Sí, lo era. Porque el SD era algo más que un departamento de policía secreta. Cualquiera que trabajase en él, y en especial un oficial con largos años de servicio y ascendido dos veces, estaba indisolublemente vinculado con la maquinaria burocrática del genocidio. El SD había sido pionero en articular y definir la cuestión judía y había sido el cerebro de la «solución final». Habían impulsado los
Einsatzgruppen
y dirigido su actuación. Fue el SD el que creó la oficina de asuntos judíos para planificarlo todo. Fue el SD el que facilitó a Eichmann, Heydrich y Himmler los medios de establecer el sistema nacional de deportaciones a los campos. Bruno había hecho un gran esfuerzo para ingresar en el SD y estaba adscrito a dos de sus divisiones más importantes, la vigilancia interna de los «enemigos de la visión del mundo» y, posteriormente, la inteligencia extranjera. Ninguna de estas funciones era periférica o meramente administrativa, aunque estuviesen separadas de la participación directa en el Holocausto por las paredes de papel de la estructura del departamento. La misión más destacada (autodelegada) del SD fue elaborar una «solución final» para la «cuestión judía». La decisión de Bruno de abrirse un camino en el SD que eludiese la participación directa en dicha solución final nunca supuso cuestionar su moralidad, y mucho menos oponerse a ella, y nada de esto cambiaba en absoluto el crucial legado de su fanatismo nazi, que era algo mucho peor.
Por más mentiras y excusas que escribiera en los impresos de desnazificación o se dijera a sí mismo, la verdad última sobre Bruno es categórica y horripilante. Había trabajado toda su vida adulta para dejar a sus hijas y a los hijos de sus hijas un mundo sin democracia y sin
Untermenschen
, y, ante todo, un mundo sin judíos. Una Europa sin judíos iba a ser la mayor dádiva del nazismo a la posteridad. Se suponía que las generaciones posteriores expresarían su gratitud no sólo por las satisfacciones de la utopía de la unicidad aria, sino por el hecho de que les hubiesen ahorrado la desagradable tarea de tener que hacerlo ellos mismos. Si el plan hubiera salido como estaba previsto, quizá las generaciones siguientes nunca habrían sabido lo ocurrido. Lo habrían aceptado como un simple
fait accompli
. Una dichosa ignorancia habría sido el último privilegio con el que sus padres tenían tan cargada la conciencia; habría sido la «página gloriosa de nuestra historia de la que no hay que hablar nunca», como dijo Himmler en 1943 a los jefes de las SS en Posen. Si los nazis hubieran podido completar su obra, habría sido el logro supremo del régimen, comparado con el cual todos los demás palidecían.
Por eso mi hermana y yo pensábamos que era tan importante comprender qué pensaba Bruno que creía. Ahí residía el horror. La abominación capital del nazismo no era sólo su militarismo o su ansia bélica, sino su insistencia en que los valores que situaban lo humano en el centro eran débiles, corruptores e insignificantes. Había que degradarlo todo en favor del
Volk
, que, aunque compuesto de seres humanos, no le debía nada a la idea de humanidad. La visión del mundo nazi utilizaba la biología para socavar la propia vida. Utilizaba la racionalidad para avalar lo irracional. Y convertía las matanzas no sólo en la única consecuencia de todos sus criterios, sino en su validación definitiva. Nuestro abuelo pasó veinticinco años de su vida subyugado por esas ideas, convencido de su verdad absoluta.
Por tanto estaba muy bien que Bruno, tras haber fracasado en alcanzar estas metas después de la trivialidad de perder la guerra, se hubiese ablandado en su agradable vejez. Se había pasado la vida despotricando contra la democracia y el humanismo pero, llegado el momento, se mostró perfectamente dispuesto a aprovechar sus ventajas. No se trata de si él (o ellos) deberían haber sufrido más. No soy yo quien debe juzgarlo. Pero nos está permitido cuestionar el muy generoso beneficio de la duda que ex nazis como Bruno disfrutaron en los años de posguerra.
Por supuesto, cuanto más avanzaba en este libro, tanto más llegué a advertir los peligros de la fascinación nazi, lo fácilmente que se puede cruzar la raya hacia lo macabro y el voyeurismo. Nunca fue mi intención convertirme en un Viejo Marinero
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con los frutos de mi obsesión. En mi defensa alegaré que el mero hecho de que el tema desprenda un soplo de peligro no significa que no debamos seguir investigándolo. El nazismo representa el nadir que define la moderna civilización occidental. Esto no es menos cierto hoy de lo que lo era en 1945. Es totalmente correcto, en mi opinión, seguir indagando con la mayor energía posible.
