De repente, vio algo que brillaba entre los troncos de los pinos. Tenía que ser una laguna. El sendero iba en dirección contraria, pero Sofía se metió entre los árboles. No sabía exactamente por qué, pero sus pies la llevaban.
La laguna no era mucho mayor que un estadio de fútbol. Enfrente, al otro lado, descubrió una cabaña pintada de rojo en un pequeño claro del bosque, enmarcado por troncos blancos de abedul. Por la chimenea subía un humo fino.
Sofía se acercó hasta el borde del agua. Todo estaba muy mojado, pero pronto vio una barca de remos, que estaba medio varada en la orilla. Dentro de la barca había un par de remos.
Sofía miró a su alrededor. De todos modos, sería imposible rodear la laguna y llegar a la cabaña roja con los pies secos. Se acercó decidida a la barca y la empujo al agua. Luego se metió dentro, colocó los remos en las horquillas y empezó a remar. Pronto alcanzó la otra orilla. Atracó e intentó llevarse la barca. Este terreno era mucho mas accidentado que la orilla que acababa de dejar.
Miró hacia atrás una sola vez, y se acercó a la cabaña.
Estaba escandalizada de sí misma. ¿Cómo se atrevía? No lo sabía, era como si hubiese «algo» que la empujase.
Sofía fue hasta la puerta y llamó. Se quedó un rato esperando, pero nadie fue a abrir. Cuando giró cuidadosamente el picaporte de la puerta, ésta se abrió.
—¡Hola! —dijo—. ¿Hay alguien?
Sofía entró en una sala grande. No se atrevió a cerrar la puerta tras ella.
Era evidente que alguien vivía allí. Sofía oía arder la leña en una vieja estufa. De modo que tampoco hacía mucho tiempo que alguien había estado ahí.
En una mesa grande de comedor había una máquina de escribir, algunos libros, un par de bolígrafos y un montón de papel. Delante de la ventana que daba a la laguna había una mesa y dos sillas. Por lo demás, no había muchos muebles, pero una pared estaba totalmente cubierta de estanterías con libros. Encima de una cómoda blanca colgaba un espejo redondo con un marco macizo de latón. Parecía muy antiguo.
En una de las paredes había dos cuadros colgados. Uno, era una pintura al óleo de una casa blanca junto a una pequeña bahía con casetas rojas para barcas. Entre éstas y la casa había un empinado jardín con un manzano, unos arbustos tupidos y piedras salientes. El jardín tenía como un marco de abedules. El titulo del cuadro era «Bjerkely».
Junto a ese cuadro colgaba un viejo retrato de un señor sentado en un sillón, delante de la ventana, con un libro sobre las rodillas. También aquí había una pequeña bahía con árboles y piedras al fondo. Seguro que el cuadro había sido pintado hacía varios centenares de años y el título del cuadro era Bjerkely. El que había pintado el cuadro se llamaba Smibert.
Berkeley y Bjerkely. ¿Curioso, no?
Sofía seguía mirando. En la sala había una puerta que daba a una pequeña cocina. Los cacharros acababan de ser fregados. Platos y vasos estaban amontonados sobre un trapo de lino, y en un par de platos se veían aún restos de jabón. En el suelo había una fuente de hojalata con los restos de comida. Eso quería decir que allí vivía algún animal, un perro o un gato.
Sofía volvió a la sala. Otra puerta daba a una pequeña alcoba. Delante de la cama había un par de mantas formando un gran bulto. Sofía descubrió algunos pelos amarillos en las mantas. Ya tenía una prueba de verdad. Sofía estaba segura de que aquí vivían Alberto Knox y Hermes.
De vuelta en la sala, Sofía se colocó delante del espejo encima de la cómoda. El vidrio era mate y rugoso, de modo que la imagen que reflejaba tampoco era nítida. Sofía comenzó a hacer muecas, como solía hacer algunas veces en casa, delante del espejo del baño. El espejo hacía exactamente lo mismo que ella, no se podía esperar otra cosa.
