Bruno había pasado años frecuentando los círculos nacionalistas
völkisch
de extrema derecha. Conocía íntimamente estas organizaciones y a sus miembros, y detectaba a distancia a un disidente conservador. Su padre le había imbuido la mentalidad reaccionaria porque durante mucho tiempo había simpatizado con diversos grupos de veteranos.
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Por tanto no le costó nada ocupar su nuevo despacho del SD, compuesto por un equipo de especialistas encargados de que se respetara íntegramente la autoridad de Hitler y respaldados por la formidable maquinaria de las SS. Por primera vez en su vida, Bruno debió de saborear el gusto del poder real. Todos aquellos patricios y oficiales superiores, la clase alta alemana, ahora tenían que rendir cuentas a un pequeño equipo de oficiales de inteligencia del que formaba parte Bruno, el dentista de treinta y un años y miembro del partido desde hacía mucho tiempo. Cualquier gran señor lo bastante engañado para albergar recelos respecto a la política nazi ahora tenía que sufrir el acoso del SD y de hombres como Bruno (o Klaus Barbie, futuro jefe de la Gestapo en la Francia ocupada, reclutado por la Amt II/123 al mismo tiempo que él, aunque no para la misma oficina berlinesa). Bruno se había ganado la confianza de los hombres más poderosos del Reich y actuaba ahora en su nombre.
Ingresar en el SD representaba la culminación del activismo de Bruno; lo que había empezado siendo peligroso, violento, físico e indiscriminado acabó siendo algo muy distinto: frío, objetivo, racional y duro. Eran las consignas de la nueva generación de funcionarios nazis a la que él pertenecía.
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Ellos y él y habían madurado en el empleo de la violencia. Los primeros nazis distinguían entre «puño» y «cabeza»; siempre habían sostenido (falsamente) que la violencia y la política eran cosas diferentes. Ya no era cierto. Las SS, y sobre todo las SA, habían sublimado la violencia en la callada pero tediosa disciplina del burócrata. Demasiado importante para dejarla en manos de los matones, la violencia calculada configuraba el Estado nazi en sus más altas esferas.
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El SD, junto con la Gestapo, era el aparato de seguridad de Himmler en su forma más concentrada, y estaba enzarzado en una lucha a muerte con la oposición, real o imaginaria, mientras que al mismo tiempo definía y depuraba incesantemente sus valores. Por un lado estaban los hombres como Bruno, que examinaban sus fichas y redactaban expedientes; por otro, un sistema judicial compuesto de policías, tribunales, cárceles y campos de internamiento que operaban en una estrecha colaboración mutua.
Y, sin embargo, a los «pensadores» universitarios que rodeaban a Bruno en el SD les gustaba proyectar la imagen de que eran algo más que secuaces diplomados. Hacían su trabajo con un tipo especial de arrogancia intelectual, todavía claramente visible en documentos del SD que han sobrevivido, escritos menos con el estilo de un memorando oficinesco que con el de una tesis universitaria. Del liberalismo a la masonería, del capitalismo al parlamentarismo inglés, no dejaban títere con cabeza, no había doctrina cuyas incoherencias y absurdidades no denunciasen.
Y por si todo esto les parecía demasiado negativo, Bruno y sus colegas se crearon una tercera función: la de mensajeros de la «buena nueva» del nazismo, difundiendo la idea de que el nacionalsocialismo no era sólo un tipo de política, sino una visión del mundo capaz de iluminar a la condición humana, del mismo modo que pretendían hacerlo el catolicismo o el humanismo. La Amt II lo hacía mediante la creación y publicación de numerosos cursos, listas de libros, auténticos programas de estudios encaminados a ilustrar al supuesto intelectual nazi sobre los valores que servían de soporte al movimiento. Ahora la dieta de lecturas diarias de Bruno se componía no sólo de las diatribas de grupos proscritos o sospechosos, sino una literatura que abarcaba tanto la teoría como la ficción. El Centro Documental de Berlín contenía docenas de listas y facturas de libros cuyos títulos dan una idea de la clase de entorno intelectual que el servicio de seguridad de Heydrich había planeado. He aquí una de esas listas:
Cuando repasaba una selección de listas encontré un ejemplo en que las SS se erigían en árbitros culturales. El 26 de octubre de 1937, pocas semanas después del ingreso formal de Bruno en la organización, Himmler difundió un memorando anunciando que «
Jedes Jahr nimmt die SS an der Woche des Deutschen Buches teil
» (Las SS participan todos los años en la semana nacional del libro alemán). 1937 no fue una excepción; las SS incluso iban a donar a la BDM (sindicato de mujeres alemanas) todos los libros comprados para este magno acontecimiento. Vemos aquí al nacionalsocialismo disfrazado de pontífice de la literatura europea comparativa, con profundas raíces en la imaginación occidental.
