Por supuesto, lo más sorprendente al leer los documentos hoy es hasta qué punto se habían invertido —hasta pervertido los valores judiciales de los nazis. Hahn fue expulsado de las SA por un asunto de materiales de construcción robados. En realidad, Hahn era un matón violento y asesino. Incluso lo sabía el nuevo oficial al mando de Bruno, el Sturmbannführer Feldmann, reconociendo (no sin reservas) «su agresividad y su capacidad de inspirar miedo». Hahn había disparado a sangre fría contra un comunista en 1931, y después huyó a Holanda para evitar la persecución de la policía de Weimar, hasta que las aguas se calmaron y pudo volver a Alemania. Para Bruno estos actos eran acciones decisivas que merecían más respeto, no menos; ojalá Hahn no hubiera sucumbido a una sucia tentación.
No cabía duda de que el episodio de Rohmeyer afianzó la posición de Bruno, aunque quizá no con sus camaradas más próximos. Tampoco había dudas de que se le había abierto el apetito para este tipo de labor investigadora. Quizá por todos estos motivos resultó que este capítulo fue el último del largo historial de Bruno en las SA, un periodo que había abarcado desde la violencia del Sturm 33 de Hans Maikowski hasta las pérfidas disensiones del Sturm 31 de Heinrich Kuhr. Bruno era un observador demasiado astuto de la red de poder nazi para no haber advertido el pronunciado declive del prestigio y la influencia de las SA. Por primera vez en doce años, la organización ya no podía brindarle la «realización política» que él tanto valoraba. Tendría que satisfacer sus ambiciones en otro sitio. Cuando 1936 se acercaba a su fin, Bruno había tomado su decisión más trascendental. Era el momento de abandonar las SA y unirse a los verdaderos ganadores de la revolución nazi: los hombres de negro de Himmler, las SS.
Tardó en gestionarlo desde enero hasta agosto de 1937, pero al cabo de siete meses mostrando la combinación correcta de lealtad y fiabilidad ideológica, Bruno finalmente recibió la carta más importante de su historial nazi: «Con efectos a partir del 12 de septiembre de 1937, le admito como miembro de las SS y le asciendo al rango de Untersturmführer [subteniente].» Había presentado su solicitud a la junta de selección más severa: «El Sturmführer de las SA Bruno Langbehn, con el número 36.931 del partido, fecha de afiliación el 17 de mayo de 1926, perteneció al Frontbann entre 1924 y 1926, donde sirvió como dentista del regimiento 1/1 de las SA. El 20 de marzo de 1937, Langbehn ingresó en las SS, donde pudo hacer uso con un gran provecho de su red de excelentes contactos. Cumple todas sus tareas con gran circunspección y energía. Posee una mente ágil y un coeficiente intelectual superior a la media. Se recomienda su nombramiento como Untersturmführer.»
El resto fue una formalidad. Bruno entró en las SS con la aprobación de oficiales superiores de Berlín y el apoyo formal del Obersturmbannführer [teniente coronel] Falkenberg: «No hay objeciones a que el Sturmführer de las SA Langbehn sea aceptado como oficial de las SS. La oficina regional está de acuerdo en que se le otorgue el grado de Untersturmführer de las SS y a que sea admitido en el cuerpo, y solicita que se apruebe la presente recomendación.» A los que no estaban familiarizados con las complejas jerarquías del nacionalsocialismo podría haberles parecido que se trataba de un simple traslado de una organización nazi a otra, pero Bruno sabía que no era así. Comprendió que su ingreso en las SS suponía una fase nueva y un gran avance en su trayectoria hacia el corazón de la élite nazi. Era el momento en que pasó a ser el equivalente nazi de un hombre hecho a sí mismo, en que debió de pensar que su largo y violento aprendizaje le había por fin granjeado el reconocimiento y la aprobación que tan ardientemente deseaba.
Pero si 1937 fue un año de apoteosis personal para Bruno, también tuvo un significado similar para todo el país. Supuso la culminación de una batalla interna por el alma de Alemania, una lucha por redefinir la nación en la imagen del Führer.
Se había librado desde que Hitler llegó al poder en 1933, y Bruno había desempeñado en ella su papel completo. Pero ningún
apparatchik
nazi que medrase se mantenía estacionario. Bruno evolucionaba al mismo tiempo que el Tercer Reich. No era muy sorprendente, teniendo en cuenta la importancia de la violencia, que hubiera demostrado su valía con la camisa parda de las tropas de asalto. Sin embargo, pocos habrían predicho que encontraría su auténtica vocación nazi en su calidad de dentista y burócrata. Los cuatro primeros años del régimen le verían pasar de matón callejero a un tipo muy distinto de nazi perfecto, y este proceso reflejaría cambios mucho más inquietantes que se estaban produciendo en lo más hondo del nazismo.