De repente, sucedió algo extraño. Durante un brevísimo instante, Sofía vio con toda claridad que la muchacha del espejo guiñó los dos ojos. Sofía se alejó asustada. Si ella misma había guiñado los dos ojos ¿cómo podía entonces «haber visto» guiñar los ojos a otra? Y había algo más: parecía como si la muchacha del espejo se los estuviera guiñando a Sofía. Era como si quisiera decirte veo, Sofía. Estoy aquí, al otro lado.
Sofía notó cómo le latía el corazón. Al mismo tiempo, oyó ladrar a un perro a lo lejos. ¡Seguro que era Hermes! Tendría que marcharse corriendo.
Entonces se dio cuenta de que había un billetero verde sobre la cómoda. Sofía lo cogió y lo abrió con cuidado. Contenía un billete de cien, otro de cincuenta... y un carnet escolar. En el carnet había una foto de una muchacha de pelo rubio, y debajo de la foto ponía «Hilde Møller Knag» e «Instituto público de Lillesand».
Sofía notó cómo su cara se enfriaba. Entonces oyó de nuevo los ladridos del perro. Tenía que salir de allí.
Al pasar, vio en la mesa un sobre blanco entre todos los libros y papeles. En el sobre ponía «SOFÍA».
Sin pensárselo dos veces, lo cogió y lo metió a toda prisa en el sobre amarillo con todas las hojas sobre Platón. Luego salió corriendo de la cabaña, cerrando tras de sí la puerta.
En el exterior, oyó ladrar al perro aún más fuerte. Pero lo peor de todo era que la barca había desaparecido. Tardó un par de instantes en descubrir que la barca estaba flotando en medio de la laguna. Junto a ella, notaba uno de los remos.
Se había olvidado de subir la barca a la orilla. Oyó de nuevo ladrar al perro, y también oyó que algo se movía entre los árboles al otro lado de la laguna.
Sofía dejó de pensar. Con el gran sobre en la mano se metió corriendo entre las matas detrás de la cabaña. Tuvo que cruzar un pequeño pantano, varias veces pisó mal y metió la pierna hasta la rodilla en el fango. Pero sólo podía pensar en correr, tenía que ir a casa, a casa.
Al cabo de un rato llegó a un sendero. ¿Se había traído el sobre? Sofía se paró y escurrió el vestido, el agua caía a chorros sobre el sendero. Finalmente, se puso a llorar.
¿Cómo podía ser tan estúpida? Lo peor de todo era la barca. No fue capaz de librarse de la imagen de la barca y del remo notando en medio de aquella laguna. Qué vergüenza, qué horrible...
A lo mejor el profesor de filosofía había llegado ya a la laguna. Necesitaría la barca para llegar a su casa. Sofía se sentía como un verdadero delincuente. Pero ésa no había sido su intención.
¡El sobre! Eso era aún peor. ¿Por qué se había traído el sobre? Porque llevaba su nombre, claro; en cierta manera, también le pertenecía. Y sin embargo se sentía como una ladrona. De esa manera también había dejado bien claro que era ella la que había estado allí.
Sofía sacó una hojita del sobre. La nota decía:
¿Qué fue primero? ¿La gallina o la «idea de gallina»?
¿Nace el ser humano ya con alguna idea?
¿Cuál es la diferencia entre una planta, un animal y un ser humano?
¿Por qué llueve?
¿Qué hace falta para que un ser humano viva feliz?
Sofía era incapaz de pensar en estas preguntas justamente ahora, pero supuso que tenían algo que ver con el próximo filósofo que iba a estudiar. ¿No era el que se llamaba Aristóteles?
Cuando vio el viejo seto, tras haber corrido un largo tramo a través del bosque, fue como haber llegado nadando hasta donde el agua llega a la rodilla, después de un naufragio. Resultó curioso ver el seto desde el otro lado. Cuando se metió dentro del Callejón, miró finalmente el reloj. Eran las diez y media. Metió el sobre grande en la caja de galletas junto con los demás papeles y escondió la nota con las preguntas nuevas dentro de los leotardos.
Su madre estaba hablando por teléfono cuando Sofía entro. Colgó inmediatamente. Sofía se quedó en la puerta.
—¿Dónde has estado, Sofía?
—Me di un... paseo... por el bosque —balbució.
—Sí, eso puedo verlo.
