Su pasado estaba fuera de la vista, pero no de su memoria. Se había empeñado tanto en decirme lo importantes que eran para él sus
Kriegskameraden
, que vi con qué intensidad seguía rememorando su vida anterior a 1945 y el gran orgullo que todavía le inspiraba. Nunca se me ocurrió pensar que su nostalgia tuviese un trasfondo neonazi. No creo ni por asomo que acariciase fantasías de algún tipo de renacimiento hitleriano. No lo necesitaba: los recuerdos ya eran un complemento suficiente del bienestar material de la República Federal, animados por la sensación de que al fin y al cabo no le había ido tan mal.
Existían cantidad de mitos reconfortantes. Los soldados —y hasta los policías secretas— se consolaban pensando que los alemanes no habían perdido la guerra por culpa de un fracaso militar, sino tan sólo por el abrumador poder tecnológico enemigo, especialmente de los americanos, aparte de por los bombardeos «terroristas» de civiles (que convertían en pura hipocresía las quejas aliadas por los crímenes horrendos de los nazis). Además, la guerra podría haber durado mucho menos si los aliados, tan subyugados por los revanchistas soviéticos, no hubieran sido tan intransigentes insistiendo en la rendición incondicional. Por tanto, los últimos millones de muertos pesaban sobre la conciencia de los aliados, no en la de los alemanes.
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Bruno pasaba su tiempo libre, como tan orgullosamente me dijo, en su
Stammtisch
, en un bar cercano a la Stuttgarter Platz, bebiendo con sus camaradas de la guerra. Sólo que ahora eran reminiscencias, no planes, lo que rumiaban entre coñacs y jarras de cerveza. Su carácter se fue suavizando con los años y dejó de ser en parte el déspota descontento que tan infeliz había hecho a mi madre. Recorriendo en coche aquellas calles, buscando las direcciones de los diversos pisos donde había vivido, me sorprendió el círculo extraño y completo que había trazado la vida de Bruno. Comprendí por qué me había dibujado un cuadro tan intenso del placer que le producía beber con sus antiguos
Kriegskameraden
. Resurgió lo que había nacido en las tabernas de las callejas de Charlottenburg, como la vieja Zur Altstadt. Aumentaba su placer el hecho de que aquellos gratos recuerdos los reviviera tan deliberadamente cerca de los sucesos que evocaban. Debía de ser muy agradable contemplar desde allí cómo había evolucionado el país en la posguerra, sobre todo para una mente nazi en busca de consuelo.
La guerra contra el bolchevismo había, en efecto, sumido al mundo en una larga guerra fría, a menudo a un paso de volverse demasiado caliente. Occidente ahora desconfiaba de Stalin y sus sucesores tan vehementemente como lo habían hecho los nazis. Todo el oeste de Berlín lo atestiguaba. Quizá parcialmente por esto Bruno se había empeñado en quedarse en Berlín. Era algo más que una cámara de ecos llena de nostalgia personal. Era también un recordatorio vivo del orden mundial que él había contribuido a crear. Había una especie de Schadenfreude redentora en ver a Occidente descubriendo por sí mismo cuán acertadas habían sido las antiguas advertencias de los nazis sobre la amenaza soviética. Y en el Este, al otro lado del Muro, estaba la hipocresía viviente del totalitarismo al estilo soviético, sus instituciones y su aparato tan cínicamente modelados según los precedentes nazis. El equivalente de la Gestapo era la Stasi. El de las Juventudes Hitlerianas, los Jóvenes Pioneros Libres. Bruno y sus compinches podían aducir otras matanzas: los veinte millones de kulaks muertos a manos de Stalin; los treinta millones que habían perecido de hambre en la China de Mao, ejemplos de genocidio que a una conciencia nazi le servían para mitigar la culpa. Y sin duda también, aunque cuidadosamente silenciado por si alguien estaba escuchando, las muchas murmuraciones sobre la prensa occidental, controlada por los judíos, que agitaban sin cesar el sudario ante el mundo. Era solamente una oscilación más del péndulo extremista que había presidido la vida de mi abuelo.
A mediados de los años sesenta, la familia se vio dividida por un nuevo escándalo. Después de treinta años de matrimonio, a los sesenta años, Bruno, de repente y sin previo aviso, abandonó a Thusnelda; y lo que es peor, inició relaciones con otra mujer y, lo peor de todo, esa mujer era la mejor amiga de su esposa, Gisela (la bailarina rítmica de las Olimpíadas de Berlín de 1936). Bruno la había tratado a intervalos en el curso de los años, y hasta le había ofrecido un trabajo de recepcionista en su consulta. Esta doble traición dejó totalmente destrozada a Thusnelda. ¿Quién se lo reprocharía? Tras tantos años de apoyo sin reservas a la trayectoria profesional y política de su marido, y sin contar con que le había dado y había criado a tres hijas en circunstancias sumamente difíciles, poco podría haber previsto que aquélla sería su recompensa. Nadie lo vio venir. Al cabo de décadas de dominar a su familia con su talante áspero y su egoísmo tiránico, fue él quien decidió que era el momento de buscar consuelo en los brazos de una mujer amable y benévola, como si fuese él, y no Thusnelda, el que mereciese descanso. Ella pidió el divorcio y él respondió cortando completamente el contacto con el resto de la familia. La comunicación se interrumpió de golpe y posteriormente sólo se restableció de forma intermitente. Las cosas se calmaron poco a poco hacia mediados y finales de los años setenta; la relación de mi madre con «papá» fluctuaba entre cálida y fría, pero nunca se liberó plenamente de los recuerdos de aquellos años dominados por la guerra, el egoísmo político del padre y su posterior reino de terror doméstico en la posguerra. Al final padre e hija encontraron una pauta viable y nuestros encuentros fueron más regulares y menos tempestuosos, sin que nunca se aludiera a la vida pretérita de Bruno.
