Pero nada de esto atendía a la prioridad más urgente de Hitler: ¿cómo iba a conquistar el poder el partido? Se avecinaba una nueva controversia. La decisión del Führer de renunciar a la violencia política abierta (mientras que gustosamente la aprobaba como un método a corto plazo cuidadosamente dosificado) era cada vez más discutida, porque el éxito político continuaba eludiéndoles. A las SA se les atragantaba la táctica de no violar la ley. «Una parte —probablemente la más grande de los militantes de base— dice que al diablo con la legalidad», escribió un mando. «Nadie [en la tropa] cree en la vía legal.» El espíritu combativo corría el peligro de degenerar en apatía: «Los mejores y más activos elementos entraron en las SA para provocar un cambio decisivo», pero en la situación actual, «hasta los dirigentes antiguos, fieles y de completa confianza, que siempre han mantenido un alto grado de optimismo, se están volviendo poco a poco silenciosos».
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Enterado de este descontento, Hitler replicó: «Me acusan de ser demasiado cobarde para la lucha ilegal. No lo soy en absoluto. Sólo me acobarda conducir a las SA delante del fuego de ametralladora. Las necesitamos para cosas más importantes, como la construcción del Tercer Reich. Respetaremos la constitución y no obstante alcanzaremos nuestro objetivo.»
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Por el momento, los nazis continuaron la táctica inicial, violando la ley siempre que era posible, pero evitando violarla del todo. Y esto significaba ganar las elecciones, que de repente abundaban: nada menos que cinco en 1932.
El nazi político Bruno estaba tan ocupado como el Bruno miembro de las SA: elaboraba estrategias, asistía a reuniones, repartía octavillas y era infatigable en intimidar a posibles votantes.
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Todo formaba parte de la resolución de Hitler de que no pudieran acusar de blanda o dubitativa a esta vía «legal» de obtener el poder. No descuidaron ni un solo elemento de una campaña moderna: carteles, grabaciones, películas, folletos, una gira aérea por todo el país y discursos, montones de discursos. Y por detrás de la propaganda también había un cálculo político: tomaban continuamente la temperatura de los distritos electorales, cambiaban de un grupo a otro en cuanto les parecía ventajoso. Cuando descubrieron que no conseguían introducirse dentro de la clase trabajadora urbana, apuntaron hacia otra dirección, los granjeros, los campesinos y, los más fructíferos de todos, los lecheros de Schleswig-Holstein. Tras haberse mostrado escépticos con los nazis, se dejaron convencer y es sabido que dieron al movimiento su mayor mayoría simple en las cruciales elecciones nacionales que terminaron llevándole al poder.
Sin embargo, nada de esto entorpeció los placeres tradicionales de los soldados de asalto: romper escaparates de tiendas judías y patrullar por la Kurfürstendamm buscando a cualquiera con aspecto de hebreo para propinarle una paliza (deporte especialmente popular los domingos y los días festivos de los judíos), y cantando su canción favorita con la música de Carmen de Bizet:
Caiga lluvia o pedrisco,
truene o haga tiempo húmedo,
esté oscuro o haya relámpagos,
tirites o sudes,
haga calor o haya nubes,
haya hielo o sople brisa,
venga la llovizna o el calabobos,
tosas o estornudes,
¡la culpa es de los judíos!
¡La culpa de todo la tienen los judíos!
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Era toda su jornada laborable. Como escribió en su diario un miembro de las SA:
Apertura del Reichstag. Toda la tarde y noche manifestación masiva de los nazis. Por la tarde destrozaron las vitrinas de Wertheim, Gruenfeld y otros grandes almacenes de la Leipzigstrasse. Por la noche gritaron reunidos en la Potsdamer Platz: «¡Alemania, despierta!» «Muerte a los judíos!» «¡Heil, Hitler!» La policía los dispersaba continuamente, en furgones o a caballo […] La mayoría de los nazis eran una chusma de adolescentes que corrían gritando en cuanto la policía empezaba a usar porras de goma […] Estos disturbios me recordaron los días justo antes de la revolución, con las mismas aglomeraciones y las mismas personas ociosas y manifestándose.
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El poeta inglés Stephen Spender fue también testigo de la «sensación de fatalidad que a su juicio caracterizó aquella Weimardämmerung
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:
El sentimiento de inquietud en Berlín aumentaba con cada crisis […] En aquel Berlín […] había tensión, pobreza, rabia, prostitución, la esperanza y la desesperación desperdigadas por las calles. Había desfiles de comunistas de aspecto triste y abatido y jóvenes violentos que de pronto salían de la nada y gritaban en la plaza Wittemberg: «
Deutschland Erwache
!»
