Desgraciadamente para Bruno, tenían el mismo apellido; el intermediario de Himmler y Schellenberg también se apellidaba Langbehn: el doctor Carl Langbehn. Como yo ya había descubierto, Langbehn no es un apellido común. De hecho, en la guía telefónica berlinesa de 1942 comprobé que sólo había cuatro Langbehn en Berlín. Y en la guía, efectivamente, justo debajo de la línea dedicada a Bruno, estaba la de Carl:
Langbehn, Carl, Dr. Rechtsanw. Und Notar… Wohn. Dahlem, In der Halde 5
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La dirección es un hermoso chalet que todavía existe, justo al lado del de Himmler, en el barrio residencial de Dahlem. Pero en el caos de los días que siguieron al atentado, los arrestos y los interrogatorios, hubo cierta confusión con la orden de detener a Langbehn; en vez de simplemente capturar a Carl (nada más fácil, puesto que tenían su dirección berlinesa y el propio Himmler le conocía bien), la Gestapo se precipitó en busca de cualquier «Langbehn» relacionado con la Amt VI de Schellenberg. Y Bruno pagó los platos rotos.
La cobertura de Carl Langbehn ya había sido desmantelada parcialmente antes de la conjura de la bomba. Una comunicación por radio interceptada en España había revelado sus actividades secretas
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y, sin que Himmler lo supiera, habían comunicado el nombre de «Langbehn» directamente al mismo Hitler, aunque en aquel momento nadie lo asoció con el vecino de Himmler. Entretanto, la Gestapo no tardó mucho en rastrear la pista de Bruno hasta su nuevo destino en Praga. Teniendo en cuenta el número de altos jefes nazis implicados, o que parecían estarlo, el arresto de un oficial de las SS les dio poco tiempo para pensar.
Por eso la Gestapo llamó a la puerta del nuevo domicilio de Bruno hacia finales de julio, cuando apenas había terminado de deshacer las maletas. El capitán del SD y fanático profundamente comprometido con el régimen tuvo que sufrir entonces el último de los horrores nazis: ser detenido por sus propios colegas de la policía de seguridad bajo la acusación de conspirar para asesinar al Führer al que había idolatrado durante casi veinte años. Por suerte para Bruno, y bastante menos para Carl, el malentendido fue breve y se resolvió rápidamente. Bruno era el Langbehn equivocado, y no sólo porque habían confundido su identidad, sino porque era difícil de imaginar alguien con menos probabilidades de unirse a una conjura contra Hitler. Unos meses después, el 20 de octubre, Carl Langbehn compartió la suerte del resto de los confabulados y fue ejecutado en la cárcel de Plötzensee. Murió sin incriminar a Schellenberg ni a Himmler en la intriga que habían urdido anteriormente. Ahora los dos podían lanzar un suspiro conjunto de alivio y seguir adelante, indemnes. Bruno también salió del aprieto, fue liberado y exonerado y quedó con las manos libres para colaborar en la última batalla desesperada por evitar el desastre definitivo que se avecinaba con el paso de los días.
Desde que fue absorbida por el Reich, en marzo de 1938, Checoslovaquia había tenido escasa participación activa en la guerra. Era un reducto que se había librado de los bombardeos que estaban devastando Alemania y sería uno de los últimos países donde entraron los ejércitos aliados, los americanos por el oeste y los soviéticos por el este. El «protectorado de Bohemia y Moravia» había sido un escaparate de la Gestapo y el SD desde 1938, el ejemplo perfecto de cómo se debía gobernar un país ocupado, sobre todo después de septiembre de 1941, cuando entregaron el mando al jefe del SD, Reinhard Heydrich. Los servicios de seguridad nazis utilizaron toda su magia negra de coerción y connivencia para mantener sumisa a la población. Heydrich alardeaba de su capacidad de servirse de la política del palo y la zanahoria, y la aplicaba con ánimo vengativo.
Le sirvió de ayuda el que el país gozase de un grado de prosperidad que sólo existía en muy pocos rincones del imperio nazi, gracias a su renombrada infraestructura industrial y en especial a la gran calidad de sus fábricas de armamento. Heydrich tenía también a su disposición la terrorífica eficiencia de su policía secreta, que creó una atmósfera omnipresente de denuncias amargas, colega contra colega, un familiar contra otro, los alemanes de los Sudetes contra los checos. El símbolo más horripilante de esta situación era la cárcel de Pankrač, su guillotina, su patíbulo provisto de un gancho de carnicero y los letreros que aparecían todas las semanas en todas partes de la ciudad y que contenían la lista de los condenados a muerte.
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Juntos habían mantenido a Checoslovaquia sojuzgada y dócil.
