El nombre del Único (3 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

BOOK: El nombre del Único
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—Si hubieses venido antes a mí, Mina, tal vez te habría creído —respondió Palin—. Sabes cómo hablar a la parte oscura del alma. Pero el momento ha pasado. Mi tío, se encuentre donde se encuentre su espíritu, no se avergüenza de mí. Mi familia me ama, aunque yo haya hecho muy poco para merecerlo. Doy las gracias a esa deidad tuya por abrirme los ojos, por hacerme ver que, aunque sea lo único bueno que he hecho en esta vida, he amado y he sido amado. Y eso es lo único realmente importante.

—Un sentimentalismo ridículo, Majere —repuso Mina—. Lo escribiré sobre tu tumba. ¿Y tú que dices, elfo oscuro? ¿Has tomado una decisión? Espero que no seas tan estúpido como tu amigo.

Por fin habló Dalamar, pero no dirigiéndose a Mina, sino mirando la llama azul que ardía en el centro del estanque de agua oscura.

—He contemplado el cielo nocturno y he visto la luna negra, y me ha emocionado saber que mis ojos eran unos de los pocos que podían vislumbrarla. He oído la voz del dios Nuitari y me he deleitado con su bendito contacto mientras lanzaba mis hechizos. Hace mucho tiempo, la magia latía, bullía y chispeaba en mi sangre. Ahora sale arrastrándose de mis dedos como gusanos emergiendo de un cadáver descompuesto. Prefiero ser ese cadáver que esclavo de quien teme tanto a los vivos que sólo puede confiar en servidores muertos.

La palma de una mano golpeó la puerta, y ésta y la salvaguardia que la protegía se hicieron añicos.

Mina entró en la Cámara. Sola. El chorro de llamas que ardía en el estanque brilló en su negra armadura, ardió en su corazón y en sus ojos ambarinos. Arrancó destellos en el cabello rojo y casi rapado. La joven irradiaba poder y majestad, pero Palin advirtió que sus ojos estaban enrojecidos e hinchados, que las lágrimas de pesar por la muerte de Goldmoon habían dejado sucios surcos en su cara. Palin comprendió entonces la profundidad de la perfidia de la Reina Oscura, y nunca odió tanto a Takhisis como en ese momento. No por lo que le hubiera hecho o estuviera a punto de hacerle a él, sino por lo que le había hecho a Mina y a otros muchos inocentes como ella.

Temerosos de los poderosos hechiceros, los caballeros de Mina se habían quedado rezagados en la umbrosa escalera. La voz de Dalamar entonó un cántico, pero las palabras sonaron farfulladas, sin fluidez, y su voz fue perdiendo fuerza hasta apagarse por completo. Palin intentó desesperadamente invocar la magia, pero el conjuro se disolvió en sus manos, escapó entre sus dedos como los granos de arena de un reloj roto.

—No sois nada sin la magia. Miraos. —Mina les dirigió una sonrisa desdeñosa—. Sois dos patéticos viejos, acabados y desvalidos. Postraos ante ella. ¡Rogadle que os devuelva la magia! Atenderá vuestras súplicas.

Ninguno de los dos hechiceros se movió ni habló.

—Sea —dijo Mina.

Alzó la mano y unas llamas surgieron de las puntas de los dedos. El fuego verde, azul y rojo, blanco, y el negro rojizo de unas ascuas, iluminó la Cámara de la Visión. Las llamas se fundieron para formar dos lanzas forjadas con la magia. La primera la arrojó contra Dalamar.

La lanza se hundió en el pecho del elfo y lo clavó contra la pared de la Cámara. Durante un momento quedó empalado en la abrasadora asta mientras su cuerpo se consumía. Después, la cabeza cayó sobre el torso y el elfo colgó inerte.

Mina hizo una pausa sin soltar la otra lanza y miró a Palin.

—Suplica —le dijo—. Pídele que te perdone la vida.

Palin apretó los labios. Experimentó un instante de terror y después el dolor atravesó su cuerpo. Era un dolor tan espantoso, tan intenso, que llevaba en sí mismo una bendición. Hizo que su último pensamiento fuera un deseo vehemente de que la muerte llegara.

