada uno a su manera, sus huellas en la civilización europea.
A los filósofos de la naturaleza se les llama a menudo «presocráticos», porque vivieron antes de Sócrates. Es verdad que Demócrito murió un par de anos después que Sócrates, pero su manera de pensar pertenece a la filosofía de la naturaleza presocrática. Además no marcamos únicamente una separación temporal con Sócrates, también nos vamos a trasladar un poco geográficamente, ya que Sócrates es el primer filósofo nacido en Atenas, y tanto él como sus dos sucesores vivieron y actuaron en Atenas. Quizás recuerdes que también Anaxágoras vivió durante algún tiempo en esa ciudad, pero fue expulsado por decir que el sol era una esfera de fuego. (Tampoco le fue mejor a Sócrates).
Desde los tiempos de Sócrates, la vida cultural griega se concentró en Atenas. Pero aún es más importante tener en cuenta que el mismo proyecto filosófico cambia de características al pasar de los filósofos de la naturaleza a Sócrates.
¡Se levanta el telón, Sofía! La historia del pensamiento es como un drama en muchos actos.
El hombre en el centro
Desde aproximadamente el año 450 a. de C., Atenas se convirtió en el centro cultural del mundo griego. Y también la filosofía tomó un nuevo rumbo.
Los filósofos de la naturaleza fueron ante todo investigadores de la naturaleza. Por ello ocupan también un importante lugar en la historia de la ciencia. En Atenas, el interés comenzó a centrarse en el ser humano y en el lugar de éste en la sociedad.
En Atenas se iba desarrollando una democracia con asamblea popular y tribunales de justicia. Una condición previa de la democracia era que el pueblo recibiera la enseñanza necesaria para poder participar en el proceso de democratización. También en nuestros días sabemos que una joven democracia requiere que el pueblo reciba una buena enseñanza. En Atenas, por lo tanto, era muy importante dominar, sobre todo, el arte de la retórica.
Desde las colonias griegas, pronto acudió a Atenas un gran grupo de profesores y filósofos errantes. Estos se llamaban a sí mismos sofistas. La palabra «sofista» significa persona sabia o hábil. En Atenas los sofistas vivían de enseñar a los ciudadanos.
Los sofistas tenían un importante rasgo en común con los filósofos de la naturaleza: el adoptar una postura crítica ante los mitos tradicionales. Pero, al mismo tiempo, los sofistas rechazaron lo que entendían como especulaciones filosóficas inútiles. Opinaban que, aunque quizás existiera una respuesta a las preguntas filosóficas, los seres humanos no serían capaces de encontrar respuestas seguras a los misterios de la naturaleza y del universo. Ese punto de vista se llama escepticismo en filosofía.
Pero aunque no seamos capaces de encontrar la respuesta a todos los enigmas de la naturaleza, sabemos que somos seres humanos obligados a convivir en sociedad. Los sofistas optaron por interesarse por el ser humano y por su lugar en la sociedad.
«El hombre es la medida de todas las cosas», decía el sofista Protágoras (aprox. 487-420 a. de C.), con lo que quería decir que siempre hay que valorar lo que es bueno o malo, correcto o equivocado, en relación con las necesidades del hombre. Cuando le preguntaron si creía en los dioses griegos, contestó que el asunto es complicado y la vida humana es breve. A los que, como él, no saben pronunciarse con seguridad sobre la pregunta de si existe o no un dios, los llamamos agnósticos.
Los sofistas viajaron mucho por el mundo, y habían visto muchos regímenes distintos. Podían variar mucho, de un lugar a otro, las costumbres y las leyes de los Estados. De ese modo, los sofistas crearon un debate en Atenas sobre qué era lo que estaba determinado por la naturaleza y qué creado por la sociedad. Así pusieron los cimientos de una crítica social en la ciudad- estado de Atenas.
Señalaron, por ejemplo, que expresiones tales como «pudor natural» no siempre concordaban con la realidad. Porque si es natural tener pudor, tiene que ser algo innato. ¿Pero es innato, Sofía, o es un sentimiento creado por la sociedad? A una persona que ha viajado por el mundo, la respuesta le resulta fácil: no es natural o innato tener miedo a mostrarse desnudo. El pudor, o la falta de pudor, está relacionado con las costumbres de la sociedad.
Como podrás entender, los sofistas errantes crearon amargos debates en la sociedad ateniense, señalando que no había normas absolutas sobre lo que es correcto o erróneo. Sócrates, por otra parte, intentó mostrar que sí existen algunas normas absolutas y universales.
¿Quien era Sócrates?
Sócrates (470-399 a. de C.) es quizás el personaje más enigmático de toda la historia de la filosofía. No escribió nada en absoluto. Y sin embargo, es uno de los filósofos que más influencia ha ejercido sobre el pensamiento europeo. Esto se debe en parte a su dramática muerte.
Sabemos que nació en Atenas y que pasó la mayor parte de su vida por calles y plazas conversando con la gente con la que se topaba. Los árboles en el campo no me pueden enseñar nada, decía. A menudo se quedaba inmóvil, de pie, en profunda meditación durante horas.
Ya en vida fue considerado una persona enigmática y, al poco tiempo de morir, como el artífice de una serie de distintas corrientes filosóficas. Precisamente porque era tan enigmático y ambiguo, podía ser utilizado en provecho de corrientes completamente diferentes.
Lo que es seguro es que feo de remate. Era bajito y gordo, con ojos saltones y nariz respingona. Pero interiormente era, se decía, maravilloso. También se decía de él: Se puede buscar y rebuscar en su propia época, se puede buscar y rebuscar en el pasado, pero nunca se encontrará a nadie como él. Y, sin embargo, fue condenado a muerte por su actividad filosófica.
La vida de Sócrates se conoce sobre todo a través de Platón, que fue su alumno y que, por otra parte, sería uno de los filósofos más grandes de la historia. Platón escribió muchos diálogos —o conversaciones filosóficas— en los que utilizaba a Sócrates como portavoz.
No podemos estar completamente seguros de que las palabras que Platón pone en boca de Sócrates fueran verdaderamente pronunciadas por Sócrates, y, por ello, resulta un poco difícil separar entre lo que era la doctrina de Sócrates y las palabras del propio Platón. Este problema también surge con otros personajes históricos que no dejaron ninguna fuente escrita. El ejemplo más conocido de esto es, sin duda, Jesucristo. No podemos estar seguros de que el Jesús histórico dijera verdaderamente lo que ponen en su boca Mateo o Lucas. Lo mismo pasa también con lo que dijo el «Sócrates histórico».
Sin embargo, no es tan importante saber quién era Sócrates verdaderamente. Es, ante todo, la imagen que nos proporciona Platón de Sócrates la que ha inspirado a los pensadores de Occidente durante casi 2. 500 años.
El arte de conversar
La propia esencia de la actividad de Sócrates es que su objetivo no era enseñar a la gente. Daba más bien la impresión de que aprendía de las personas con las que hablaba. De modo que no enseñaba como cualquier maestro de escuela. No, no, él conversaba.
Está claro que no se habría convertido en un famoso filósofo si sólo hubiera escuchado a los demás. Y tampoco le habrían condenado a muerte, claro está. Pero, sobre todo, al principio solía simplemente hacer preguntas, dando a entender que no sabía nada. En el transcurso de la conversación, solía conseguir que su interlocutor viera los fallos de su propio razonamiento. Y entonces, podía suceder que el otro se viera acorralado y, al final, tuviera que darse cuenta de lo que era bueno y lo que era malo.