Así fue hasta 1942, cuando el espejismo de que el país no era sino un anexo del Tercer Reich se disipó de la manera más espectacular. El 27 de mayo, unos agentes llegados secretamente en un avión desde el Reino Unidos lograron asesinar a Heydrich. Había gobernado el país como su feudo personal, erróneamente convencido de que los checos normales profesaban una admiración desganada a su despiadado pero justo cacique nazi. Ostentosamente prescindía de guardaespaldas o automóviles blindados y hasta se negaba a variar sus itinerarios habituales en Praga. Edvard Beneš, el presidente checo exiliado en Londres, había empezado a temer que la complacencia de Heydrich estuviese justificada. Sus compatriotas corrían el riesgo de parecer excesivamente resignados a la férula de Heydrich. Matarle era el mejor modo de incitar a la población a que adoptase medidas para desmentir las apariencias: despachar a la «fiera rubia» sería asestar un golpe al corazón de la jefatura nazi e impresionaría a los aliados, que hasta entonces tenían una pobre visión de la aportación checa al esfuerzo bélico.
El excesivamente confiado Heydrich fue emboscado en su Mercedes sin escolta y con la capota descubierta cuando reducía la marcha en una curva muy cerrada a las afueras de Praga. A uno de los atacantes se le encasquilló la metralleta Sten y su cómplice tuvo que lanzar una granada que rodó por debajo del vehículo y explotó, levantando de la tapicería de crines del asiento esquirlas que se incrustaron profundamente en el torso de Heydrich. Estuvo más de una hora sangrando en el coche hasta que se pudo convencer al aterrado conductor de una furgoneta de que le transportara al hospital. Tardó una semana en morir, después de una lenta y dolorosa agonía causada por una septicemia tras una intervención quirúrgica supuestamente chapucera. Conmocionados, los mandos nazis no daban crédito a la audacia del atentado y a la despreocupada imprudencia de uno de sus personajes más temidos.
Praga estalló cuando las SS y la Gestapo arrasaron la ciudad buscando a los asesinos. Al final siguieron su rastro hasta su escondrijo en una iglesia, donde, al cabo de varios días atrincherados en la cripta, repeliendo ataques con granadas y mangueras que intentaban inundarles, los supervivientes se suicidaron para que no les capturasen. Las represalias fueron rápidas, indiscriminadas y brutales. Lídice, una ciudad al noroeste de Praga, fue destruida el 10 de junio so pretexto de que unos partisanos vinculados con el asesinato se habían refugiado allí (no era cierto); los nazis mataron a 192 hombres y enviaron al Reich a las mujeres y a los niños, a los que luego internaron en campos de concentración. El recuerdo del asesinato y las posteriores acciones de venganza no se borraron de la memoria de los checos y contribuyeron a sellar la suerte de miles de alemanes empantanados en Praga al final de la guerra.
De modo que aunque en muchos sentidos fuese un destino cómodo, Bruno sabía que el problema de los partisanos y los agentes extranjeros era grave y urgente. Ya habían asestado un golpe terrible a los nazis y había que impedir a toda costa que volvieran a hacerlo. El orden fue restablecido velozmente por el sucesor de Heydrich en el protectorado, el teniente general Karl Hermann Frank, un alemán de los Sudetes que había sido librero y tenía un ojo de cristal. Y parecía que lo había conseguido. El sabotaje era prácticamente inexistente y la producción industrial crecía todos los años, para mayor frustración del gobierno checoslovaco exiliado en Londres. El levantamiento previsto no se había producido. El exasperado presidente Beneš increpó a sus compatriotas en un mensaje radiofónico:
No quiero sermonearos hoy sobre dónde y cómo deberíais luchar, dónde resistir y dónde sabotear. Cada uno de nosotros sabe muy bien [la respuesta] […] sería un gran error, sería un pecado nacional y un crimen que dijeran de nosotros que podemos o debemos esperar mientras millones de soldados en los ejércitos de los aliados traen la ruina de Alemania […] Y por tanto repito: ¡A la batalla! ¡Hoy, mañana, cada día! Cada cual como pueda, resuelta y sistemática, cuidadosa y obstinadamente.
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Los nazis sospechaban que era cuestión de tiempo el que más checos empezaran a obedecer esta exhortación.
A aquellas alturas de la guerra, gobernar el protectorado era el menor de sus problemas. Los reveses sufridos en 1943 (Stalingrado, norte de África, Sicilia) se habían vuelto catastróficos para mediados de 1944. Los aliados occidentales tenían puesto un pie firme en el oeste de Francia y el sur de Italia; los soviéticos habían expulsado totalmente a la Wehrmacht y se disponían a aplastar a Alemania. Todo concepto del
Lebensraum
había sucumbido ante la triste realidad del sacrificio y la supervivencia. Los alemanes se consolaban con la noble idea de que la guerra ya no era de conquista, sino de resistencia al maremoto de la barbarie bolchevique, y que eran ellos, no los aliados, los que empuñaban la antorcha de la civilización occidental.
