El nazi perfecto (26 page)

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Authors: Martin Davidson

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BOOK: El nazi perfecto
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Se había empeñado en infiltrar al SD en cada institución, empresa, estamento u organización de Alemania. No hacía distinción entre la información sobre la opinión pública y las pruebas que incriminaban a miembros del partido y que se almacenaban para un uso ulterior. En realidad, gran parte de lo que sabemos sobre la «opinión pública» en el Tercer Reich procede de informes del SD cuya finalidad era tomar la temperatura de la población en coyunturas clave. Pero no era una «unidad de observación de masas». Era puro conocimiento como forma de poder. Heydrich anotaba todo lo que estaban haciendo sus agentes y registraba sus resultados como si fueran apuntes contables: «En paralelo con la información de las más altas esferas del poder, “C” […] recopilaba informes de la Gestapo de todos los distritos para la cuenta diaria sobre el funcionamiento de la represión. Por ejemplo, el informe del 13 de octubre de 1936 enumera las siguientes detenciones realizadas: Berlín 36, Hamburgo 21, Dusseldorf 17, Dortmund 12, Bielefeld 10, Frankfurt/Main 4, Frankfurt/Oder 1.»
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El SD tuvo desde el principio un cometido distinto que el resto de las SS. No intervenía en los campos ni se ocupaba de facilitar guardaespaldas a Hitler.
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Su radio de acción era la inteligencia, en todos los sentidos de la palabra, crear una red de espías y recopilación de datos que, paralelamente con la Gestapo (dirigida por el Estado), interceptaba y acumulaba todo lo que los alemanes pensaban y decían.

Pero Heydrich quería que, aparte de las escuchas realizadas a escala nacional, el SD fuera la fuerza motriz intelectual de todo el régimen, preparando y luego ejecutando las políticas más apremiantes. En 1934, unos días después de la «Noche de los cuchillos largos», una orden «estableció la división de trabajo entre el SD y la Gestapo; la policía combatiría a los enemigos del Estado nacionalsocialista y el SD lucharía contra los enemigos de la idea nacionalsocialista».
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Como dijo Heydrich, su misión era mucho más elevada que la mera actividad de detener a gente en la calle: «Como servicio de seguridad no nos interesa, pongamos, saber si el aparato de celdas del KPD en Berlín-Wedding ha sido o no neutralizado. Ese asunto compete al ejecutivo […] a nosotros no nos interesa.»
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Heydrich había organizado una guardia pretoriana no sólo para la persona de Hitler, sino para su total visión del mundo.

El SD era algo más que un seminario nazi. También tenía una misión específica.
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La batalla contra los opositores al nacionalsocialismo había continuado su curso. Los nazis ya no sólo perseguían a la izquierda, como habían hecho en los tiempos de las celdas de terror improvisadas y las detenciones sin cargos de las SA. Ya no quedaban comunistas o socialistas que detener. Esto no quería decir que la oposición hubiese desaparecido, sino que adoptó una forma diferente y, según los nazis, más sofisticada.

El SD que reclutó a Bruno estaba dividido en tres oficinas o Ämter principales. Amt I era la responsable de la administración y organización. Amt II se ocupaba de la seguridad dentro de las fronteras del Reich, en particular combatiendo a todas las instituciones e individuos captados por políticas ajenas e incompatibles con el nacionalsocialismo, los llamados «enemigos de la visión del mundo». Amt III ampliaba al extranjero estas operaciones encubiertas. Heydrich quería presidir una red de inteligencia tanto internacional como doméstica. No obstante, necesitaba más efectivos, hombres como Bruno, con impecables credenciales del partido, una convicción inconmovible y la energía para impulsar el proyecto nazi hacia sus objetivos futuros.

La tercera semana de septiembre de 1937 fue una de las más satisfactorias en la vida adulta de Bruno. Unos días después de recibir la confirmación oficial de su nombramiento en las SS y de su ascenso a Untersturmführer, Thusnelda dio a luz a la segunda hija del matrimonio, Frauke, mi madre. Bruno trabajaba en las SS sólo a tiempo parcial (aún seguía ejerciendo como dentista y dirigía la asociación Reichsverband Deutscher Dentisten) y no recibía remuneración. No era un hecho infrecuente. Pocos oficiales del SD cobraban un sueldo; parte de la estrategia de Heydrich consistía en estirar los siempre escasos recursos económicos. La antigüedad o la graduación no establecían diferencias. Él, por su parte, nunca pensó que el SD le haría rico, sino tan sólo valioso.

