El nazi perfecto (39 page)

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Authors: Martin Davidson

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BOOK: El nazi perfecto
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Y entonces, antes de que la etapa final de la investigación y las detenciones pudiesen operar plenamente, pareció que todo concluía. Empezaron a primar otras prioridades y dificultades, no siendo la menor de ellas la tensión creciente entre el Este y el Oeste. Para entonces, también, había ya suficientes alemanes, incluidos antiguos SS, en posiciones clave de la judicatura y la administración para convencer a los aliados de que convenía trazar una raya en vez de arrastrar los juicios hasta el decenio siguiente. Qué suerte para Bruno. Por primera vez desde la guerra comenzaba a sentirse seguro, aunque tomó la precaución de que un amigo examinase discretamente las listas de desnazificación para comprobar si su nombre estaba o no en ellas.

Le había salvado la política internacional. Finalmente se había producido una confrontación inevitable con los soviéticos a causa de Berlín y Stalin estaba decidido a intentar por última vez expulsar a los aliados occidentales de «su» Berlín, y había establecido un bloqueo para rendirlos por el hambre. La respuesta fue asombrosa: una flota aliada de aviones,
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el «puente aéreo de Berlín» que abasteció a la ciudad de comida, combustible y medicinas, y que en su apogeo llegó a realizar un aterrizaje cada tres minutos. Hasta Bruno reconoció más adelante que había sido un milagro de valentía, generosidad y audacia de los aliados. Recuerdo que, cuando yo tendría siete u ocho años, despedí a mi abuela Thusnelda en el aeropuerto de Tempelhof, a punto de volar a Edimburgo, y casi llorando delante del monumento que conmemora el puente aéreo. Mi padre tuvo que explicarme esta historia en el vuelo de regreso a casa. Me impresionó especialmente lo que me dijo de que los aviones americanos lanzaban dulces y chocolatinas a una nube de niños que se arremolinaban debajo de la aproximación final.

Alemania cambiaba bajo el peso de todas estas crisis y el orden mundial que representaba y poco a poco emergía. El deterioro de las relaciones con los soviéticos presagiaba la guerra fría. Los británicos también tenían problemas: los racionamientos y casi la bancarrota; crisis en la India, Palestina y Corea. Tarde o temprano habría que sentar los cimientos de una nueva Alemania donde la «bizonia» de los aliados (como llamaban a las zonas gemelas británica y americana) proporcionase la semilla de una futura democracia liberal, purgada de todo militarismo. Parecía que Alemania volvería a ser una nación soberana, con su propia moneda, su capital y su gobierno, aunque necesitaría que la sostuvieran las ayudas de millones de dólares del «plan Marshall» y sufrir la presencia de las fuerzas aliadas durante décadas. Para los americanos, en particular, bastaba con que los nazis de otro tiempo se convirtieran en buenos alemanes, de preferencia partidarios de la democracia. Aparte de un puñado de criminales de guerra especialmente terribles, no se ganaba nada persiguiendo a millones de alemanes. No era probable que Bruno discrepara. En el Este se estaba desarrollando un proceso similar que culminaría en la creación de la República Democrática Alemana o Alemania del Este, como mayoritariamente se la conocía. En estas circunstancias, los juicios de desnazificación decayeron y se declaró un armisticio general contra los presuntos miembros de organizaciones ilegales nazis.

En 1949 Bruno supo que su nombre, Bruno Langbehn, había sido eliminado de la lista negra de los aliados, la llamada
Fahnungsbuch
. Estaba limpio, por fin podría obtener el documento que le exoneraba oficialmente de crímenes nazis, llamado
Persilschein
por la marca de un famoso detergente, que declaraba que su titular era más blanco que blanco. Suprimida la amenaza de detención, Bruno se despojó de las reticencias que le quedaban.

No le bastó con exhalar un suspiro de alivio y seguir llevando su vida discreta; por el contrario, hizo algo extraordinario, pero profundamente típico. Procedió de inmediato a cambiar su apellido «Holm» por el original Langbehn. Le ayudó que, en un acto de increíble cinismo, los administradores alemanes de la posguerra hubieran creado incluso un procedimiento para ello, sin que intentaran ocultar cuál había sido la única motivación para recuperar el antiguo apellido (al contrario que el cambio por uno totalmente nuevo con arreglo al Deed Poll
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). Moralizar no era de su incumbencia.

Dos sencillos impresos, uno con matasellos de Wedel y fechado el 18 de abril de 1950, y el segundo de Berlín, con fecha de 23 de febrero de 1951, confirmaron oficialmente el cambio. Bruno y su familia habían recobrado su apellido real, anterior a 1945. Pero nadie se llamó a engaño. Mi madre recuerda el sarcasmo con que determinado maestro recibió la noticia de que ella y su hermana se llamaban Langbehn, no Holm. «Un hatajo de ex nazis», le había soltado a la cara.