Pero también comprendo que mi iniciativa suscite interrogantes. Ahora rememoro de un modo más lúcido las antiguas conversaciones que mantuve con mi abuelo. Sé que él me parecía fascinador e intrigante; que le dejé hechizarme con aquel aura de conocimiento prohibido que irradiaba. Había jugado conmigo explotando el hecho de que, en cierto nivel profundo, a su nieto adolescente le sobrecogía su presencia. Yo fumaba los puros que él me daba, gozaba de las sesiones de bebida, que eran transgresoras porque yo era un menor, y le correspondía debidamente con un escalofrío que debía de ser muy gratificante para el egotista impenitente. Lamento haberle dado la satisfacción, por mínima que fuera, de recordarle que en otro tiempo había sido un hombre importante.
También me percaté de que la táctica de mi madre en su relación con él era mucho más comprensible de lo que yo había pensado. Siempre me había impacientado su falta de curiosidad y no entendía por qué, a diferencia de mí, no tenía el menor deseo de saber más de Bruno de lo que ya sabía. Comprendí entonces que el motivo era que ella no había necesitado saber más. Puede que desconociera la letra de su vida nazi, pero, en una medida mucho mayor que yo, había conocido su espíritu. Ella era la que lo había vivido, la que había sufrido una infancia y adolescencia totalmente malogradas. Tuvo suerte de haber sobrevivido a todo aquello. Ella y sus hermanas habían reaccionado ante la prueba a que las sometía la conducta de su padre del único modo que podían: se habían cerrado en banda, le habían excluido de tal forma que era imposible para él glorificar su pasado en presencia de sus hijas. Se negaban a la condescendencia de prestarle atención. Sí, ahora entendía que mi apetito mucho más inmaduro e impresionable de saber más no era en absoluto más valiente o intelectualmente más audaz que la negativa de las hijas de Bruno a sacarle del atolladero. Comprendo el dolor que sentirán al leer muchos pasajes de este libro, pero me tranquiliza su silencioso convencimiento de que, de todas maneras, era necesario escribirlo.
Por mi parte, sin embargo, nunca tuve la alternativa de no investigar a fondo la vida de Bruno. Cuanto más averiguaba sobre él, más necesitaba saber. Ver desarrollarse en carne viva —y yo era pariente carnal— un historial nazi tan arquetípico como el de mi abuelo era tan incómodo como, al final, irresistible. Sentí que había hallado respuesta a dos cuestiones candentes. La primera era personal. Era sumamente importante que Bruno ya no fuese el único miembro de la familia que sabía lo que había hecho. Fue nuestra ignorancia, mantenida adrede, lo que le permitió regodearse de su triste trayectoria nazi, amparándose en la seguridad de que nunca le pedirían cuentas por ella; y lo había explotado a conciencia. Me alegré de que ya no fuera así, aunque no hubiera sido posible encararse con él mientras estuvo vivo.
La segunda era más amplia: la ascensión del nazismo había dependido de hombres como Bruno en mayor medida de lo que yo pensaba. Por primera vez en mi vida, sentí que había mirado, personalmente y de cerca, largamente y sin miramientos, la cara del nacionalsocialismo, al menos en una de sus facetas. La historia de mi abuelo, tan anónima y común en todos los demás sentidos, quizá resulte cuando menos útil como un relato aleccionador, un ejemplo vivo del daño que pueden causar hasta los hombres normales en épocas de locura histórica. Era, en efecto, el nazi perfecto, pero no en el sentido en que él hubiera empleado el término.
Nunca sabré exactamente, por supuesto, qué mezcla de pesadumbre, contrición y empecinado orgullo había en sus recuerdos del pasado, pero estoy seguro de una cosa: de que la última palabra sobre el Tercer Reich no la tienen ellos, quienes lo crearon, sino los que vinimos después, por limitada que sea nuestra perspectiva. Hace mucho tiempo que ellos perdieron el derecho a trazar una línea divisoria en la arena.