Las SA justificaron las esperanzas que Hitler y Goebbels habían depositado en ellas. Ninguna otra organización nazi igualó siquiera el formidable papel que desempeñaron para estampar el sello de Hitler en toda la faz de la República de Weimar. Hacia 1933, el ejército callejero de Bruno era el indicio más visible de que la barbarie había suplantado a la democracia en Alemania. Como expresó más tarde Sebastian Haffner:
El partido nacionalsocialista de Hitler exhibió desde el principio un dinamismo asombroso. Sólo obedecía a una voluntad dominante […] y hasta las unidades más pequeñas rebosaban de espíritu de lucha, eran la locomotora silbante y estruendosa de un tren electoral […] Las SA superaron con creces a todas las demás organizaciones políticas en agresividad y beligerancia y, por supuesto, en brutalidad homicida. Las SA eran el único realmente temido de todos los ejércitos privados que había en aquel tiempo.
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Y de todos ellos, pocos batallones fueron equiparables en ferocidad al Sturm 33 de Bruno.
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No obstante su tamaño y su fuerza, no fueron las SA las que dieron el gran paso último que condujo a la «toma del poder» por los nazis en 1933, sino el propio Hitler, cuyo perfil iba creciendo más rápidamente incluso que el número de votantes del partido. La índole amenazadora de sus paramilitares hizo imposible no tenerle en cuenta, pero ellos solos no explican el vuelco extraordinario que se produjo. Hitler saltó al primer plano y transformó su personalidad como líder del partido en una fuerza política por derecho propio. Votar a los nazis ya no parecía significar votar por un «partido». Hitler se ofreció como guía para la salvación de Alemania. Los comunistas sólo podían alegar su dependencia de Moscú. Los demás partidos eran rehenes de la democracia y el capitalismo.
Hitler explotó todos los dividendos derivados de la Gran Depresión. Fustigó a los partidos tradicionales como esclavos de intereses personales. Los votantes ordinarios desoyeron las argucias de los partidos rivales y se encontraron cara a cara con una Alemania encarnada en la figura del Gran Dictador. En este aspecto fue también útil el dinamismo de las SA. Aunque a los alemanes corrientes no les gustaba lo que veían en las calles, muchos de ellos, a su pesar, admiraban lo que representaban, es decir, una garantía contra lo que más despreciaban en los políticos: que eran todo labia y pasividad.
Los nazis acabaron conquistando el poder por medio de una serie de elecciones y a través de una sucesión de cuatro cancilleres distintos bajo la supervisión de un presidente cada vez más senil, Hindenburg. Hitler se había presentado como el hombre que podría entregar el apoyo de las masas a la derecha conservadora; cometieron el terrible error de creer que explotarían ese apoyo al mismo tiempo que controlaban a Hitler como su portavoz y títere. Se equivocaron de lleno. Gracias a una secuencia pesadillesca de cálculos erróneos y autoengaño continuado, una serie de políticos mediocres empujaron a Alemania al abismo.
El 30 de enero de 1933 todo había acabado. Tras haberse negado el año anterior a conformarse con el cargo de vicecanciller, Hitler fue nombrado canciller. La derecha de Berlín dio rienda suelta a una euforia masiva. El poder absoluto estaba ahora a su alcance; la dictadura entusiásticamente prevista estaba cerca de hacerse realidad. Sus rivales comunistas estaban deshechos y rápidamente se sumieron en las sombras, conscientes sin duda de lo que se avecinaba. Hitler había llegado para quedarse y no permitiría que nadie le impidiese convertir el Tercer Reich en la antítesis de todo lo que tanto había despreciado en la República de Weimar. La travesía del desierto que Bruno y sus camaradas nazis habían soportado durante los años veinte y principios de los treinta por fin había concluido. Durante casi un decenio, Bruno había sido un militante marginal que se batía en las calles; de golpe, 1933 transformó al dentista de veintisiete años en un miembro de una nueva casta del régimen nacionalsocialista. Fue una oportunidad que explotó implacablemente.
La noche del 30 de enero tuvo lugar el desfile más triunfante en el que Bruno participó nunca. Todas las SA y las SS berlinesas, formaciones de civiles y veteranos del Stahlhelm, realizaron una marcha de seis horas, iluminada por antorchas, por el corazón del Berlín imperial. Adolf Hitler, su líder durante más de catorce años, había entrado finalmente en la ciudadela del poder alemán tras haberse asegurado, sólo unas horas antes, la aprobación del presidente Hindenburg para que fuera nombrado canciller. En palabras de un soldado de asalto que vivió aquel día:
Un increíble estallido de alegría nos recibió cuando nuestra marcha cruzó la puerta de Brandeburgo. Miles de espectadores con la cabeza descubierta cantaban «
Deutschland über Alles
» y la «Canción de Horst Wessel» […] De pie en las ventanas de la cancillería estaba Hitler, entre Göring y Himmler, el jefe de las SS […] Aquella noche volvimos más tarde a nuestro
Sturmlokal
para festejar como se debía el acontecimiento que había recompensado todas nuestras luchas y sacrificios.