Por primera vez en más de cinco años, la guerra y las experiencias de la posguerra habían desaparecido. Había comenzado una nueva era, nacional y personalmente. Bruno cruzó una línea y entró en su nueva vida, sin la carga de las responsabilidades de la antigua. Se proponía aprovechar la oportunidad de un modo pleno y manifiesto. Wedel había cumplido su propósito y estaba impaciente por regresar a su territorio lo antes posible. Recuperado su nombre, llegó el momento de despedirse de la estrecha y deprimente ciudad de acogida y volver por fin a lo que había sido siempre su hogar y el de Thusnelda, Berlín, y no cualquier parte de Berlín, sino su barrio predilecto, Charlottenburg. Fue una desafiante vuelta a casa.

Cuatro años después, el proceso de renovación de la ciudad era evidente. Eran bien visibles los destrozos y las ruinas, pero también los primeros signos de despegue económico. Berlín había perdido su predominio político; ya no era siquiera la capital de Alemania Occidental (la habían trasladado al somnoliento Bonn; más tarde Berlín Este se convertiría en la capital de la República Democrática Alemana), pero su importancia estratégica, su prosperidad creciente y, por supuesto, la resonancia de los recuerdos hacían que para Bruno fuera impensable vivir en otro sitio.

Tenía prisa por compensar el tiempo perdido y echar raíces en los años de auge; era libre de beber a su antojo y arremeter contra todo lo que le horrorizaba del mundo de la posguerra. Restringir la política a la butaca de su casa y el fondo de sus bares favoritos era un pequeño precio que pagar. Había salido absolutamente indemne del proceso de desnazificación. No había sufrido más que la mayoría y mucho menos que otros muchos. Y se sentía totalmente justificado; al igual que miles de otros ex nazis, consideraba que seis meses de cautividad con los soviéticos y cinco años en una vivienda diminuta de dos habitaciones eran un correctivo más que suficiente por todo lo que había obtenido de la época nazi. ¿Y quién iba a reprocharle algo? Era seguro que su generación no removería las cenizas, y la nueva estaba demasiado traumatizada y distraída para adoptar una postura crítica, al menos por el momento. Si para que le permitieran ganarse muy bien la vida como dentista y gozar de los frutos del milagro económico alemán tenía que sepultar sus dos decenios de fanatismo ideológico y renunciar a la guerra genocida que había provocado, estaba dispuesto a hacerlo.

Pero para ello necesitaba reanudar su antigua profesión y volver a trabajar de dentista, aunque hacía más de diez años que no ejercía. Le haría falta una nueva licencia: un último trámite burocrático que soportar. Se habían establecido comités especiales para los veterinarios y dentistas que querían volver a trabajar, y tenía que obtener su aprobación. Fue fácil alegar que no demostraba nada el hecho de que hubiese presidido la oficina berlinesa del Reichsverband der Deutscher Dentisten durante la época de Hitler, puesto que técnicamente era anterior a los nazis. Su suegra Ida tuvo que hacer lo mismo. Los dos lo consiguieron. Aún mejor, ya no debieron aceptar la condición inferior de Dentisten en vez de la más alta de Zahnärzte. El gobierno alemán de posguerra abolió la diferencia. Bruno disponía además del lugar ideal donde recuperar su pericia: trabajando como ayudante de Ida. Por entonces ella había sustituido la consulta de la Reichstrasse por otra nueva en la Kaiserdamm. Dos años después, en 1955, Bruno decidió instalarse por su cuenta. Pero necesitaba dinero. Y no lo tenía.

Encontró ayuda en forma de subvenciones concedidas por empresas que facilitaban equipamiento médico al nuevo floreciente sector sanitario alemán. La más generosa era una empresa particular a la que Bruno recurrió, llamada Degussa (contracción de Deutsche-Gold-und-Silber-Scheideanstalt, el instituto alemán de separación del oro y la plata), un consorcio especializado, entre otras cosas, en metales preciosos. Echar una mano a dentistas recién cualificados era un buen negocio, sobre todo porque uno de sus productos más rentables eran los empastes de oro. Por suerte para Bruno, simpatizaban con los viejos Kameraden como él. A cambio se prestó de buena gana a hacer la vista gorda ante el hecho de que Degussa había estado implicada en algunos de los más abyectos crímenes del Tercer Reich, como la utilización de mano de obra esclava, la arianización de propiedades judías, la adquisición, refinado y distribución de oro, platino y plata expropiados a judíos asesinados (en los llamados planes de «metal judío» o «casa de empeños»), obtenidos de sus bienes robados o arrancados de sus cuerpos, sobre todo de los dientes, y que, por añadidura, había sido uno de los proveedores principales de bolas de gas venenoso Zyklon-B para los campos de exterminio, a través de su filial Degesch (otra contracción parecida: sociedad limitada alemana para el control de las plagas).
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Todo aquello era agua pasada. La subvención de 8.000 nuevos marcos alemanes permitió a Bruno instalar su consulta privada. En 1955, quince años después de haber cerrado la primera, de nuevo tenía un lugar propio, en la Rathenower Strasse 38. Era el tercer acto de repatriación del ex nazi: había vuelto a Berlín, recuperado su apellido y reanudado el ejercicio de su profesión. No daba la impresión de que hubiese perdido gran cosa.

