No había nada más imprevisible que la política alemana, y los nazis eran plenamente conscientes de la facilidad con que su régimen podía ser rechazado, del mismo modo que las docenas de otros partidos que habían surgido y desaparecido en la confusión de los años de Weimar. Bruno y sus camaradas habían emergido del olvido y no querían retornar a él. Había que convencer a todos aquellos millones que no habían votado por Hitler de que se unieran a los millones que sí lo habían hecho. Aterrorizarlos no era suficiente. La batalla siguiente era la política, convencer a Alemania de que el nacionalsocialismo encarnaba sus esperanzas más profundas y que todas las demás formaciones políticas estaban muertas. Había que mostrarles la luz y que se sometieran a ella.
La retórica nazi machacó este punto. La democracia no funcionaba porque subordinaba el
Volk
a la mediocridad de la opinión de las masas, donde los mejores eran siempre ahogados por los peores. Tampoco funcionaba la anticuada monarquía alemana; era decadente, conflictiva y producto de un privilegio, no un destino histórico. El comunismo era lo peor de todo: entregaba el poder no sólo al proletariado, sino a los patronos de Moscú.
Hitler sabía que había dado a los alemanes corrientes un atisbo de utopía en la que la propia política parecía redimida, era un himno único de objetivo nacional.
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La causa fundamental de la popularidad de Hitler residía en una promesa: la de unidad racial. La violencia y la insurrección habían sido el precio que había habido que pagar por la creación más grande del nazismo, lo que ellos llamaban un
Volksgemeinschaft
, una comunidad popular, que aseguraba ser abnegada y sin clases. Era un sueño poderoso y Hitler lo erigió en símbolo: «No reconozco a burgueses ni a proletarios; sólo reconozco a alemanes», había proclamado en 1927.
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Muchos alemanes, entre ellos los hostiles a los nazis, recibieron este mensaje con los brazos abiertos.
Al cabo de unas semanas, hasta los agnósticos se quedaron fascinados por el espectáculo del estilo carismático de Hitler. Millones de ciudadanos conservadores estaban tan impresionados por la crueldad con que había aplastado a la izquierda como extasiados por el modo en que encarnaba sus sueños y esperanzas más profundos. Para muchos de la edad de Bruno fue nada menos que un despertar sacramental.
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Aún más seductor, la política de Hitler parecía avalada por una doctrina de justicia nacional. Denunciaba incesantemente las iniquidades que afirmaba que Alemania seguía sufriendo, tanto las del pasado (la «puñalada en la espalda» de 1918, el Tratado de Versalles, la inflación y el paro) como las del futuro (la negación para siempre del lugar que le correspondía al país en el mundo). Estos crímenes contra el
Volk
alemán los habían cometido los mismos traidores que habían introducido la República de Weimar y vendido el destino de Alemania. A la justicia le acompañaba la justificación. Era justicia lo que Bruno y sus camaradas matones de las SA administraban en los sótanos y celdas improvisadas: no una brutalidad indiscriminada, sino un castigo.
En la justicia nazi no había sitio para las transacciones. Los adversarios tenían que pagar su traición con dolor, humillación e incluso la muerte. Los nazis se sentían facultados para su venganza justiciera porque quienes se les oponían habían perdido el derecho a la piedad. Su falta de compasión constituía la más formidable arma política nazi. La victoria contra las fuerzas del bolchevismo no sólo supuso el triunfo del partido, sino que representó el momento en que los alemanes podían dejar atrás la política y asumir el papel legítimo de pueblo europeo dominante, su raza superior. El precio que había que pagar por ello era, por supuesto, la obediencia ciega a la voluntad del Führer, cuya jefatura representaba de una forma exagerada y sublime las mejores esencias del
Volk
. ¿La recompensa? La infalibilidad mágica de Hitler, que allanaba el camino hacia un futuro único y exclusivo.
Había límites, no a la criminalidad sino a la motivación. No todos los aspectos del nuevo régimen nazi estaban exentos de la censura de Hitler. Los hombres de las SA que habían contribuido a obtener la victoria eran también los que más la amenazaban. Alcanzado el poder, muchos integrantes de la principal corriente política estaban descontentos por las atrocidades impunes de las SA. Desconfiaban de los arrogantes camisas pardas y condenaban el placer que visiblemente les causaba practicar el terror y la tortura, actos que empañaban la imagen de Hitler, que debía mostrarse respetable y resuelto. Por muy desencantada que estuviese la gente con las privaciones y las frustraciones de Weimar, no todo el mundo pensaba que entregar el país a un ejército de renegados sin empleo e indigentes fuese una buena idea.