La que mejor llegó a conocerle fue mi hermana; visitaba Berlín con frecuencia y se hospedaba en casa del abuelo. Aunque seguía siendo brusco e impaciente y aprovechaba la menor oportunidad de contradecir a cualquiera que estuviese a su alrededor, algunas de sus facetas más ásperas se habían dulcificado un poco, gracias en parte a la influencia sosegadora de Gisela. Para entonces ya se había jubilado y vendido la consulta. La vida cristalizó enseguida en un conjunto de rutinas. Poseía acciones en el zoológico de Berlín y bromeaba diciendo que era propietario de «una octava parte» de su panda más famoso. Como la mayoría de los alemanes de su quinta, todos los sábados él y Gisela se engalanaban y se iban al centro, por lo general a los grandes almacenes KaDeWe, y después comían pato en su restaurante chino favorito. Bruno cultivaba su pasión por los relojes de pulsera y de pared y las cámaras de fotos, y reemplazó su vieja Voigtländers por una nueva SLR japonesa. En casa se solazaba viendo documentales de animales y plantas y tenía una magnífica colección de sellos. No perdió su gusto por los licores finos, que se servía detrás de un mostrador lujoso que se había construido en su piso. Jugaba a skat (una variante alemán del whist) como un experto y despachaba cantidades imponentes de cerveza y coñac mientras fumaba sin parar cigarrillos y puros.
Pero detrás de esta fachada de normalidad, seguían latentes algunas de sus antiguas actitudes. En 1982, a mi hermana, que se alojaba en su casa, la había invitado a salir un viejo amigo suyo, Giorgio Silzer, violín solista de la ópera de Berlín. Giorgio fue a recogerla a casa. Bruno abrió la puerta y su reacción instintiva ante el evidente aspecto judío de Giorgio fue establecer una inmediata distancia física. Ella todavía lo recuerda nítidamente y vio que Giorgio también se había dado cuenta.
Mi abuela, entretanto, sacaba el mayor partido de su nueva vida de soltera; siguió viviendo en el piso de Charlottenburg (en el mismo inmueble, le encantaba contarnos, que Maly Delschaft, una actriz famosa por haber estado a punto de arrebatar a Marlene Dietrich el papel protagonista en
El ángel azul
, con su ristra de foxterriers de pelo duro). Nunca se recuperó totalmente de la conmoción por la conducta de Bruno ni de la desdicha abyecta que le había causado, y pasaba el tiempo en compañía de un grupo de mujeres de su edad, o bien cuidando a su madre, Ida, que casi tenía noventa años, y que seguía llevando una consulta dental a un par de minutos a pie en la Kaiserdamm. Más adelante supe que añoraba un poco excesivamente la vida en la Alemania de Hitler, lo que le valía severas reprimendas de mi madre, pero nunca la regañaba delante de sus nietos. La visitábamos casi todos los años y veo todavía cada palmo de la casa, así como el tirón que daban a la correa sus perros, impacientes por salir de paseo.
Sin embargo, mi último encuentro con Bruno estuvo marcado por su ausencia. Tuvo lugar en 1992, cuando mi madre, mi hermana y yo nos presentamos en su domicilio, en un edificio bajo en una esquina de Tempelhof donde convivía una mezcla racial. Hacía años que yo no le veía, pero mi madre le había visitado unos años antes, a finales de 1989, después de la caída del Muro de Berlín. Para el viejo nazi era un hito extraordinario haber sobrevivido al Telón de Acero y todo lo que representaba. En esta ocasión, la atmósfera era más sombría.