A mediados de los cincuenta, el alivio dio paso a la satisfacción personal. Es elocuente a este respecto una serie de fotografías sacadas en el baile de dentistas, en enero de 1956. Bruno sigue estando un poco demacrado, pero por lo demás es la viva imagen del alemán ufano y opulento de posguerra que disfruta con gente de su edad de un grado de confort material, comida, bebida, cigarrillos y ropa formal casi propio de la era de Eisenhower. Tenían muchos motivos para estar contentos. Alemania se había convertido en la locomotora económica de Europa y gozaba de un nivel de productividad y prosperidad superior al de muchos británicos. Las amplias y radiantes sonrisas tan visibles en aquellas fotos daban testimonio de la buena fortuna que había permitido a los alemanes de su generación no sólo sobrevivir a la guerra, sino prosperar después de terminada.

Sin embargo, detrás de aquella sonrisa de tiburón, se desarrollaba la misma vieja historia. La vida doméstica era infernal para las hijas de Bruno en los años cincuenta. El éxito no había suavizado ni desviado en nada sus maneras dictatoriales (y sus frecuentes resacas). Era inflexible y gravemente recriminatorio. Mi madre y mis tías se estremecen cuando lo recuerdan. Sobrellevar su mal genio y su tolerancia cero con cualquier cosa que considerase impropia o de algún modo inaceptable —lo que incluía casi toda la gama de la conducta adolescente de los años cincuenta— era una lucha diaria. No es de extrañar que mi madre huyera de sus garras en la primera ocasión que tuvo y que fuera a parar a Escocia, donde conoció a mi padre, se casó y formó un hogar lo más lejos posible de Bruno.

En cuanto estuvo en Berlín, quedó claro que nunca volvería a abandonar la ciudad. Ni siquiera le hicieron cambiar de opinión el Muro erigido en 1961 y la transformación de la capital en un punto álgido de la guerra fría, rodeada de tanques, minas, alambradas de espino y una RDA cada vez más hostil y volcada hacia la Unión Soviética, a pesar de que residir allí entrañaba cierto riesgo. Bruno sabía que hacía tiempo que los americanos y los británicos se habían desentendido de los nazis como él, pero no los soviéticos. Berlín estaba circundada por la Alemania del Este, y en consecuencia Bruno sólo podía abandonar la capital por el aire. Cualquier roce con los guardias fronterizos del Este suponía un riesgo real de detención. Ellos y sus aliados soviéticos habían tenido más de diez años para escudriñar los archivos y anotar todos los nombres alemanes asociados con el SD, en especial los relacionados con el Este. La Amt VI y la Operación Zepelín habrían captado su atención. No sé muy bien si a él le agradaba este escalofrío. En todo caso, era un berlinés de pura cepa y viviría allí hasta el fin de sus días.

No obstante sus bravatas, su personalidad cambió. El imperioso y gran bebedor extrovertido se había vuelto una persona mucho más cerrada y aprensiva que, según recuerda mi tío, a menudo rezumaba una sensación de que temía algo. No rehuía el peligro, pero tampoco parecía tentarlo temerariamente. Aunque había prosperado y ya era un hombre maduro, se negó a mudarse de las calles sórdidas del barrio de su juventud: el norte de Charlottenburg, Moabit y Tempelhof. Fácilmente podría haberse sumado al éxodo burgués hacia zonas residenciales arboladas, llenas de abogados, médicos y dentistas. Pero renunció a los pisos y casas de los barrios saludables de Zehlendorf o Dahlem, en Berlín Oeste, y prefirió vivir en una serie de pisos cada vez más modestos y hasta cutres, sobre todo después de jubilarse, a finales de los años sesenta, circundado por nuevas generaciones de emigrantes: eslavos y
Gastarbeiter
(«trabajadores extranjeros») turcos.

Aunque su nombre y su profesión estaban siempre estampados debajo del timbre de la puerta, no pude evitar pensar que en todo aquello había cierta estratagema consciente. Era la zona de Berlín donde había incubado su ideario nazi, y este influjo le duró toda la vida. La simetría entre su vida antes y después de la guerra parecía extrañamente intencional. Era como si extrajera un bienestar singular de la continuidad. No fue casualidad que acabara allí, pero ¿por qué aquellos apartamentos anodinos e inhóspitos? Aunque en su conducta privada no había nada furtivo ni defensivo, no pude por menos de pensar que paradójicamente era donde se sentía más seguro, donde le era más fácil pasar inadvertido y borrar sus huellas, al mismo tiempo que se rodeaba a hurtadillas de sus recuerdos. Pese a ser un hombre tan impregnado de nacionalismo
völkisch
, no parecía importarle la mezcla multirracial que pululaba a su alrededor, aunque siempre llevaba cuidadosamente dos libretas de citas, una de ellas permanentemente «llena» para ahuyentar a los muchos pacientes que le disgustaban; y también se aseguraba de contratar sólo a recepcionistas checas o yugoslavas, pero nunca polacas, de las que afirmaba, fiel a su antigua visión del mundo nazi, que no eran nada de fiar.

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