Hay incluso una lista de
geeigniter Bücher
(libros recomendados), obras favorables al nazismo que cualquier intelectual de las SS que se respetase debía leer. La encabeza
Mi lucha
de Adolf Hitler, seguido por las obras de Alfred Rosenberg (
El mito del siglo XX
) y Reinhard Heydrich (
Cambios en nuestra cruzada
), los dos ideólogos principales a los que sólo superaba el propio Hitler. Himmler tuvo la modestia de colocar su obra al final de la lista: Las SS como organización de lucha contra el bolchevismo. Un tal Hans F. Günther aporta los cinco títulos siguientes (
La salud racial del pueblo alemán, El jinete, La muerte y el demonio, Nobleza y raza, Urbanización
). A continuación se pasa revista a las obras de Walther Darré (
La agricultura: fuente de vida de la raza nórdica, Sangre y suelo
) y se mencionan una serie de novelas crepusculares de autores contemporáneos del norte de Europa, con títulos tan evocadores como
El hombre lobo, El libro de la verdad, Los hombres, Entre el blanco y el rojo, Bajo los robles, El eterno canto de los bosques, El hijo del cortador de turba
y el infame panfleto antisemita
En el cementerio judío de Praga
. Su melancolía céltico-nórdica rezumaba la sensibilidad nazi, dando la espalda a un mundo contemporáneo constelado de chabolas, tecnología y decadencia y festejando el paisaje, el instinto y lo primigenio.
Pero el título de la lista que me saltó a los ojos fue el número veintitrés:
Das Verlorene Leben
, es decir,
La vida perdida
, de Neil M. Gunn.
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Lo más extraordinario de todo es que aquí hay otra conexión con mi abuelo escocés, Donald Davidson, del que Gunn había sido uno de los mejores amigos y que le visitaba con frecuencia en la casa familiar de Dingwall. La novela de Gunn lamenta amargamente un episodio de la historia de Escocia en el siglo XVIII, en el que una generación de campesinos de las Highlands fue expulsada de sus campos para dedicarlos a una cría de ovejas más rentable, y obligada a emigrar o a sobrellevar una vida penosa en la inhóspita costa escocesa.
Muchos relatos de Gunn irradian, en efecto, un fulgor semimístico y hallan una profundidad nostálgica en los habitantes de las Highlands de Escocia, sobre todo en los campesinos y pescadores, cuya intuición estoica raya en sexto sentido. Evidentemente, el drama del instinto y la raza que el Reichsführer SS creyó ver representado en la novela le impresionó lo bastante para recomendar a sus oficiales su lectura moralmente edificante. Desde la posición ventajosa de setenta años después, me encuentro con el espectáculo de mis dos abuelos unidos sin que ellos lo supieran a través de un mismo autor, pero divididos por el cisma de comprensión más abismal que se pueda concebir. Donald Davidson estaba leyendo un libro escrito por su amigo íntimo como una parábola conmovedora de las penalidades de una vida rural que conocía bien. Bruno, por el contrario, leyó una alegoría de los sufrimientos y la nobleza de la comunidad racial nórdica, atrapada en una lucha a muerte con la judaica edad moderna de «asfalto».
Por supuesto, a pesar de su barniz de «objetividad», el SD se diferenciaba bien poco del resto de la Alemania hitleriana. Las listas de libros, las charlas, la afectada prosa académica, nada de esto divergía de la esencia real del nazismo, un movimiento que propugnaba la violencia y el odio racial homicida. El traslado de Bruno de las SA al SD podría haber simbolizado el deseo del Tercer Reich de reemplazar la sed de sangre por el análisis intelectual, pero siempre cabía esperar que resurgiera, a la manera tradicional de los nazis, la brutalidad visceral de los primeros años del nacionalsocialismo, por más despachos que tuviera el SD o más juristas que reclutase. Bruno y sus iguales estaban a caballo de estos dos universos y se sentían a sus anchas en ambos. Sus instintos de soldado de asalto seguían intactos aunque vistiera un uniforme flamante y trabajase con una compañía más selecta.