Goebbels no se anduvo con rodeos a la hora de lanzar un pretencioso llamamiento a la cultura; no eran sólo los nazis confesos los que tenían que temer a los soviéticos: «Ocupen el lugar que ocupen en el nacionalsocialismo, todos los alemanes serán degollados si nos derrotan», advirtió ya en enero de 1943. Nadie estaba a salvo. Goebbels sabía el desquite que les esperaba porque millones de rusos, muchos de ellos desarmados, habían perdido la vida. Todo el país se movilizó para la guerra total. Como confió a su diario en junio de 1941, no había camino de retorno: «El Führer dice que cueste lo que cueste tenemos que ganar la guerra. Es la única salida. Y la victoria está bien, es moral y necesaria. Y cuando hayamos ganado, ¿quién va a cuestionar nuestros métodos? En cualquier caso ya tenemos tantas cosas de que responder que debemos ganarla, porque de lo contrario el país entero —y nosotros a su cabeza— y todo lo que amamos será erradicado.»
También Checoslovaquia estaba al límite de sus fuerzas. La producción de armas se aceleró con la ayuda de hasta el último hombre y mujer aptos para el trabajo en las fábricas, tanto en el protectorado como en otros lugares del Reich. El valor estratégico de Checoslovaquia era muy grande. La fábrica de vehículos Skoda empezó a fabricar tanques y motores de avión. Era más vital que nunca proteger las fábricas y las líneas ferroviarias que las abastecían del riesgo de ataques y sabotajes de la guerrilla. Podían llegar comandos desde el Oeste (el SOE
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británico desde sus bases de Sicilia) y el Este (el NKVD soviético desde sus bases de Hungría). Había que defender Praga a toda costa. La antigua joya del Reich, intocada por la guerra, iba a convertirse en una «ciudad fortificada», lista para frenar a cualquier precio el avance del Ejército Rojo antes de que pudiera llegar a Berlín.
La Amt VI del SD de Praga, a la que ahora pertenecía Bruno, se preparaba para las batallas contra los partisanos que los nazis sabían que se avecinaban. Las comunicaciones interceptadas al gobierno en el exilio incitaban a la resistencia activa de los checos en términos cada vez más acuciantes. Jaroslav Stransky, el ministro de Justicia exiliado, lo expresó sin ambages:
Una rata acorralada es más peligrosa que nunca. No tenéis otra alternativa que ser el martillo o el yunque. La muerte os espera a miles de vosotros y a vuestros hijos. Nosotros, desde fuera, conocemos la situación, creedme, mejor que vosotros en esa prisión. La libertad de nuestro país, el futuro de nuestra nación, el bienestar de la República son causas magnas, nobles, por las que merece la pena morir.
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Todos aquellos años de dominio intolerable, Bruno y sus colegas oficiales de la contrainsurgencia se habían visto reducidos, en efecto, a la condición de «ratas acorraladas» y estaban dispuestos a demostrar que Stransky estaba en lo cierto, que serían ciertamente muy, pero que muy peligrosos.
A finales de 1944, los familiares de Bruno se hallaban también en la línea de fuego. Mi madre Frauke y su hermana Gudrun ya no estaban seguras en el internado de Renania. En los meses siguientes a los desembarcos de Normandía, la Wehrmacht había tenido que reforzar su periferia occidental. Necesitaban barracones y habían empezado a requisar todos los edificios adecuados, entre ellos escuelas. Las niñas, que tenían siete y ocho años, volvieron a casa. Bruno salió de Praga para recogerlas. Tomaron el tren en dirección al oeste. En aquella etapa de la guerra, cazas Mustang P51 norteamericanos de largo alcance, que escoltaban hasta su destino en el interior del Reich a los bombarderos B17 y B24, lanzaban ofensivas a ras de suelo al regresar a sus bases británicas. Los trenes eran un objetivo perfecto, y el tren en que viajaban los Langbehn no fue una excepción. Cazas aliados lo ametrallaron, acribillando la locomotora con agujeros de bala del calibre 50 y obligando a Bruno y a sus hijas a huir despavoridos por el campo y a refugiarse en una zanja.
No es de extrañar que Praga les pareciera a las niñas un auténtico oasis cuando finalmente llegaron a la ciudad y vieron por primera vez su nueva casa. Les aguardaba otra sorpresa: una hermanita. Thusnelda había dado a luz en julio a su tercera hija, Heike, y sus hermanas mayores pronto ayudaron diligentemente a empujar el cochecito de bebé por todas las calles del centro de Praga. Ya instaladas en el piso nuevo se hicieron amigas de la familia de la portera checa, cuyo hijo adolescente las tomó bajo su ala, jugaba con ellas y les enseñaba su ciudad natal. Ellas se enamoraron enseguida de la belleza de cuento de sus callejuelas y puentes, sobre todo en Navidad, cuando una capa de nieve iluminada por un sol bajo y sesgado parecía envolver la capital en hielo. Indiferentes a la pesadilla que se aproximaba, sus recuerdos de la Navidad de 1944 eran de hechizo y esperanza. Sus padres pensaban otra cosa pero interpretaron su papel de mantener la ilusión de que por fin estaban a salvo. Su abuela Ida había llegado de Berlín y la familia hizo el recorrido de cinco minutos a pie hasta la plaza de la Ciudad Vieja, donde participaron, delante del famoso reloj astronómico, en la celebración de la Nochebuena, con velas en las manos y cantando sus villancicos preferidos.