Sofía no contestó, se dio cuenta de que su vestido estaba goteando.
—Tuve que llamar a Jorunn...
—¿A Jorunn?
La madre sacó ropa seca. Sofía pudo a duras penas esconder la nota con las preguntas del profesor de filosofía. Se sentaron en la cocina, la madre hizo chocolate caliente.
—¿Has estado con él? —preguntó.
—¿Con él?
Sofía sólo pensaba en el profesor de filosofía.
—Con él, sí. Con ese... «conejo» tuyo. Sofía negó con la cabeza.
—¿Qué hacéis cuando estáis juntos, Sofía? ¿Por qué estás tan mojada?
Sofía estaba muy seria, mirando fijamente a la mesa, pero en algún lugar secreto dentro de ella había algo que se reía. Pobre mamá, ahora tenía esa clase de preocupaciones. Volvió a negar con la cabeza. Luego llegaron un montón de preguntas seguidas.
—Ahora quiero toda la verdad. ¿Has estado fuera esta noche? ¿Por qué te acostaste con el vestido puesto? ¿Volviste a salir a escondidas en cuanto me acosté? Sólo tienes catorce años, Sofía. Exijo saber con quién andas.
Sofía empezó a llorar. Y confesó. Seguía teniendo miedo, y cuando uno tiene miedo, se suele contar la verdad.
Dijo que se había despertado temprano y que había ido a pasear por el bosque. Contó lo de la cabaña y también lo de la barca, y habló del extraño espejo, pero consiguió callarse todo lo que tenía que ver con el secreto curso por correspondencia. Tampoco mencionó el billetero verde. No sabía exactamente por qué, pero no tenía que decir nada sobre Hilde.
La madre la abrazó, y Sofía se dio cuenta de que la había creído.
—No tengo ningún novio —dijo lloriqueando—. Es algo que inventé porque tú te preocupaste mucho por lo del conejo blanco.
—Y luego te fuiste hasta la Cabaña del Mayor... —dijo la madre pensativa.
—¿La Cabaña del Mayor? —Sofía abrió los ojos de par en par.
—Esa cabaña que visitaste en el bosque solía llamarse «Cabaña del Mayor», porque hace muchísimos años vivió allí un viejo mayor. Estaba algo chiflado, Sofía. Pero no pensemos en eso ahora. Desde entonces, la cabaña ha estado vacía.
—Eso es lo que tú te crees. Ahora vive un filósofo en ella.
—Oye, no empieces otra vez con tus cuentos.
Sofía se quedó sentada en su cuarto pensando en lo que le había pasado. Su cabeza era como un circo ruidoso de pesados elefantes, divertidos payasos, osados trapecistas y monos amaestrados. No obstante, siempre había una imagen que volvía incesantemente: una pequeña barca y un remo flotando sobre el agua en medio de una laguna del bosque; y alguien necesita la barca para llegar a su casa...
Estaba segura de que el profesor de filosofía no le haría ningún daño, y si averiguaba que era ella la que había estado en la cabaña, seguro que la perdonaría. Pero ella había roto un pacto. ¿Esa había sido su manera de agradecer a ese desconocido que se hubiera responsabilizado de su educación filosófica? ¿Como podría reparar el mal que había hecho?
Sofía sacó el papel de cartas de color rosa y escribió:
Querido filósofo. Fui yo quien estuvo en la cabaña el domingo por la mañana. Tenía muchas ganas de conocerte para discutir más a fondo cuestiones filosóficas. Por ahora soy una entusiasta de Platón pero no estoy tan segura de que las ideas o las imágenes modelo existan en otra realidad. Naturalmente, existen en nuestra alma, pero por ahora opino que ésa es otra cosa. También lamento admitir que no estoy totalmente convencida de que nuestra alma sea de verdad inmortal. Yo, por lo menos, no tengo ningún recuerdo de mis vidas anteriores Si pudieras convencerme de que mi abuela, que ya falleció, está bien en el mundo de las ideas, te lo agradecería de veras.