La noche del 9 de noviembre de 1938, las tabernas nazis rebosaban de hombres de las SA, miembros del partido y seguidores civiles cantando y brindando por el aniversario del fallido
putsch
de la cervecería, que se había convertido en uno de los hitos del calendario nazi. Aquella noche concreta tenían en la cabeza algo más que las ganas habituales de emborracharse estruendosamente. Se estaban recuperando de la noticia de que un funcionario consular alemán, Ernst vom Rath, había sido tiroteado en París por un judío polaco de diecisiete años. Nazis de todo el país hervían de
Judenkoller
, lo que ellos llamaban la cólera antijudía, cuando empezaron a llegar comunicados del cuartel general de partido ordenando un acto de venganza a escala nacional.
Lo que siguió se conoce con el nombre de
Kristallnacht
o «Noche de los cristales rotos», una explosión de vandalismo y piromanía. Ningún lugar de Alemania sufrió más violencia que el barrio de Charlottenburg de Bruno, donde sus antiguos camaradas de las SA eran especialmente activos. En esta parte de la ciudad —sobre todo en la zona comercial del lado oeste, alrededor de la Kurfürstendamm— había un gran número de comercios y sinagogas judíos. Cuesta suponer que Bruno, ahora oficial de las SS, no hubiera estado bebiendo con sus camaradas en el Sturmlokal de siempre, el Zur Altstadt, o que más tarde hubiese boicoteado conscientemente las acciones de la noche, cuando tantos conocidos suyos, a cuyo lado había luchado durante más de diez años, salieron a la desbandada de los bares, armados con mazos y latas de gasolina. Nunca sabré si precisamente aquella noche optó por quedarse en casa y romper la costumbre de toda una vida absteniéndose de participar en el más grave estallido de antisemitismo nazi que se había producido hasta entonces en Alemania, ordenado personalmente por Hitler y Goebbels y que tuvo lugar delante mismo de la puerta de su casa. Ya fuera con o sin Bruno, cuadrillas de SA de Charlottenburg, miembros del partido y civiles de paisano se entregaron a una noche de saqueo y desmanes y recorrieron las calles en torno al domicilio de los Langbehn, la zona comercial del barrio y el vecindario contiguo de Wilmersdorf destrozando escaparates y provocando incendios. Les facilitó la tarea el hecho de que todos los judíos propietarios de negocios tenían la obligación legal de colocar anuncios informando de su identidad. Muchas de las tiendas de lujo y artículos de calidad constituían objetivos ideales no sólo del vandalismo, sino de un pillaje generalizado.
El primer saqueo de la noche en Charlottenburg tuvo lugar en un comercio de pianos de la Joachimstaler Strasse, una bocacalle de la Kurfürstendamm, que culminó en el lanzamiento de un piano de cola Bechstein por la ventana de un primer piso. La multitud se desplazó enseguida a una perfumería contigua, Kopp y Joseph, que fue demolida y saqueada. Después despacharon velozmente una serie de grandes almacenes de Wilmersdorfer Strasse —Etam, Tietz y Suss—: rompieron los escaparates y desvalijaron las mercancías expuestas y el inventario. Luego la horda de nazis empezó a actuar de un modo más sistemático y controló el pillaje apostando guardas en las entradas destruidas para impedir disturbios. Una chocolatería de la Bismarckstrasse y una pastelería vecina fueron las primeras metódicamente vaciadas. La multitud había crecido y se componía de hombres de las SA, miembros del partido y un número creciente de civiles y vecinos ávidos de aprovechar el copioso botín. Ni siquiera estaban a salvo los pisos residenciales: pronto, porteros de los inmuebles abrieron los domicilios judíos, que fueron desvalijados.
La atención no tardó mucho en desviarse hacia otros establecimientos judíos más visibles: las numerosas sinagogas de la zona y otros locales comerciales. Pillaron primero la sinagoga de la Fassanenstrasse (la más liberal de Berlín); abrieron los armarios, destrozaron los devocionarios, inutilizaron el órgano. Por último le prendieron fuego. Los bomberos acudieron enseguida, pero lo único que hicieron fue evitar que el fuego se propagase a los edificios adyacentes (había una estación de metro al lado). En cuanto a la sinagoga, la dejaron arder. El mismo destino sufrió una segunda, también liberal, situada en la Pestalozzistrasse. La de la Kantstrasse tuvo más suerte: en su patio principal había algunos apartamentos, uno de los cuales era la vivienda de un miembro veterano del partido que, aterrado por la posibilidad de que su casa fuera pasto de las llamas, protestó ante sus correligionarios y les convenció de que dirigieran sus energías destructivas hacia otro lugar. Ellos optaron entonces por asaltar un bloque comercial cercano, en la Meinekestrasse, sede de una organización sionista, un periódico judío y una oficina de emigración palestina que pronto fueron devorados por el fuego.