2

La importancia del gnomo

Dalamar le había preguntado a Palin si comprendía la importancia de la presencia del gnomo.

Palin no lo había entendido en ese momento, y tampoco Tasslehoff. Pero el kender lo comprendía ahora. Estaba sentado en una pequeña y aburrida habitación de la Torre de la Alta Hechicería, un cuarto en el que no había nada interesante, sólo mesas de aspecto deprimente, algunas sillas de respaldo rígido y unas pocas chucherías que eran demasiado grandes para que entraran en un saquillo. No tenía nada que hacer excepto mirar por la ventana para ver sólo un número inmenso de cipreses —más de los que eran absolutamente necesarios, en opinión de Tas— y los espíritus de los muertos vagando sin rumbo entre ellos. Su otra opción era mirar cómo revisaba Acertijo las piezas del fragmentado ingenio de viajar en el tiempo. Porque ahora Tasslehoff entendía de sobra la importancia del gnomo.

Tas no recordaba cuánto tiempo hacía exactamente, porque el tema del tiempo se había vuelto muy embrollado para él con ese lío de saltar a un futuro que luego resultó que no era el adecuado y después acabar en este futuro, donde todos querían enviarlo de regreso al pasado para que muriera. Fuera como fuese, hacía mucho tiempo, Tasslehoff había ido a parar —aunque no por culpa suya (bueno, quizás un poco, sí)— al Abismo.

Dando por sentado que el Abismo tenía que ser un lugar espantoso en el que ocurría todo tipo de cosas horribles —como demonios torturando a gente eternamente—, Tas había sufrido una terrible decepción al descubrir que, de hecho, el Abismo era aburrido. Aburrido a más no poder. No ocurría nada interesante. Tampoco ocurría nada sin interés. No ocurría nada en absoluto a nadie, nunca. No había nada que ver, nada que coger, nada que hacer, ningún sitio adonde ir. Para un kender, era el infierno.

La única idea de Tas había sido salir de allí. Llevaba consigo el ingenio para viajar en el tiempo, el mismo que tenía ahora. El ingenio se había roto, igual que ahora. Tas había topado con un gnomo, parecido al que ahora se sentaba enfrente de él. El gnomo había arreglado el ingenio, del mismo modo que éste se afanaba en arreglarlo ahora. La gran diferencia era que entonces Tasslehoff había querido que el gnomo arreglara el ingenio, y ahora no quería.

Porque cuando el ingenio de viajar en el tiempo estuviera arreglado, Palin y Dalamar lo utilizarían para enviarlo —a él, Tasslehoff Burrfoot— hacia atrás en el tiempo, al momento en el que el Padre de Todo y de Nada lo espachurraría y lo convertiría en el triste fantasma de sí mismo que había visto deambulando sin rumbo por Foscaterra.

—¿Qué hiciste con este ingenio? —rezongó Acertijo, malhumorado—. ¿Pasarlo por una picadora de carne?

Tasslehoff cerró los ojos para no tener que ver al gnomo, pero lo veía de todos modos; veía su cara de tez morena y su cabello ralo que flotaba alrededor de su cabeza como si tuviera un dedo metido continuamente en uno de sus inventos, quizás el «blupiti-blup preambulante accionado por vapor» o el «corta rábanos autobobinado locomotriz». Y, lo que era peor aún, Tas podía ver el brillo de inteligencia en los negros ojillos del gnomo. Ya había visto ese brillo antes, y empezaba a sentirse mareado. «¿Qué hiciste con este ingenio? ¿Pasarlo por una picadora de carne?»; una pregunta parecida le había hecho el gnomo anterior la vez anterior.

A fin de aliviar la sensación de mareo, Tasslehoff apoyó la cabeza coronada por el copete (en el que sólo se veían algunas hebras grises aquí y allí) sobre las manos, en la mesa. En lugar de desaparecer, el incómodo mareo se desplazó desde la cabeza hasta el estómago, y desde allí se extendió al resto del cuerpo.