En realidad no empecé esta carta por lo de los filósofos. (La meto en un sobre color rosa junto con un terrón de azúcar.) Quería pedir perdón por haber sido tan desobediente. Intenté arrastrar la barca hasta la orilla pero, al parecer, no tuve fuerzas suficientes. Por otra parte, puede ser que fuera una ola grande la que se llevara la barca al agua.
Espero que lograras llegar a tu casa sin mojarte los pies Si te sirve de consuelo, te diré que yo me empapé y que seguramente cogeré un terrible catarro. Pero es por mi culpa.
No toqué nada en la cabaña, pero desgraciadamente caí en la tentación de coger un sobre que llevaba mi nombre, no porque tuviera la intención de robar nada, pero como el sobre llevaba mi nombre pensé durante unos segundos de locura que me pertenecía. Te pido sinceramente que me perdones, y prometo no volver a hacerlo.
P. D. Voy a pensar ya detenidamente en todas las preguntas de la nota.
P.D.P.D. ¿El espejo de latón que hay encima de la cómoda es un espejo normal y corriente, o es un espejo mágico? Lo pregunto porque no estoy acostumbrada a que mi propio reflejo me guiñe los dos ojos.
Atentamente, tu alumna sinceramente interesada, SOFÍA.
Sofía releyó la carta dos veces, antes de meterla en el sobre. Por lo menos no era tan formal como la que había escrito anteriormente. Antes de bajar a la cocina a coger un terrón de azúcar, sacó la hoja con las tareas filosóficas del día.
«¿Qué fue primero? ¿La gallina o la “idea de gallina”?» Esta pregunta era casi tan difícil como aquella vieja adivinanza sobre la gallina y el huevo. Sin huevo no hay gallina, pero sin gallina tampoco hay huevo. ¿Sería igual de complicado encontrar qué fue antes: la gallina o la «idea de gallina»? Sofía se daba cuenta de lo que Platón quería decir. Quería decir que la«idea de gallina» existió en el mundo de las Ideas muchísimo antes de que hubiera gallinas en el mundo de los sentidos. Según Platón, el alma había «visto» la propia «idea de gallina» antes de meterse en un cuerpo. ¿Pero no fue sobre este punto sobre el que Sofía había llegado a la conclusión de que Platón se había equivocado? Una persona que ni ha visto una gallina viva, ni ninguna imagen de una gallina, no podrá tener ninguna «idea de gallina». Estaba lista para la segunda pregunta:
«¿Nace el ser humano ya con alguna idea?» Lo dudo mucho, pensó Sofía. Tenía poca fe en que un bebé recién nacido tuviera alguna idea sobre algo. Pero, claro, no podía estar totalmente segura, porque aunque el bebé no tuviera aún lenguaje, no significaba necesariamente que tuviera la cabeza vacía de ideas. Pero, ¿para saber algo sobre las cosas del mundo, no tendríamos que haberlas visto antes?
«¿Cuál es la diferencia entre una planta, un animal y un ser humano?» Sofía entendió inmediatamente que había diferencias muy claras. No pensaba, por ejemplo, que una planta tuviera un alma muy complicada. ¿Se había oído hablar alguna vez de una flor con mal de amor? Una planta crece, se alimenta y produce unas semillas pequeñas que posibilitan su procreación. Y eso es más o menos lo que se podría decir sobre las plantas. Sofía pensó que todo lo que había dicho de las plantas a lo mejor también podría decirse de los animales y de los seres humanos. Pero los animales tenían, además, otras cualidades. Se movían, por ejemplo. (¡Cuándo se había visto a una rosa correr los 60 metros!) Resultaba un poco más difícil señalar la diferencia entre un ser humano y un animal. Los seres humanos piensan, ¿piensan los animales también? Sofía estaba convencida de que el gato Sherekan era capaz de pensar. Por lo menos, se comportaba muy astutamente. ¿Pero sería capaz de pensar cuestiones filosóficas? ¿Era capaz el gato de pensar en la diferencia entre una planta, un animal y un ser humano? ¡Más bien no! Un gato puede ponerse contento o triste, pero nunca se preguntará si Dios existe, o si tiene un alma inmortal. Pero, claro, pasaba como con la pregunta sobre el bebé con ideas innatas. Resultaba igual de difícil hablar con un gato sobre este tipo de asuntos que con un bebé.