El primer destino de Bruno fue la segunda de las tres oficinas principales, la Amt II, que lidiaba con los enemigos filosóficos del nazismo. Su cometido prioritario era encabezar la batalla contra quienes se oponían a los principios rectores del Estado nazi. Era el departamento más esotérico dentro del SD, en realidad de todo el régimen nazi, y a sus miembros les encantaba jactarse de su estatus de grandes pensadores. Los nuevos colegas de Bruno eran muy distintos de los que había tenido en las SA. Ahora no se codeaba con los groseros matones del Sturmlokal, sino con la flor y nata (autoproclamada) de las universidades alemanas, en especial de las facultades de derecho. De ahí que el nombramiento fuese tan halagador para alguien que, como Bruno, era instruido pero no había pasado por la universidad. Incluso dentro de las SS, el SD se consideraba la élite de la élite.

Entre ellos había hombres como el profesor de derecho Reinhard Höhn, cuya retorcida doctrina jurídica pretendía justificar las guerras de agresión contra países que caían dentro de la «esfera de influencia» alemana. Otra figura del SD renovado era Otto Ohlendorf, un año más joven que Bruno. Había fundado los «informes del Reich», que proporcionaban a los jefes nazis encuestas de opinión y del estado de ánimo en toda Alemania.
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El hombre que infundió al SD sus pretensiones intelectuales fue el periodista y académico Franz Six, que sentó las bases del
Gegnerforschung
, la «investigación sobre la oposición», el tristemente célebre sistema de fichas por él inventado que utilizaba códigos de colores para clasificar los diferentes tipos de herejía política. Para poner a punto la administración del SD, Heydrich había reclutado a otro abogado, Werner Best, que contribuyó a articular los mejores métodos jurídicos para continuar la guerra contra los judíos.
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Y luego estaba Walter Schellenberg, que hacia 1938 era prácticamente el adjunto de Heydrich. Más adelante sería vital en el desarrollo de la carrera de Bruno.

Singularmente, eran todos de parecida edad, aunque más bien un producto de la generación clave a la que Bruno también pertenecía.
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Al igual que él, sus experiencias juveniles les habían empujado a profesar el nacionalismo de derechas, y acabaron copando los escalafones superiores del departamento más comprometido políticamente de las SS.
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Bruno nunca llegó a las cimas vertiginosas que alcanzaron hombres como Six o Schellenberg, pero interpretaba las «ideologías enemigas» con suficiente astucia para ganarse un puesto codiciado en la oficina más engreída del SD. Este departamento se había impuesto el objetivo de que ningún pensamiento, opinión, polémica, tesis o análisis social pudiera aparecer en el país sin que ellos lo supieran. Bruno empezó a trabajar en lo que venía a ser un excelente servicio de recortes, que reunía y anotaba cada folleto, boletín informativo, artículo de prensa, casi cada palabra impresa en Alemania, y los escudriñaba en busca de las ideas opositoras ocultas que para Heydrich constituían la más grave amenaza para el nazismo. Formaba parte de la labor del SD identificar y controlar a sus «enemigos internos» antes de neutralizarlos y posteriormente eliminarlos.

Para ello había que tener un expediente de cada pensador o personaje prominente cuyas opiniones exigiesen seguimiento. Un documento titulado
Erfassung führender Männer der Systemzeit
(Registro de dirigentes de la época del sistema, el término denigratorio nazi para los años de Weimar) da una idea de cómo funcionaba esta vigilancia. Produce una sensación extraña examinarlo hoy, exactamente como debió de hacer Bruno hace más de setenta años. Hay más de 600 nombres censados, divididos por categorías, según los orígenes o las creencias, de personas notorias del periodo inmediatamente anterior a los nazis, desde Waldemar Abegg a Bruno Walther. Entre medias surgen los nombres de futuros estadistas gigantes de Alemania Occidental como Konrad Adenauer y Theodor Heuss, escritores como Max Brod y Thomas Mann, artistas como Emil Nolde y Käthe Kollwitz y el director de teatro Max Reinhardt. Y esto antes de llegar siquiera a Albert Einstein y Sigmund Freud. Después de 1933, esta lista creció exponencialmente, aplastada bajo el peso de miles de nombres nuevos que habían atraído la atención de la policía secreta.

El SD acometió con una meticulosidad sistemática la tarea de agrupar a los adversarios del nazismo en categorías reconocibles. Cada Amt del SD se dividía en unidades más pequeñas o «despachos», y a cada uno de ellos se le asignaba un «enemigo» distinto, creando descripciones cada vez más bizantinas de las amenazas que supuestamente se estaban incubando contra el régimen nazi. La estructura de los departamentos del SD llegó a constituir un microcosmos del mundo entero. Prácticamente todas las sectas, por pequeñas o estrafalarias que fueran, se vieron denunciadas como antialemanas: los Testigos de Jehová, el Club Rotario, hasta los boy scouts fueron considerados focos de sedición internacional a los que había que controlar estrechamente.

