Sin embargo, no era un secreto para Bruno que la situación militar se deterioraba y el peligro arreciaba. A principios de 1945 Checoslovaquia era un refugio para cientos de miles de alemanes desplazados que huían de los soviéticos y de la Wehrmacht y las unidades SS en retirada. El frente oriental estaba a punto de desplomarse totalmente. En agosto de 1944 se produjo la caída de la Polonia nazi y la sistemática destrucción de Varsovia. En octubre entraron en Belgrado el Ejército Rojo y los partisanos de Tito. Pero los nazis aún no estaban derrotados y podían infligir pérdidas enormes. La vecina Eslovaquia presenció la brutal represión de un levantamiento que dejó casi 20.000 muertos. La población civil checa recibió el mensaje: la oposición al Reich seguía siendo letal, incluso en las fases finales de la guerra. En enero de 1945 la vecina Hungría cayó en manos soviéticas.
Era el momento de la verdad para Bruno. Hasta entonces había combatido desde diversos despachos de Berlín. Cinco años habían transcurrido desde el breve periodo que pasó en el frente, en circunstancias completamente distintas. Iban a ponerle a prueba por todos los años que se había pasado jugando a ser soldado, oficial de inteligencia y especialista de la contrainsurgencia. Su fanatismo ideológico le había mantenido a flote durante los primeros años de la contienda, pero ¿sería suficiente ahora?
Yo confiaba en que los archivos de Praga me dieran una respuesta. Aparte de diversas listas y filiaciones burocráticas (a través de las cuales supimos que seguía adscrito a la Amt VI y trabajaba para el jefe de la policía de seguridad y el servicio de seguridad de las SS en el cuartel general de Praga), aún no habíamos encontrado indicios de sus actividades allí. Muchísimos archivos checos fueron destruidos en los años finales de la guerra, y los que sobrevivieron estaban dañados por las calamitosas inundaciones que asolaron el centro de Europa en el invierno de 2002, cuando desbordaron las aguas del Vltava, el río que divide Praga, y anegaron los sótanos del archivo principal.
Desviamos la atención hacia el inmediato periodo posbélico y revisamos los expedientes recopilados después de la contienda, que transcribían los numerosos interrogatorios a la Gestapo y el SD realizados a fines de 1945 y 1946. Y, efectivamente, el nombre de Bruno figuraba en tres de ellos. El primero era un comentario desdeñable en la transcripción del interrogatorio a un ex miembro de la Gestapo, en enero de 1946. Testimoniaba que le habían obligado a evacuar la sede de la Gestapo en Bratislava (capital de Eslovaquia, al este del protectorado) y que a continuación le destinaron primero a Brno, en Checoslovaquia, y más tarde a Praga, llevándose con él a varios agentes eslovacos. «Al cabo de poco tiempo nos trasladamos con ellos a Praga. El jefe allí del BdS (Departamento VI), el doctor Hammer,
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nos remitió al capitán Langbehn […] que dirigía a los agentes y conocía sus nombres.» Esto indicaba que Bruno dirigía a varios equipos de agentes en la campaña contra las guerrillas, cuyos efectivos estaban aumentando considerablemente hacia finales de 1944 y principios de 1945, y que atacaban trenes, a oficiales nazis, a colaboradores checos o simplemente volaban por los aires edificios clave y volvían a perderse en los bosques.
Y entonces encontramos una descripción más completa de las actividades de Bruno. Lo más importante era la prueba que contenía de su grado de competencia. Hasta aquel momento, y descontando las perogrulladas elogiosas de su currículum, con sus recomendaciones pro forma de ascenso, yo no tenía auténticos indicios de su aptitud como soldado o agente de inteligencia. El hombre interrogado era otro oficial de la Gestapo llamado Karel Frantisek Schnabl, nacido el 2 de abril de 1911. En su declaración contaba que:
En marzo de 1945 me visitó el capitán Langbehn. Me dijo que quería formar un grupo de inteligencia que actuaría detrás del frente. El grupo operaría en Moravia después de su caída inminente en manos de los soviéticos. Langbehn dijo que los alemanes necesitarían una red de inteligencia incluso después de la guerra, y que se comunicaría por onda corta de radio. La Amt VI del SD de Berlín le había enviado para organizar la red. Me pidió que le facilitara siete radios de onda corta, pero sólo pude darle cinco. Además le di timbres, claves cifradas, pilas de ánodos, etc. Intentó inútilmente establecer una conexión por radio entre el edificio de la Gestapo en Praga y su emisora principal en Brno, probablemente porque su gente no sabía manejar aquellas radios. Si recuerdo bien, le di cuatro radios Simandl y una modelo inglesa, la «Mark 15». Tienes que ser un experto para manejarlas. También elaboré otras dos claves cifradas, pero como venía día tras día a pedirme más cosas le dije que su trabajo me interesaba, pero que por desgracia no tenía tiempo que dedicarle. Que yo sepa, Langbehn recibió de Berlín otros aparatos (modelos soviéticos). Creo que en total tenía unas siete emisoras trabajando para él.