Una voz habló. La misma voz que había oído en otra ocasión y en otro lugar hacía mucho tiempo. La voz le hacía daño, le estrujaba las entrañas y le hinchaba el cerebro hasta el punto de que el cráneo se le comprimía, provocándole un terrible dolor de cabeza. Sólo había oído esa voz en una ocasión, pero jamás, jamás, habría querido volver a oírla otra vez. Se tapó las orejas, pero la voz sonaba en su interior, de modo que no le sirvió de nada.

No estás muerto —
dijo la voz, y las palabras eran casi las mismas que había dicho la voz tanto tiempo atrás—.
No se te mandó a este lugar ni, en realidad, deberías estar aquí.

—Lo sé —se lanzó Tas a dar una explicación—. He venido del pasado, y se supone que me encuentro en un futuro distinto...

Un pasado que nunca fue. Un futuro que nunca será.

—¿Eso es... culpa mía? —preguntó Tas con voz entrecortada.

La voz rió, y era una risa espantosa porque sonaba como una cuchilla de acero quebrándose, y la sensación era como si las esquirlas de la hoja rota le perforaran la carne.

No digas tonterías, kender. Eres un insecto. Menos que un insecto. Una partícula, una mota de polvo que se quita con una ligera sacudida de mi mano. El futuro en el que te encuentras es el futuro de Krynn como se supone debía ser de no haber sido por la intromisión de aquellos que no tuvieron la inteligencia ni la amplitud de miras para comprender cómo el mundo podía ser suyo. Todo lo que ocurrió volverá a ocurrir, sólo que esta vez lo hará como conviene a mis propósitos. Mucho tiempo atrás, alguien pereció en una Torre, y su muerte unió una hermandad de caballería. Ahora, otra perece en una Torre y su muerte hunde en la desesperación a una nación. Mucho tiempo atrás, el milagro de la Vara de Cristal Azul resucitó a alguien. Ahora, la que enarbolaba la Vara resucitará... para recibirme.

—¡Os referís a Goldmoon! —gritó sombríamente Tas—. Ella utilizó la Vara de Cristal Azul. ¿Ha muerto Goldmoon?

La risa le atravesó la carne.

—¿Estoy muerto? —instó—. Sé que habéis dicho que no, pero vi mi propio espíritu.

Estás muerto y no lo estás —
respondió la voz—,
pero a eso se pondrá remedio pronto.

—¡Deja de farfullar! —demandó Acertijo—. Me irritas, y no puedo trabajar cuando estoy irritado.

Tasslehoff levantó bruscamente la cabeza de la mesa y contempló de hito en hito al gnomo, que había alzado la vista de su trabajo y lo miraba furibundo.

—¿No ves que estoy muy ocupado? Primero te pones a gemir, luego sueltas quejidos, y después empiezas a mascullar entre dientes. No haces más que distraerme.

—Lo siento —se disculpó Tasslehoff.

Acertijo puso los ojos en blanco, sacudió la cabeza, indignado, y reanudó su examen del ingenio para viajar en el tiempo.

—Creo que esto va aquí, no ahí —masculló—. Sí. ¿Lo ves? Y entonces, la cadena se engancha aquí y se enrosca alrededor, así. No, no es exactamente de ese modo. Tiene que ir... Un momento, ahora lo entiendo. Esto tiene que encajar aquí primero.

El diligente gnomo cogió una de las gemas del ingenio y la colocó en su lugar.

—Bien, ahora me hace falta otro de esos chismes rojos. —Se puso a rebuscar entre las gemas.

Rebuscando como el otro gnomo, Gnishm, había rebuscado en el pasado, advirtió tristemente Tasslehoff. El pasado que nunca fue. El futuro que era de ella.

«Tal vez sólo fue un sueño, lo de Goldmoon —se dijo para sus adentros—. Creo que yo lo sabría si hubiera muerto, que sentiría una especie de ahogo, como el corazón en un puño, si estuviera muerta, y no siento nada parecido. Aunque la verdad es que cuesta un poco respirar aquí.»