En lo alto de estas listas no estaban los marxistas, sino los francmasones. Una y otra vez, los archivos del SD definen a los
Freimaurer
como el supremo ejemplo de antítesis oscura del nacionalsocialismo y, por tanto, como enemigos. Aún más que las iglesias establecidas y los grandes sistemas políticos de las otras superpotencias, los masones aparecen repetidamente como la más temida de las pesadillas nazis. Despachos enteros del SD se dedicaron a descubrir sus secretas influencias. Heydrich incluso creó un museo ex profeso en el edificio de la sede central del SD, lleno de macabros artefactos expuestos que le gustaba mostrar a visitantes distinguidos.
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No pude reprimir una risa sardónica al leer las numerosas descripciones que el SD hace de la perversidad de los masones. En aquel mismo momento, en 1924, cuando Bruno se afilió al Frontbann, mi otro abuelo, el escocés que había combatido en las trincheras de la Primera Guerra Mundial, se hizo masón. Se afilió a la masonería movido por una benéfica mezcla de apoyo mutuo en la atmósfera de incertidumbre económica de la posguerra y deseo de mantenerse en contacto lo más estrecho posible con sus «compadres» del Seaforth Highlanders. Incluso habilitó en la antigua logia masónica de su ciudad natal de Dingwall el primer cine que se abrió en la zona y que regentó hasta su muerte, a mediados de los años cincuenta. Da risa pensar que esto pudiese haber presagiado los primeros pasos de un plan para dominar el mundo. Sin embargo, los nazis siguieron convencidos de que se enfrentaban a un enemigo diabólico.

Bruno empezó a trabajar en un despacho distinto: la Amt II/123. Su objetivo específico no eran los judíos ni los curas católicos ni tampoco los masones, sino lo que los nazis llamaban la
Reaktion
, es decir, los «reaccionarios». Eran los conservadores alemanes cuya lealtad se consideraba dudosa. A primera vista parecían los más inofensivos de todos los oponentes. Al contrario que los comunistas o los demócratas, los conservadores profesaban ideas coincidentes con el nacionalsocialismo: eran autoritarios, patrioteros y expansionistas. Arrellanados en sus comedores de oficiales, en la sala de juntas de sus empresas o en sus fincas de terratenientes, estos importantes sectores pudientes y con intereses que defender debían mucho de su buena fortuna al estilo del liderazgo de Hitler. La mayoría de ellos aprobaba la doctrina nazi, en especial la demolición de la democracia.

Pero tenían sus reservas. La primera de todas, por supuesto, era su aristocrática condescendencia hacia el propio Hitler, «el burdo demagogo con su “flequillo” de macarra […] su indumentaria de fanfarrón, su acento de extrarradio vienés, sus interminables peroratas, su conducta epiléptica de gesticulaciones frenéticas, con espuma en la boca y con esos ojos que lo mismo se quedan fijos que se vuelven erráticos […] sus amenazas y su crueldad, sus fantasías de ejecuciones sangrientas…».
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Con todo, algunas de sus objeciones eran más profundas que el mero desprecio social. En las filas de los conservadores había también bolcheviques populares a la izquierda y criptomonárquicos a la derecha. Ambas facciones pretendían ser los legítimos herederos de la difunta República de Weimar, una de ellas añorando los valores del káiser y la otra propugnando un nacionalismo más idealista que aboliría la jerarquía social. En cualquier caso, eran un auténtico foco potencial de oposición al Partido Nazi. Como escribió Sebastian Haffner:

Los únicos opositores o rivales a los que Hitler tuvo que dedicar una atención seria y con los que a veces tuvo que combatir en la palestra política nacional […] fueron los conservadores […] bien atrincherados en el ejército, el servicio diplomático y la administración, siguieron siendo para él un verdadero problema […] imprescindibles para el funcionamiento cotidiano, mitad aliados pero también mitad adversarios y en ocasiones, al menos algunos de ellos, totalmente contrarios.
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Su herejía más peligrosa, no obstante, fue creer que era posible gozar de los beneficios del Tercer Reich sin convertirse en esclavos de Hitler. A lo sumo eran nazis provisionales, contentos con el poder recién adquirido por el Reich pero reacios a arriesgar su duramente conquistada posición social y económica implicándose en la guerra y la construcción de un imperio racial. Para el nazi puro, eran peores que los que te apuñalan por la espalda, eran relapsos, hombres que proyectaban contener al nazismo no mediante sabotajes, sino reincidiendo en sus hábitos antiguos y confortables. Justo cuando Hitler quería que el Tercer Reich se embarcase en su decisivo capítulo siguiente, los conservadores, henchidos de complacencia, amenazaban con frenarle. El Führer no pensaba tolerarlo. Lejos de ser un reducto marginado, la Amt II/123 de Bruno estaba de hecho situada en el vértice mismo de la más importante trinchera interna de la Alemania nazi, ya que era la responsable de vigilar en 1937 al último foco de resistencia a Hitler. A diferencia de los judíos y los masones, que en realidad eran impotentes y cuya amenaza para los nazis era un puro espejismo, la derecha renuente controlaba una porción ingente de la infraestructura alemana.

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