Pero lo que me sorprendió de verdad fue el párrafo siguiente; a pesar de todos los años que llevaba en aquel tipo de tareas, resultó que el capitán Langbehn tenía muy poca idea de lo que hacía.
Langbehn trabajaba en la Amt VI de Praga. Me extrañó mucho que le confiaran aquella tarea, porque no poseía conocimientos técnicos ni capacidades organizativas. Además era muy llamativo porque tenía un brazo inutilizado. Una vez comenté las actividades de Langbehn con el comisario Leimer. Aparte de esto, sólo mi secretaria, la señorita Hartmetz (que se marchó a Austria en abril de 1945), lo sabía todo al respecto.
Lo del «brazo inutilizado» era bastante desconcertante; Bruno nunca había perdido un miembro. Sólo pude llegar a la conclusión de que hacía referencia a las secuelas de las heridas que había sufrido en el brazo izquierdo y en la muñeca. El texto estaba en checo, aunque la entrevista se había celebrado en alemán y es posible que en la traducción se hubiera omitido algo. Pero era inevitable la revelación más importante, la de que, según el oficial de la Gestapo interrogado, Bruno carecía claramente de aptitudes para organizar y de conocimientos técnicos fiables. Yo no estaba preparado para una condena tan fulminante de su incompetencia, su fatuidad manifiesta (que le habían «enviado de Berlín») y su ceguera ante la futilidad del trabajo. Era el retrato de un hombre atenazado por la creencia ilusoria de que era realmente una especie de agente secreto al mando de una compleja operación encubierta.
Después encontramos otra referencia a Bruno sepultada en transcripciones de interrogatorios posbélicos que daban indicaciones más claras de la clase de fantasía militar a la que fue arrastrado mi abuelo de las SS. El oficial de la Gestapo interrogado, del que sólo se menciona su apellido, Schauschütz, había nacido en Yugoslavia en mayo de 1912 y estaba destinado en Brno. Su interrogatorio se centró en la existencia, propósitos y tácticas de «unos hombres especialmente adiestrados y motivados, agentes y colaboradores que se entrenaban para realizar una gama de operaciones especiales» y formaban parte de un equipo de agentes que operarían detrás del frente soviético, incluso después de que Alemania perdiera la guerra. Iban a formar una red secreta, «una red llamada Ri-Net» que recibiría órdenes de la Gestapo y el SD. La necesidad más apremiante eran las comunicaciones por radio, no sólo el material, sino la técnica, y sobre todo la formación. Solucionado esto, los agentes «permitirían» que el avance de los soviéticos les sobrepasara e iniciarían sus acciones encubiertas desde detrás de las líneas enemigas. Eran las llamadas «divisiones de hombres lobo» (Werwolf). «La primera vez que oí hablar de estas unidades y de su misión fue en la prensa y la radio alemanas, por la época en que las fuerzas inglesas y americanas cruzaron el límite occidental del Reich nazi.» Pero eran proyectos obviamente reales.
Y, al pie de la segunda página, menciona a Bruno, aunque de nuevo en el contexto de la comunicación por radio. «Me informaron de que un Obersturmführer o Hauptsturmführer de las SS Langbeen [sic], que estaba a cargo de la emisora de radio en la sede del SD en Praga, había sido reclutado para este proyecto “Ri” [es decir, hombre lobo]. Y de que habían ordenado a un equipo asignado al sureste, y también con base en Praga, que efectuara diversas pruebas de viabilidad de las radios.» Schauschütz continuaba hablando de la gente con la que había trabajado poniendo en marcha estas unidades, pero no pudo evitar asociar el visible engreimiento que aquellos hombres rezumaban con la época de la Operación Zepelín. «Fue esta Operación la que me enseñó el gran sentimiento secreto de satisfacción que experimentaba en 1942 cualquiera que trabajase en el SD; por eso todo el asunto había tenido un final tan lamentable, debido a los celos, las puñaladas por la espalda, las rencillas entre los grupos de comandos nazis.» Quizá la historia sólo se estaba repitiendo.
Las divisiones de hombres lobo fueron una de las ideas más desesperadas de Himmler, concebidas a raíz de la derrota inminente. Habían circulado por toda Alemania rumores sobre su existencia. La inteligencia aliada estaba segura de que estaban formando escuadrones especiales de insurgentes y fanáticos incapaces de aceptar la derrota y que seguirían luchando después de la capitulación del Tercer Reich. En vista de lo encarnizada que había sido la lucha, incluso en su fase final, la idea era verosímil, sobre todo para los americanos, convencidos de que el postrero acto bélico sería una especie de última batalla que convertiría en un Álamo nazi la cima montañosa de Hitler en Baviera.