Antes de 1933, el periodo de formación de Bruno se había caracterizado, como él sabía demasiado bien, sobre todo por la experiencia de ser un segundón. Después de 1933, todo esto cambió. A partir de entonces la guerra se libró desde dentro, y Bruno y sus aliados de mentalidad afín establecieron el orden del día. Ahora controlaban los resortes del poder y estaban determinados a utilizar todos los medios que su nueva situación de hombres del aparato ponía en sus manos para alcanzar sus objetivos. Fue una campaña encaminada a ganarse el corazón y la mente de alemanes sensibles y a intimidar a los menos inclinados a aceptar su nuevo estilo de gobierno. Fue, en efecto, un proceso por el cual se nazificó al conjunto de la sociedad, impregnada de las ideas, evoluciones y terminología del partido.
No había aspecto de la vida demasiado importante o demasiado banal para ser colonizado por las pautas de conducta nazi. Para un
Volksgenosse
o camarada de raza muy motivado, como era el caso de Bruno, todos los días ofrecían la ocasión de lucir sus credenciales del partido. Había todo un nuevo lenguaje especial que asimilar, que iba desde el ahora prácticamente obligatorio «saludo a Hitler» (con el brazo levantado y un sonoro «Heil, Hitler») hasta las numerosas organizaciones, rangos y conceptos que inundaban el Tercer Reich. Era un universo plagado de siglas
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, abstracciones
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y rangos
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del partido, que sin duda hacían las delicias de Bruno porque eran la prueba concluyente de que el país y el partido se habían fundido en una sola entidad.
Siempre había tendido a asociarse de un modo compulsivo, dentro de instituciones se sentía más feliz que nunca, era un miembro de comité por naturaleza. Más tarde en su vida, mucho después de la guerra, cuando la sociedad alemana había perdido gran parte de su formalismo anterior, le seguía encantando participar en asociaciones, asistir a funciones solemnes, coleccionar insignias. Fue toda su vida un amante del protocolo oficial, incluso en una época que posteriormente lo abandonó en gran medida. Debió de sentirse en su elemento en un sistema que medía la lealtad al Reich por medio de la pertenencia a una larga lista de sociedades que abarcaban todos los aspectos de la vida cotidiana. La pertenencia pasiva, por supuesto, no bastaba para disipar las sospechas del nuevo gobierno. Los alemanes estaban obligados a mostrar cada poco tiempo su adhesión al Estado nazi y la fidelidad a sus valores de formas más expresivas. Había innumerables ceremonias a gran escala, días de fiesta nacional, procesiones, campañas de beneficencia que exigían una participación entusiasta, a veces incluso mediante donaciones en metálico, y siempre con banderas y vítores. Un pilar del régimen como Bruno sacaba el máximo provecho de cada una de ellas.
Cada manzana de edificios —cada calle, cada vecindario tenía su «vigilante»; juntos, constituían un ejército de vigías de aguda mirada a la espera de saltar sobre cualquier transgresión mínima o posible acto irreverente. Para muchos ciudadanos ordinarios, las consecuencias de un chiste captado por oídos hostiles, o de poner negligentemente los ojos en blanco, eran horripilantes. Pero no para Bruno; él no necesitaba recurrir a un «exilio interno», el recogimiento privado en un reducto mental que adoptaban los descontentos con la férula nazi. Había alardeado de sus adhesiones políticas desde que era un adolescente, incluso durante los periodos en que el gobierno de Weimar las declaró ilegales. Exhibirlas ahora no sólo era un deber, sino una fuente de profunda satisfacción que hacía de cada día una concentración de Núremberg en miniatura.
Bruno también aceptó el vestuario. En aquella sociedad todo el mundo aspiraba a llevar uniforme, por modesto que fuera su trabajo: carteros, ferroviarios, funcionarios. Bruno les llevaba una ventaja de diez años, incluso antes de entrar en las SS, con su guerrera marrón de las SA, ornada con la insignia de oro del partido. El uso de uniforme era una estratagema de los nazis para que, en palabras de Hitler, «los alemanes puedan caminar juntos del brazo sin tener en cuenta su posición social»
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. Los uniformes suplantaban las variadas distinciones de la ropa informal por una jerarquía cuidadosamente calibrada y calculada por los mandos del partido.
En el régimen nazi, hasta el tiempo de ocio tenía que dedicarse a actividades debidamente aprobadas. Esto no era un problema para Bruno, que siempre había amado los placeres de la vida colectiva y pasaba el tiempo que le dejaban libre su trabajo y sus deberes divirtiéndose con camaradas de ideas afines. En su currículum se mencionaba su labor en la organización recreativa Kraft durch Freude o KdF (fuerza a través de la alegría). Su misión consistía en organizar las vacaciones de trabajadores leales y encargarse de que las disfrutaran en lugares convenientemente tonificantes. La KdF exploraba los paisajes alemanes en busca tanto de lugares vinculados con el ascenso del nacionalsocialismo (puntos con monumentos, escenarios de batallas importantes, cualquier emplazamiento que hubiera servido de telón de fondo a su conquista del poder) como de parajes de una belleza natural tan notable que inculcase a los visitantes una imagen maravillosa de Alemania. Ni siquiera en vacaciones había asuetos para el nazi perfecto.