Y también había murmuraciones entre los SA. ¿Qué habían ganado? No les bastaba con hacer redadas de sus viejos enemigos y tener las manos para aterrorizar e intimidar. Era hora de que el partido saldara sus deudas. Para algunos de las SA esto significaba simplemente el botín de la victoria, recibir dinero y empleos como correspondía a los «ganadores». Para otros, albergar el sueño de que serían ellos, no el partido, los que dominasen a la nueva Alemania, gobernándolo con una junta de soldados de asalto veteranos. En cambio, veían horrorizados que el nuevo régimen parecía incumplir todo lo que les había prometido y empezaba a acercarse a las mismas élites que las SA consideraban sus enemigos políticos. Hitler cortejaba a los funcionarios públicos, a la oficialidad, a los magnates de la industria, a los abogados, a los intelectuales y a los políticos de carrera, todos los cuales (a juicio de las SA) personificaban lo peor de la complacencia burguesa.
Para numerosos jerarcas nazis, las tropas de asalto de las SA eran una molestia y un bloque de poder rival. Habían ayudado a despejar el camino a la victoria; ahora debían eclipsarse y desaparecer. Empezó una campaña de murmuraciones. Röhm, el jefe de las SA, no era de fiar, decían, porque siempre había acariciado la ambición de deponer al Führer y convertirle en el portavoz político de la organización. Planeaba otro golpe. Conspiraba con potencias extranjeras. Echar pestes continuamente estaba causando impacto. A diferencia de Stalin, Hitler se sentía estrechamente unido al mundo de sus antiguos combatientes, pero no a cualquier precio. No fue difícil convencerle de que aquel tipo de sedición era demasiado típica de Röhm y de las SA en general. Su historia estaba plagada de ejemplos. Röhm se había visto forzado a exiliarse en Bolivia en 1925, su sucesor Franz Pfeffer von Salomon fue destituido en 1930, la tentativa de motín de sus partidarios (bajo el mando de Stennes) había sido aplastada en 1931. Una vez más, se ensanchaba la grieta entre el partido y las SA.
El ejército, tan crucial para los planes futuros de Hitler, había dejado claro que nunca toleraría verse subordinado a Röhm, y ni siquiera que le hiciesen competir con las SA por las armas y recursos. Para Hitler, cuya ambición iba más allá de lo que los generales del ejército alcanzaban a imaginar, era un auténtico dilema. A pesar de su tamaño desdeñable, el ejército poseía un poder ofensivo y un valor estratégico. No así los vigilantes de la calle, de uniforme pardo, ahora que habían cumplido su papel principal: despejar la vía hacia el poder. Hitler no tenía intención de pasarse la vida mirando por encima del hombro con miedo a que le clavaran un cuchillo de las SA o, aún peor, de limitar sus aspiraciones por culpa de incesantes rencillas intestinas.
Hitler quizá admirase el talento organizativo de Röhm, pero recelaba de sus motivos. El Führer fue informado de que las SA no sólo fomentaban una «segunda revolución», sino que estaban conspirando activamente con potencias extranjeras (en especial Francia) para derribarle. Hacia finales de la primavera de 1934, su paranoia se estaba convirtiendo en puro pánico. Ni siquiera Bruno, que estaba bien relacionado, como todos los
apparatchik
del partido, tenía la menor idea de las fuerzas que se estaban coaligando contra Röhm y su liderazgo. En efecto, las SA se vieron sorprendidas porque no poseían un sistema de inteligencia eficaz y eran superadas completamente por la habilidad de sus muchos adversarios.
Inconsciente del apuro en que se hallaba, Röhm ordenó alegremente a sus huestes que se tomaran un prolongado permiso veraniego a partir del 1 de julio. Ahora era urgente el calendario de acciones para Himmler, Goering y los otros que conspiraban para derrocar a Röhm. A partir de julio sería imposible sostener que las SA estaban proyectando un golpe inminente, ya que se habían quitado el uniforme y estaban de vacaciones. Enseñaron a Hitler muestras falsificadas de «listas de muerte» de las SA. El Führer saltó sobre su presa un día o dos antes de que los camisas pardas se fueran de veraneo.
Röhm había empezado el suyo en la ciudad balneario bávara de Bad Wiessee, para reponerse de una serie de dolencias. Sufría del corazón y padecía secuelas de las heridas que había recibido en la Primera Guerra Mundial. Él y su séquito (incluido su harén de consortes masculinos) se alojaban en un hotel, ajenos a la trampa que estaba ya tendida. Hitler y un grupito de oficiales de las SS llegaron en coche temprano por la mañana del domingo 30 de junio. Irrumpieron estrepitosamente en los dormitorios y detuvieron a un grupo de hombres sobresaltados y desprevenidos, entre ellos el propio Röhm. Amonestados, zarandeados y acusados a gritos de traición, fueron conducidos a la cárcel de Stadelheim, en Múnich. Röhm, ahora el preso número 4.034, fue encarcelado en la celda 474, supuestamente la misma que había ocupado cuando le detuvieron en 1923 a causa del
putsch
de la cervecería. Se efectuaron detenciones similares en Berlín y Breslau.
El epílogo fue rápido y despiadado. Unos ochenta hombres perecieron durante la llamada «Noche de los cuchillos largos», bien donde estaban cuando les arrestaron —en sus casas, sentados ante su escritorio—, bien delante de un pelotón de ejecución formado en Múnich, Berlín, Breslau y Dachau. Las SS se sirvieron del caos para saldar una serie de cuentas pendientes con destacados críticos del régimen, entre ellos el hombre que había escrito recientemente un discurso hostil leído por el vicecanciller Von Papen.