Así fue el colofón de la campaña de Bruno: alistarse voluntario en los hombres lobo y combatir hasta el amargo desenlace, si no más allá. Muy propio de su carácter. El hombre que se había afiliado al movimiento en la primerísima oportunidad que tuvo, más de veinte años antes, siendo todavía un adolescente, se había sumado a la tentativa de última trinchera del Tercer Reich para prolongarlo hasta allende la tumba del desplome militar total. Su historial nazi iba a concluir como había empezado, con un compromiso ideológico inquebrantable, sin que le arredrase el hecho de que, en términos castrenses, era una perfecta nulidad. Era ridícula la idea de que unas bandas diminutas de partisanos nazis pudieran tener algún impacto sobre una fuerza aliada de millones de hombres, provistos de radios que él, que en teoría era el instructor, no sabía muy bien cómo funcionaban. Pero es sumamente reveladora de la clase de hombre que siempre había sido Bruno. Si existía algún atisbo de lucha en su cabeza entre las prioridades rivales de mantener a su familia a salvo y prolongar la existencia del régimen nazi, estaba claro cuál de las dos prevalecía. Pero hasta él y sus colegas de la Gestapo y el SD debieron de intuir el odio y el ánimo de revancha que se les venían encima.
Al mismo tiempo que Bruno y sus colegas tramaban sus planes de contrainsurgencia, el resto de Praga se ocupaba de excavar trincheras antitanques y de pensar el mejor modo de afrontar lo que también ellos sabían que sería la última batalla de la guerra. El comandante de la Wehrmacht, el recién ascendido mariscal de campo Schörner, dirigía una fuerza todavía formidable de casi 80.000 hombres. Pero le tenían atrapado en una tenaza el tercer ejército americano de Patton, por el oeste, a punto de traspasar la frontera checa, y por el este las dos formaciones soviéticas, el primer y el segundo frentes ucranianos.
Empezaban a abrirse fisuras en la resolución de Bruno de «luchar hasta la muerte». El Obergruppenführer de las SS Karl Hermann Frank había depositado sus esperanzas en una solución política más que militar. Como Himmler antes que él, confiaba en que quizá surgiesen escisiones entre los americanos y los soviéticos, aliados muy poco naturales. Ello haría posible negociar una paz separada con los americanos y, quién sabe, quizá incluso unirse a sus fuerzas para combatir a los rusos. Los americanos y el Ejército Rojo ya estaban prácticamente uno encima de otro y esto daba a la última y desesperada apuesta de Frank al menos un asomo de verosimilitud.
A mediados de abril repartió los planes de evacuación entre sus hombres más próximos, con lo que pareció que dejaba en suspenso la idea de los hombres lobo. Era un cambio de estrategia que al parecer causó un impacto en Bruno. Guardado entre los expedientes de Praga encontramos un documento singular, fechado el 24 de abril de 1945. Era un impreso de solicitud del carnet de conducir. Cuanto más lo miraba más absurdo me parecía, la evidencia de un mundo al revés. ¿Cómo podía alguien molestarse en saltar todas las trabas burocráticas necesarias para validar un permiso de conducir en aquel momento final y crítico de la guerra, cuando el Ejército Rojo al completo estaba apenas a unos kilómetros de distancia? Y, sin embargo, todo es actual y correcto: la rúbrica, los sellos de goma, las categorías de vehículos que Bruno estaba autorizado a conducir, y hasta el nombre de la autoescuela que le había declarado apto para el carnet (aunque es revelador que en él figure su empleo civil, no su cargo en el SD).
Más que un acto de negación psicológica, me parece que la solicitud de Bruno para el carnet de conducir demuestra que en realidad había cambiado de opinión y estaba pensando más en la evacuación que en la última trinchera de los hombres lobo, probablemente como reacción al plan de Frank. Supongo que en los días siguientes un alemán en la carretera necesitaría ese documento para que no le acusaran de deserción. Nunca lo sabré. Pero miré la firma en el reverso del impreso y me pregunté: ¿qué pensaría en aquel momento? En casa estaban su mujer y sus tres hijas (la tercera apenas había cumplido un año), y alrededor de Praga había dos ejércitos gruesos e inexorables, con el único propósito de aniquilar totalmente a la Alemania nazi y a todos los vinculados con ella.
En todo caso, había un grave problema con la estrategia de evacuación de Frank, y era que dependía de los americanos y éstos no llegaban. Los nazis aún no lo sabían, pero Eisenhower había prohibido explícitamente a Patton que se internara en el protectorado. El general se había enfurecido, porque la ocasión de tomar Praga le producía un hormigueo en el dedo del gatillo (transcurrido abril, Praga era la única capital importante en poder de los nazis, y por consiguiente un botín suculento para un militar ávido de gloria). Churchill apremió a Eisenhower a ceder y a permitir que Patton prosiguiera su avance, aunque sólo fuera para contrarrestar el de los soviéticos por el oeste. Pero el presidente se mantuvo en sus trece. No quería que hubiera más bajas americanas de las necesarias (porque la guerra en el Pacífico aún estaba en su apogeo), ni enfadar a los soviéticos en aquel estadio final, poniendo en peligro la alianza que todavía era necesaria para alcanzar la victoria. Así pues, Patton, retenido en Plzeň, echaba humo de frustración. Quizá Eisenhower había intuido certeramente que Stalin nunca dejaría la capital checa a los americanos, y que cualquier confrontación provocaría violencia. De todos modos, ahora Frank estaba inactivo. Él y sus fuerzas tenían que vérselas con los soviéticos, que no estaban dispuestos a negociar y mucho menos sobre una vía libre de regreso a Alemania.