El proceso por el cual hasta la última faceta de la vida alemana fue reconstruida para que reflejase el credo nazi tenía, por supuesto, nombre:
Gleichschaltung
o «coordinación» nacional.
El triunfo de la voluntad
de Leni Riefenstahl había ofrecido a los ciudadanos una visión cinematográfica de este proceso. Pero nunca se pensó en limitarlo a películas y creación de mitos. El nacionalsocialismo no descansaría hasta haber calado en todos los poros y en cada resquicio del pueblo alemán. Esto se aplicaba especialmente al mundo laboral, sin excluir las profesiones de la clase media, y Bruno no fue una excepción.
Pocos estamentos profesionales se arrojaron a los pies de Hitler tan entusiásticamente como el de los abogados y los médicos. Los doctores, farmacéuticos y dentistas sólo fueron igualados por los jueces en la rapidez y la totalidad con que se pusieron a disposición del régimen. Bruno era un nazi tan ferviente en su consulta como en la plaza de armas de las SA. Consagraba sus esfuerzos tanto civiles como paramilitares a asuntos nacionales de primordial importancia. De hecho, fue en su calidad de dentista y no en la de soldado como reclamó la recompensa más considerable por todos sus años en primera línea al servicio del movimiento.
Una de las más poderosas instituciones nazis era el DAF (Frente Obrero Alemán), que había sustituido de un plumazo a todos los sindicatos y garantizaba el control nazi de la economía nacional. Los obreros y los trabajadores no manuales fueron los primeros en sentir los efectos del experimento social de Hitler. Para Bruno fue una oportunidad dorada. Apenas sobrepasada la treintena, le nombraron
Gaufachschaftswalter
, o supervisor-administrador principal del Frente. Era sólo el primero de dos cargos importantes; pronto obtendría otro aún más destacado.
La corporación profesional más grande y numerosa que representaba a los dentistas era el Reichsverband Deutscher Dentisten (RDD: asociación alemana de dentistas del Reich), que podía jactarse de contar con 18.000 miembros en 1934 (el noventa por ciento de los dentistas alemanes). Era una institución, como otras muchas, que databa de la época de Weimar y que fue rápidamente reorganizada de arriba abajo entre 1934 y 1935 para ajustarse a las pautas nazis. Sus oficinas regionales cambiaron su nombre por el de
Landesdienststellen
(departamentos regionales) para reflejar su nueva filiación política, y los jefes antiguos fueron sustituidos por nazis fiables. Jugando todas sus cartas, Bruno se llevó el premio gordo profesional de su vida cuando en algún momento de finales de los años treinta (no pude averiguar la fecha exacta) le nombraron
Landesdienstellenleiter
para todo Berlín, que por cierto margen era la más antigua de todas las sedes regionales. Ahora era el responsable de la práctica de los 2.000 dentistas que ejercían en la capital. Esto habría sido imposible bajo la República de Weimar, que nunca habría confiado un cargo semejante a una persona tan joven. Su inquebrantable dedicación durante los años difíciles del partido le reportaba ahora dividendos claros y tangibles.
La cosa no terminaba ahí. Su pertenencia al partido no sólo le dio aquel empleo, sino que le dictaba cómo desempeñarlo. Como funcionario del DAF, las responsabilidades de Bruno iban mucho más allá de las cuestiones triviales de las «pagas y raciones»; su competencia médica le facultaba para participar en la política social que definía la estrategia y el pensamiento nazis: la sanidad pública y el valor de la vida humana.
En cuanto llegó al poder, el nacionalsocialismo trató de purgar y remodelar las profesiones médicas para que se ajustaran a su ideología. Si no existía una igualdad absoluta en el valor de la vida humana —si, como ellos creían, algunas vidas eran intrínsecamente más valiosas que otras—, para plasmar esta creencia era necesario reestructurar el sistema sanitario existente. Esto conduciría en última instancia a actos de una maldad inconcebible perpetrados en nombre de una envilecida ciencia médica, pero tuvo sus orígenes en una cuestión simple. Si proteger la salud de un pueblo racialmente puro era el primer deber del Estado, ¿quién debía encargarse de cumplir esta tarea fundamental? Antes de abordar el tema de quién era digno de recibir tratamiento, el Estado nazi quiso determinar quién era idóneo para dispensarlo. ¿A quién se debía permitir el ejercicio de la medicina? Para gente como Bruno, la respuesta era sencilla. La profesión de médico y dentista era la que más responsabilidades entrañaba dentro de la «comunidad de raza». En consecuencia, había que excluir de ella estrictamente a los judíos.