Un libro personal, donde se entreveran las vidas de tantos miembros de mi familia —a ninguno de los cuales deseo incomodar, avergonzar o exponer a una mirada escrutadora—, sólo podría haberse emprendido con su aprobación colectiva, aunque en ocasiones les haya sido difícil expresarla. En primer lugar, me gustaría alzar mi copa por mi colaboradora principal, mi hermana Vanessa. Concebimos juntos el libro y compartimos gran parte de la investigación, y recurrí a ella en todo momento en busca de su apoyo, las comprobaciones de la veracidad y su seguro tacto de navegante cada vez que la familia y la historia entraban en conflicto. Yo llevaba el timón, pero era ella la que tenía los mapas. Tengo que agradecer a mi madre, Frauke, no sólo que sobrellevara la angustia que le causó desenterrar todo esto, sino ante todo que se sometiera a la presión de lo que debió de parecerle una extraña obsesión personal mía, y que no se interpusiese en su camino. A mi padre, Ian, mi inmensa gratitud por confiarme sus recuerdos de familia y por una respuesta tan positiva a un primer borrador, cuando muchas de sus sospechas sobre su suegro cobraron una forma inquietante. Gracias también a Gudrun y a Georg, mis tíos de Berlín, que observaban nerviosamente desde la línea de banda, y a mis primos alemanes, Stella y Bakis, que mostraron una curiosidad contagiosa por lo que pudiéramos descubrir.
Amigos y colegas leyeron diversos manuscritos e hicieron inestimables sugerencias; tres de ellos, precisamente, fueron Michael Jackson, de Nueva York, y Tim Kirby y Denys Blakeway, de Londres. Todos tuvieron la gentileza de insistir en que, en un mundo saturado de libros sobre los nazis, había en realidad cabida para el mío. Mi editora, la temible Eleo Gordon, se granjeó mi gratitud por captar desde el principio el potencial de mi relato, pero especialmente por su estoica paciencia frente a los (muchos) meses que me llevó adaptar el arte de escribir para la televisión al de la página impresa. Ben Brusey contribuyó a dirigir el proyecto a lo largo de sus etapas clave con gran tenacidad y pericia. En Norteamérica, Kathryn Davis facilitó una sagacidad muy necesaria, mientras que George Lucas fue la fuente de una diplomacia y un aliento infinitos. Peter Robinson, agente y amigo, empuñó sus tijeras de podar con el brío de un samurái, demostrando una vez tras otra que menos es siempre más.
Disfruté de la ayuda de una serie de académicos e investigadores que esclarecieron las partes del relato de Bruno que de lo contrario me habrían sido inaccesibles. Muy temprano, el profesor Michael Wildt, experto de renombre mundial sobre el SD, me encaminó hacia direcciones muy valiosas, entre otras la de su antigua alumna, Anna Hajkova, una autoridad en el tiempo de guerra en Checoslovaquia que está escribiendo su tesis doctoral sobre Theresienstadt; sus incursiones en los archivos de Praga fueron inapreciables. Jaroslav Čvančara tuvo asimismo la amabilidad de transmitirme sus enormes conocimientos sobre Praga a la sombra de la esvástica y de prestarme materiales capitales, inmensamente valiosos. El Instituto Terezín me facilitó directrices sobre la época bélica en Praga y una información muy útil sobre los antecedentes. En Londres y Washington D. C. tuve la especial fortuna de trabajar con el doctor Nick Terry, cuya perspicacia —y formidable capacidad organizativa— fue indispensable. Su comprensión forense de la actividad interna de las SS sirvió de base a algunas conversaciones fascinantes. En Berlín, el doctor Martin Schuster me orientó a través del oscuro submundo de las tropas de asalto Charlottenburg de las SA
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berlinesas, y muchas otras cosas. El equipo de la London Library me proporcionó, como a otros tantos escritores, los medios de completar franjas enormes de mi investigación. Mi antiguo colega de la BBC, Tilman Remme, me dirigió hacia una serie de expertos en Ludwigsburg, Berlín y Londres, todos los cuales se ocuparon de búsquedas específicas con una paciencia y un conocimiento ejemplares. Por supuesto, deben reprochárseme a mí, no a ellos, todos los errores, lapsus u osadas extrapolaciones.
Dos deudas, sin embargo, destacan en esta lista: en primer lugar, la contraída con mis hijos Alexander y Louis, que durante tanto tiempo como alcanzan a recordar, tuvieron que abrirse paso entre las montañas de «libros de Hitler» de su padre que obstruían el camino hacia el ordenador de la familia. Y por último, mi deuda con la persona que no sólo compartió el rastreo de primera mano a través de la oscuridad familiar, sino que concentró el rigor de su mente incomparable sobre mis intentos de que todo encajara, inmisericorde respecto a lo que había que suprimir, pero —lo que es aún más importante— a lo que debía quedar: mi mujer, Janice Hadlow. En verdad, mi «
trina luce che’n unica stella scintillando
», la triple luz que centellea en una estrella única: la musa, la confidente, el amor de mi vida.