—¿No te parece que el aire está cargado, Acertijo? —preguntó, al tiempo que se ponía de pie—. A mí sí me lo parece —se respondió a sí mismo, ya que el gnomo no le prestó la menor atención.

»
El aire siempre está cargado en estas Torres de la Alta Hechicería —añadió para seguir hablando aunque fuera consigo mismo. Oír su propia voz era muchísimo mejor que oír aquella otra voz horrible—. La culpa es de esas alas de murciélago y los globos oculares de ratón, y los viejos y mohosos libros. Viendo esas grietas en las paredes, cualquier pensaría que se colaría una agradable brisa, pero no parece ser el caso. Me pregunto si a Dalamar le importaría mucho que rompiera una de las ventanas.

Tasslehoff echó una ojeada a su alrededor buscando algo para lanzar contra el cristal. Sobre una mesa pequeña había una estatuilla de una doncella elfa en bronce que no parecía emplear el tiempo en nada salvo en sostener una guirnalda de flores en las manos. La cogió y estaba a punto de lanzarla volando a través de la ventana cuando escuchó voces en el exterior de la Torre.

Sintiéndose agradecido de que sonaran fueran del edificio y no dentro de él, Tas bajó la estatuilla y miró por la ventana con curiosidad.

Una tropa de caballeros negros había llegado a caballo llevando consigo una carreta abierta tirada por caballos y llena de paja. Los caballeros siguieron montados y mirando con inquietud los oscuros árboles que los rodeaban. Los corceles rebullían, nerviosos. Los espíritus de los muertos se deslizaban en torno a los troncos como una lastimosa niebla. Tas se preguntó si los jinetes podrían ver a los espíritus. Él lamentaba tener esa capacidad, y no miraba a los muertos con atención por miedo a verse a sí mismo otra vez.

Muerto, pero no muerto.

Volvió la cabeza para mirar a Acertijo, que se inclinaba sobre su trabajo sin dejar de hablar entre dientes.

—Vaya, chico, hay un montón de caballeros negros fuera —dijo—. Me pregunto qué estarán haciendo aquí. ¿Tú no te lo preguntas?

El gnomo masculló algo entre dientes pero no levantó la vista de su trabajo. Desde luego, el ingenio estaba recuperando su forma con gran rapidez.

—Seguro que tu trabajo puede esperar. ¿No te gustaría descansar un poco y asomarte a ver a esos caballeros? —preguntó el kender.

—No —contestó Acertijo, que así estableció un record para la respuesta gnoma más corta de la historia.

Tas suspiró. El gnomo y él habían llegado a la Torre de la Alta Hechicería en compañía de la que fuera su compañera de antaño y vieja amiga Goldmoon; una Goldmoon que tenía noventa años como poco, pero con el cuerpo y la cara de una mujer de veinte. Goldmoon le había dicho a Dalamar que iba a reunirse con alguien en la Torre, y el elfo se había marchado con ella y le había indicado a Palin que los llevara al gnomo y a él a un cuarto para que esperaran allí; con lo cual la habitación era ahora una sala de espera. Fue entonces cuando Dalamar dijo aquello de... «¿Entiendes la importancia del gnomo?».

Palin los había dejado allí después de cerrar la puerta con un conjuro. Tas lo sabía porque ya había utilizado sus mejores ganzúas para intentar abrirla, sin resultado. «El día que las ganzúas fallan es porque hay hechiceros involucrados», como solía decir su padre.

De pie junto a la ventana, observando a los caballeros que parecían esperar algo sin gustarles mucho esa espera, a Tasslehoff se le ocurrió una idea. Y se le ocurrió tan de golpe que se llevó la mano en la que no tenía la estatuilla de bronce de la elfa para comprobar si le había salido un chichón en la cabeza. Al no hallar ninguno, miró subrepticiamente (le parecía que ésa era la palabra correcta) al gnomo. El ingenio ya estaba casi recompuesto, a falta sólo de unas pocas piezas que, además, eran tan pequeñas que seguramente no tenían apenas importancia.

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