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Veinticuatro horas antes, Bruno había sido otro de los exaltados que escupían su furor nacionalista y desfogaban su desprecio por la democracia. El 30 de enero, cuando él y sus camaradas de camisa parda recorrían la Wilhelmstrasse hacia el palacio presidencial, sintió una enorme satisfacción personal por el largo e importante papel que había interpretado en la lucha de liberación que acababa de culminar. Le daba igual que el éxito electoral aún distara mucho del poder absoluto (que llegaría un año o así más tarde), o que el Partido Nazi de sus amores fuese todavía una minoría en el Reichstag (donde sólo tres nazis ocupaban cargos en el gobierno). Bastaba con saber que, cuando las tropas de asalto cruzaron la puerta de Brandeburgo al paso de oca, pasaban de una era a otra. Weimar estaba muerta. Había nacido la Alemania de Hitler.
Fue un espectáculo impresionante, como testimonió el embajador francés, André François-Poncet, que lo presenció: «De aquellos hombres con botas y camisa parda, que desfilaban con perfecto orden y disciplina, que se desgañitaban cantando canciones bélicas con sus voces afinadas, emanaba un entusiasmo y un dinamismo extraordinarios. Los espectadores, apostados a ambos lados de las columnas en marcha, emitieron un vasto clamor.»
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A Melita Maschmann, otra testigo del gran desfile, los vítores y la marcha no le parecieron júbilo político:
El retumbar de los pasos […] la luz parpadeante de las antorchas en las caras […] eran a la vez algo enardecedor y sentimental. Las columnas desfilaron durante horas […] en un momento dado, alguien saltó de repente de las filas de los que desfilaban y golpeó a un hombre que estaba a sólo unos pasos de nosotros […] Le vi caer al suelo con la cara ensangrentada y le oí gritar […] Su imagen me persiguió durante días.
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Pero había también algo conmovedor en aquella particular espectadora, que tuvo la sinceridad de reconocer la sensación intensa, casi eufórica, que se experimenta al entregarse a la violencia:
El horror que me inspiró esta escena estaba casi imperceptiblemente teñido de una alegría embriagadora. «Queremos morir por la bandera», habían cantado los portadores de antorchas […] Me asaltó un ardiente deseo de ser como aquellos hombres, para quienes era una cuestión de vida y muerte […] Quise huir de mi vida pueril y estrecha y consagrarme a algo grande y esencial.
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A Bruno y a sus camaradas les emocionó ver las figuras de policías berlineses que flanqueaban la marcha y que tan a menudo habían sido sus adversarios, pero que ahora ostentaban con orgullo sus auténticos colores y lucían brazaletes con la cruz gamada. Aquello sólo significaba una cosa. Ya no existía nada lo bastante fuerte para frenar a los nazis.
En cuanto terminó el desfile, Bruno y su grupo de las SA perdieron poco tiempo en dedicarse al asunto inmediato que tenían entre manos. La justa violencia contenida de la «marea parda» de las SA ahora podía ejercerse en toda la vida alemana con una brutalidad autorizada y sin restricciones, eliminando la oposición y sentando los cimientos de la nueva Alemania. Bruno estaba impaciente. No sólo eran libres de tomarse la justicia por sus propias manos, sino también de definir lo que era legal y lo que no lo era.
A Bruno no le costaba nada recordar la agresión y decidirse a desempeñar un papel en la era que empezaba. El momento no podía haber sido más oportuno para un dentista de las SA: todo aquello se había conseguido antes de que él cumpliera treinta años. Su vida profesional, política y personal estaba prosperando al mismo tiempo. Ya estaba casado. Siendo un dentista recién titulado, había conocido al extraordinario personaje de su futura suegra, mi bisabuela Ida, que también era dentista y se había prendado de aquel joven ambicioso. Las ideas de Ida, apenas menos francas que las de él, le habían cautivado. Ida siempre había tenido debilidad por los jóvenes inteligentes y enérgicos, y pronto le presentó a su hija Thusnelda, un año menor que Bruno.
Lo mismo que él, Thusnelda era prusiana y había nacido en 1907 en Osterode, en el este remoto de la provincia. Su familia eran verdaderos seguidores de los nazis, aunque de un tipo inusual. El poder en la familia de Thusnelda lo ejercía Ida, su madre, otra mujer de armas tomar. Cuando su primer marido murió en el frente occidental, había estudiado en la escuela de dentistas de Danzig y mantenido a su familia ejerciendo el oficio por derecho propio, un logro muy infrecuente para una mujer de su generación y orígenes. Cuando se casó en segundas nupcias, no quiso renunciar a su apellido de soltera, Lietzner, y adoptar el de su marido, Pahnke, accediendo sólo a tomar uno compuesto, la señora Pahnke-Lietzner. Pero su heterodoxo vigor femenino no le impidió abrazar la ideología nazi que, de haber seguido sus principios en su propia vida, habría tardado muy poco en relegarle a los dominios más tradicionales de las mujeres. Lo que unió a Thusnelda y a Bruno trascendía la simple afinidad política. Se enamoró locamente de él desde el principio; a él, por su parte, le cautivó su carácter dulce y la pasión boquiabierta que ella sentía por él. Se prometieron bajo la mirada severa y cómplice de Ida y se casaron en la primavera de 1932, en una boda oficiada por sus camaradas de las SA. Alentado quizá por el ejemplo de su suegra, Bruno, que llevaba cuatro años trabajando de dentista auxiliar, abrió su primera consulta.