Finalmente le tocó el turno a Röhm. Al hombre que había sido mentor de Hitler y su aliado más próximo le dieron un revólver cargado para que pusiera fin a su vida, pero se negó a colaborar en la farsa de su propia culpa y, en vez de aceptar la invitación, se descubrió el pecho y encaró a los dos oficiales de las SS que entraron en su celda y sin demora le dispararon a quemarropa. «Todas las revoluciones devoran a sus propios hijos», dicen que dijo. Ordenaron que la matanza concluyese antes del 2 de julio, y a los que cayeron después de esa fecha les adelantaron la que figuraba en el certificado de defunción.
Las SA dejaron de ser una organización independiente, y durante el resto de su historia nunca volvió a escaparse el control de las riendas del partido.
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Siguieron existiendo, pero en una forma muy reducida. Les confiscaron casi todas las armas y se las entregaron al ejército. El número de sus miembros disminuyó desde casi cuatro millones a sólo un poco más de dos y medio hacia septiembre de 1924. Para abril de 1938, perdieron otro millón y medio de efectivos. Se suprimieron sus oficinas políticas y ya no volvieron a estar representadas en las altas esferas dentro del partido. Después de la guerra, esta pérdida de poder decisorio las salvó de que las autoridades aliadas las declarasen una organización criminal.
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Bruno no fue el único soldado de asalto que tuvo que asimilar el hecho de que la jefatura de las SA había apostado muy fuerte y había perdido la partida.
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La población alemana aceptó la explicación oficial que les dieron en los días siguientes: las pendencieras y rebeldes SA no eran populares, y nadie pareció con ánimos de cuestionar la interesada versión de los hechos que dio Hitler. Aunque se había mostrado reacio a eliminar a su camarada más antiguo, pronto se vio recompensado por sus actos implacables. Apenas tuvo que esperar un mes para saber si la apuesta había sido rentable. El 2 de agosto falleció finalmente el anciano presidente Hindenburg. Inmediatamente Hitler se apropió de su cargo, que por fin le dio poder no sólo sobre el Reichstag, sino también sobre el país entero. Dos semanas después, buscó una ratificación retrospectiva de esta usurpación en un plebiscito celebrado el 19 de agosto. El ochenta y nueve por ciento de los votantes la respaldaron; cuatro millones y medio de alemanes, incluso en esta etapa tardía, tuvieron el coraje decir «no», pero en vano. Fue una victoria aplastante.
Para neutralizar el liderazgo de las SA, Hitler insistió en exigir un juramento de lealtad personal a cada soldado alistado en el Reichswehr; y lo obtuvo. «Juro por Dios en este voto sagrado que observaré una obediencia incondicional con el Führer del Reich y del pueblo alemán, Adolf Hitler, comandante supremo de las fuerzas armadas, y que estoy dispuesto como un soldado valiente a arriesgar mi vida por este juramento en cualquier momento.» Asesinar a Röhm había reportado un enorme botín político. El ejército renunció formalmente a su independencia; se había frenado a los truculentos camisas pardas; hasta la oposición de la derecha había sido superada. La muerte del escritor de discursos de Von Papen persuadió a la oposición conservadora (muchos de cuyos miembros aún creían que se podía «domar» a Hitler) de que sus días de agitación política se habían acabado. Fueron desterrados los nacionalistas, los monárquicos y todos los que se aferraban a la antigua jerarquía prusiana.
Es una ironía que sólo mediante su desaparición las SA habían conseguido ofrecer a Hitler el último servicio de despejar la vía para la asunción del poder absoluto. Röhm acabó siendo mucho más útil muerto que vivo. El jefe asesinado pasó a ser un poderoso emblema de la determinación de Hitler y de su disposición a hacer cualquier sacrificio que la ley y el orden exigieran. Nada empujó más a los indecisos a adaptarse al nuevo régimen en la Alemania de Hitler que el espectáculo brutal de verle eliminar a sus propios secuaces. Las SA estaban aterradas, pero la clase media dominante aplaudió la purga.
Los que estaban dentro del movimiento, como Bruno, aprendieron una lección muy distinta. La ingenuidad de Röhm había resultado ser más peligrosa aún que la traición pura. El futuro del país estaba en manos de Hitler y su partido, no en las de las tropas de asalto armadas. La dictadura no sólo era militar, sino racial. Los beneficiados fueron los que sabían manejar la ideología y no sólo las armas. Fue una situación afortunada para Bruno, que además de su uniforme SA poseía un don más valioso para los nazis: su sagacidad política. Había elegido el bando del partido, y no el de las SA, porque a diferencia de la mayoría de sus camaradas veía un cuadro más amplio y comprendió que el nacionalsocialismo era demasiado importante para reducirlo a una ventaja personal a corto plazo. Su lealtad le valió uno de los más codiciados trofeos del nuevo régimen, el que lució con orgullo en su guerrera.