El interior del piso estaba oscuro y silencioso. Gisela nos recibió sentada en una silla de ruedas, pero Bruno no estaba: lo habían ingresado en el hospital, aquejado de un cáncer de próstata. Ella me preguntó qué hacía yo en Berlín. Le dije, en mi alemán dubitativo, que estaba rodando una película para la BBC sobre una excepcional muestra de historia cultural que se celebraba en el Altes Museum, en el Unter den Linden. Era una reconstrucción de una exposición de arte nazi organizada en 1937, la denominada exposición de arte degenerado. Los nazis la habían montado para demonizar el arte contemporáneo que tanto execraban y que a su juicio era obscenamente moderno y a la vez primitivo. Habían confiscado todos los cuadros ofensivos de las paredes de las galerías alemanas y los habían embalado para que todo el mundo fuera a verlos y se burlara de ellos. Estaba expuesta la flor y nata del expresionismo alemán, el realismo satírico y, huelga decirlo, todas las obras de judíos. Como visión de la locura cultural nazi, la muestra había sido reconstruida concienzudamente, y fui a Berlín para hacer un documental sobre ella. En 1937 la exposición había viajado por toda Alemania, la había visto el público más numeroso que hasta entonces había visitado una galería de arte y fue la más concurrida en la historia moderna hasta que Tutankamon llegó a Londres a principios de los años setenta. Ah, sí, contestó Gisela. Se acordaba. La había visto cuando era una adolescente. La había visto todo el mundo. ¡Hasta Bruno! Sí, pensé. Bruno la había visto. Ciertamente la había visto, ¿no?
También una ausencia marcaría su muerte. Bruno murió unas semanas después. Su cuerpo fue enterrado en una tumba anónima, sin ningún funeral, por expreso deseo suyo. Ni siquiera pusieron una lápida. Tenía treinta y nueve años al acabar la guerra, diez menos que yo ahora, y había vivido otros cuarenta y siete. Dos años después murió también Gisela de una diabetes crónica. Era la única que quedaba. Thusnelda había muerto de cáncer de estómago en 1982, sin haberse resignado nunca a la pérdida de Bruno, del que estuvo enamorada toda su vida. Friedrich había fallecido mucho antes, tras una larga enfermedad exacerbada por las heridas que había sufrido en París y de las que nunca se recuperó completamente. Ewald había desaparecido en algún lugar del oeste de Alemania, proscrito como la oveja negra de la familia, tras una vida de fracasos y decepciones que coronó dejando embarazada a una de las sirvientas de Ida. Murió en algún momento de los años setenta. Ida alcanzó la longevidad y tenía noventa años largos cuando finalmente murió en 1984. La última de los Langbehn mayores se había extinguido. Y con ella el último vínculo con la era nazi.
Así que esto es todo. He recreado el historial nazi de Bruno lo mejor que he podido. Por supuesto, me he limitado a repasar la superficie. Sigue habiendo grandes lagunas en la historia y, lo que es aún más tentador, un vacío entre los hechos físicos de su vida que contenía su mentalidad, sus actitudes, la realidad cotidiana de colaborar con un régimen como el Tercer Reich. A pesar de todo, sin duda el esfuerzo ha valido la pena. Mi hermana y yo descubrimos algunos secretos sorprendentes y creo que comprendimos un poco mejor quién fue aquel hombre y lo que representaba. Me abrumó sobre todo lo rápidamente que había sucedido todo. Bruno, un «antiguo combatiente», sólo tenía treinta y nueve años cuando terminó la guerra.
¿Y qué decir del propio Bruno? ¿Dónde podemos situarlo en el espectro de la maldad nazi? A mi entender, logró evitar la peor categoría de evidente criminal de guerra.
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No había sido un «gran criminal» como Himmler, Eichmann o Mengele. No encontré pruebas de atrocidades concretas. En cierto modo era un consuelo saber que su historia no había terminado en la pesadilla de una anónima cantera polaca o un pueblo bielorruso o, aún peor, en un campo (suponiendo que no aparezcan evidencias que refuten esto), y no creo que le esté exculpando si digo que no parece que perteneciese al círculo más restringido de la barbarie nazi absoluta, ni en la guerra ni en el Holocausto. Acabó como un agente del SD, y ni siquiera muy competente. Y, sin embargo, es como si se hubiera librado gracias a un tecnicismo, un «no demostrado», como dicen los tribunales escoceses, más bien que un «inocente».
Su trayectoria nazi fue muy específica. No pude dejar de advertir una pauta que surgía una y otra vez en su vida: una proximidad total mezclada con virajes de última hora, no, desde luego, cambios de opinión, sino tan sólo cambios de dirección fortuitos. Una y otra vez parecía evitar una colaboración directa con los peores ejecutores, pero aun así le encantaba estar cerca de ellos como colega, pero, según parece, nunca como cómplice. Hans Maikowski en el Mördersturm 33; los dirigentes de la Amt II del SD Franz Six, Hermann Behrends y Otto Ohlendorf en los
Einsatzgruppen
; y, por supuesto, Adolf Eichmann en la oficina de asuntos judíos. En definitiva, al final daba la impresión de ser culpable de asociación más que de comisión directa, aunque difícilmente puedo concebir una «asociación» más palmaria que la suya.
Naturalmente, en un nivel había sido declarado criminal de guerra: había pertenecido a una organización declarada, por definición, ilegal y culpable de crímenes de lesa humanidad. Pero yo me preguntaba si esto era justo. Su cometido en el SD, ¿era peor que el puesto equivalente en la CIA o el MI6, por no decir en el NKVD?